La literatura: un mundo de engañifas y ficciones falsas.
Un modelo de lectura de "La forma de la espada", de J. L. Borges
Por Rafael Baroni [1],
Universidades de Lausana y Friburgo
Texto original en francés, traducido por Ahmed Oubali:
https://vox-poetica.com/t/articles/baronibluff.html
¿Puede la
ficción mentir de vez en cuando o es la mentira misma? ¿Cuáles son las
modalidades del “ir de farol” en la literatura cuando este engaño se asimila a
un efecto poético destinado a llevar al lector a un callejón sin salida
interpretativo? Abordar estas cuestiones en el contexto literario (y en el de
las “artes miméticas” en general) plantea problemas complejos, porque se trata
de tener en cuenta el estatuto ilocutivo propio de la ficción. En efecto,
muchos autores, en la extensión de la condena platónica de la mimesis [2], han
comentado el carácter esencialmente "falso" de las obras de ficción,
carácter que se debería a su desconexión frente a nuestro universo de
referencia [3]. Podríamos recordar como ejemplo esta célebre cita de Nabokov
construyendo el mito de la creación literaria...
La literatura no nació el
día en que un niño, gritando “¡Lobo! ¡Lobo!, surgió de un valle de Neanderthal,
un gran lobo gris pisándole los talones: la literatura nació el día en que un
niño gritó "¡Lobo!" ¡Lobo! cuando no había ningún lobo detrás de él.
Que este pobre niño, víctima de sus repetidas mentiras, acabe siendo devorado
por un lobo de carne y hueso es aquí relativamente incidental. Lo importante es
esto: entre el lobo en la esquina de un bosque y el lobo en la esquina de una
página, hay como un enlace reluciente. Este vínculo, este prisma, es el arte
literario [4].
Pero el mito de
Nabokov está incompleto, pues la mentira del joven solo se convertirá en
ficción el día que nadie se deje engañar por él, el día en que el lobo de la
esquina del bosque ya no será confundido con el lobo de la esquina de la
página. Si la ficción es una mentira, ¿puede a veces mentir y a veces decir la verdad?
¿Sigue teniendo sentido hablar de mentira si esta no es una alternativa a la
verdad? Parece en efecto prácticamente imposible definir las condiciones de una
mentira ficcional, precisamente por esa desconexión a priori que nos priva de
la virtualidad de una confrontación entre el discurso y una referencia que le
sería externa. Digámoslo de entrada, las ficciones no pueden mentir en el
sentido propio del término, es decir, no pueden producir afirmaciones falsas,
porque son de entrada (y abiertamente) afirmaciones fingidas y no pueden
relacionarse con objetos extra textuales. Tal propiedad surge del estatus
ilocutivo de los actos de habla ficticios tal como los define Searle (1975) o
lo que Eco denomina el “privilegio alético” de la ficción (1996: 98). Este
"privilegio" se describe así: es imposible cuestionar una afirmación
ficcional, es una pseudo afirmación cuyo carácter es definitivo, ya que produce
su referente al mismo tiempo que se refiere a él.
En esta
comunicación exploraremos esta característica de la ficción así como ciertos
mecanismos que, sin embargo, permiten engañar al lector, sin recurrir a una
mentira ficcional como tal. El análisis de las denominadas estrategias
literarias "engañosas" nos permitirá hacer algunos comentarios generales
sobre este fenómeno y será ilustrado con un cuento de Borges, apareciendo esta
ficción como un caso límite de "falsa afirmación fingida" o
"mentira ficticia" (si no ficcional [5]) destacando el estado
ilocutivo particular del bluf literario. Pero antes de emprender esta
exploración, debemos precisar qué entendemos por bluf, y las razones por las
que este término nos parece a pesar de todo poder aplicarse ocasionalmente al
discurso ficcional para designar un singular efecto poético.
El bluf
generalmente se define como un acto destinado a engañar a otros, especialmente
en un contexto lúdico en el que se trata de dominar a un oponente
potencialmente superior. Cabe agregar que este engaño no está necesariamente
asociado a una mentira, esta última puede definirse como la evocación
explícita, a través de un acto de habla imaginativo, de un referente
inexistente, aunado a un disimulo de las intenciones engañosas y una ausencia
temporal del referente real. Si imaginamos una situación típica de bluf, como
una partida de póquer, el jugador que deliberadamente trata de engañar a su
oponente no lo hace afirmando abiertamente que tiene cuatro ases cuando solo
tiene un par, sino fingiendo… que tiene en efecto un mejor juego de lo que
realmente es. En este caso, el "tramposo" produce signos índice
(apuesta grande, apariencia de seguridad u ocultamiento de nerviosismo, fingido
contento al recibir nuevas cartas, etc.) que empujan a su oponente a construir
inferencias falsas; pero este error interpretativo no se obtiene mediante
afirmaciones falsas, mentiras abiertas.
En el juego de
cartas está prohibido hacer trampa, pero la astucia, el bluf o el engaño siguen
siendo posibles, e incluso se fomentan: forman parte del juego... Lo mismo
ocurre con la literatura, que ignora la figura de la mentira, pero que nunca
dejó de explorar las infinitas potencialidades de las ficciones engañosas. El
propio Nabokov trazó este paralelismo entre el juego (del ajedrez, en este
caso) y la literatura, enfatizando el papel de las “argucias”, las “ilusiones”
y las “engañifas”…
La astucia en el ajedrez como
en el arte es solo un elemento del juego: es parte de la combinación, de las
deliciosas posibilidades, las ilusiones, las perspectivas del pensamiento, que
pueden ser engañifas, quizás. Creo que una buena combinación siempre debe
contener algún elemento de engaño... la jugada trampa en un problema de
ajedrez, la ilusión de una solución o la magia del prestidigitador: de niño yo
era un poco ilusionista. Me encantaba hacer trucos de magia sencillos
-convertir el agua en vino, ese tipo de cosas- pero creo estar en buena
compañía porque todo el arte es ilusión, como lo es la naturaleza: todo es
ilusión con esta excelente tramposa, del insecto que imita a un hoja a los
gastados incentivos para la procreación de especies... [6].
La metáfora del
juego para describir la relación entre un texto y un lector no carece de
fundamento, como lo atestigua el trabajo de Picard (1984). Eco (1985: 147-150),
probablemente recordando los comentarios de Nabokov, también usa la imagen del
"gambito" para ilustrar cómo un texto puede alentar la producción de
inferencias falsas [7]. Veremos que las narrativas ficcionales, cuando
pretenden empujar a sus lectores a producir interpretaciones que luego son contradichas,
no proceden de manera diferente que el gambito en el ajedrez o el bluf en el
póker, excepto que el bluf en la literatura siempre terminará siendo
desenmascarado, de lo contrario el lector estaría autorizado por el texto a
producir sus inferencias, por arriesgadas que sean [8]. Por el contrario, el
jugador de póquer engañado, si se retira, corre el riesgo de conocer la
frustración de no saber nunca lo que su oponente tenía realmente en la mano, ya
que este último no está obligado a mostrar sus cartas y, por lo tanto, puede
conservar su crédito de confianza. Cuando una obra literaria no muestra sus
cartas, no nos enfrentamos a un bluf o un engaño, sino a una
"indeterminación radical" (cf. Baroni 2002) que produce una apertura
interpretativa, esta es una figura completamente diferente del discurso
literario que no se tratará en estas líneas.
EL ESTATUS
ILOCUTIVO DE LAS PROPUESTAS FICTICIAS
En su análisis
del estatus lógico del discurso, Searle (1975) distingue los actos de habla
ficticios de las afirmaciones examinando su carácter ilocutivo divergente. De
hecho, las afirmaciones se ajustan a reglas semánticas y pragmáticas
específicas, como el compromiso del hablante con la verdad de la proposición
expresada o el hecho de que debe poder proporcionar evidencia o razones válidas
que permitan justificar la verdad de la proposición. En términos generales, si
afirmamos que los estadounidenses pusieron hombres en la luna, podemos suponer
que tal afirmación es cierta, y seguirá siendo cierta hasta que se demuestre lo
contrario. También podemos afirmar a un interlocutor dudoso que si esta
proposición fuera falsa, los soviéticos, que en ese momento tenían medios
efectivos de control y que tenían interés en que la proposición fuera inexacta,
probablemente no se habrían privado de hacerlo saber (Cf. Eco, 1996: 99).
La posibilidad
de poder cuestionar una afirmación, de preguntarse si no es mentira, es la
expresión misma de su carácter ilocutivo específico. Por otro lado, un acto de
habla ficticio como:
Érase una vez un rey y una
reina que se repetían todos los días: “¡Ah! ¡Si tuviéramos un hijo! Pero
todavía no tenían ninguno. Un día cuando la reina estaba en el baño, sucedió
que una rana saltó del agua para acercarse a ella y hablarle (Grimm, 1986: 284)
debe ser
considerada, desde el punto de vista de la intención del hablante, como un
conjunto de pseudo afirmaciones (o afirmaciones fingidas) porque el objeto de
estas proposiciones no puede relacionarse con un universo de referencia externo
al propio acto de habla, sino con el universo ficticio que este discurso
construye al mismo tiempo que se refiere a él, un universo en el que el
hablante no tiene por ejemplo que justificar o probar que las ranas pueden
hablar. Por lo tanto, afirmar que no existe la Sra. Sherlock Holmes porque
Holmes nunca se casó, pero que en cambio decir que hay una Sra. Watson porque
Watson estaba casado, aunque la Sra. Watson murió poco después de su matrimonio
(Searle, 1975: 329) sería una afirmación falsa si se relaciona con personajes
del mundo real, pero sigue siendo correcta si la proposición se refiere al
mundo ficticio (o posible) inventado por Conan Doyle: "debido a que el
autor creó estos personajes ficticios, podemos, de nuestra parte, hacer afirmaciones
verdaderas sobre estos personajes ficticios” (Searle, 1975: 329). Lorenzo
Bonoli resume así el estatuto de esta pretensión enunciativa: "el autor de
un texto ficcional suspende, por tanto, el funcionamiento referencial del
lenguaje, lo que explica por qué la ficción puede hablar de cosas inexistentes
sin presentar un lenguaje formalmente diferente del lenguaje que nos permite
hablar de objetos del mundo real” (2000: 491).
Sin embargo, no
debe concluirse de esta desconexión de la realidad que los textos de ficción
sean necesariamente irrelevantes para nuestro universo de experiencia. Por un
lado, a nivel de las estructuras ideológicas que transmite la narración, una
obra de ficción puede contribuir a renovar nuestra percepción de la sociedad o
de la historia al transmitir referencias indirectas y productivas (Bonoli,
2000: 495-497). Podemos citar, por ejemplo, los trabajos de Zola, Orwell o
Koestler para los que una lectura que no tenga en cuenta esta referencialidad
indirecta con el mundo real sería simplemente aberrante. Koestler también
asumió esta referencia histórica indirecta cuando afirmó en la dedicatoria de
Le Zéro et l'infini que, si los personajes de su libro eran imaginarios, en
cambio, las "circunstancias históricas que determinaron sus acciones son
auténticas" (1945: 7). A este nivel de análisis, si solo tenemos en cuenta
esta referencia indirecta a los excesos burocráticos y totalitarios del régimen
soviético, podemos imaginar que un admirador de Stalin y su obra política
tendría derecho a considerar esta obra de ficción como ideológicamente falsa,
mientras que la mayoría de los lectores contemporáneos la consideran fiel a la
realidad.
Por otro lado,
si adoptamos una perspectiva constructivista, y esta es la posición defendida
por Lorenzo Bonoli, es posible revalorizar el papel cognitivo de la ficción
según “su participación en el proceso de construcción de los objetos de
conocimiento”:
En tal marco, la ficción
puede verse como un medio en el que se definen nuevas formas de ver y entender
la realidad, lo que no quiere decir que la ficción describa el mundo real, sino
simplemente que la ficción ofrece formas, modelos, a través de los cuales es
posible ver y concebir la realidad. (2000: 498)
Volviendo al
“privilegio alético” de la ficción, conviene subrayar, sin embargo, que la autorreferencialidad
de los discursos ficcionales tiene como consecuencia hacer definitivamente
verdadera cualquier forma de afirmación ficticia. Como señala Eco, “la puñalada
de Athos a Mordaunt seguirá siendo una verdad indiscutible mientras exista un
único ejemplar de Veinte años después, e incluso si en el futuro se inventa un
método de postinterpretación-deconstruccionista” (1996: 97). Eco, por lo tanto,
sugiere que este carácter "indiscutible" de la ficción bien puede
explicar el gusto que encontramos en la lectura de novelas, ya que nos dan
"la cómoda sensación de vivir en un mundo donde la noción de la verdad no
puede ser cuestionada, mientras que el mundo real parece mucho" más insidioso”
(1996: 97-98).
Si producir un
discurso ficcional consiste en simular que se están realizando aseveraciones,
aún debe especificarse que esta simulación debe entenderse como “actuar como
si…”, y ello sin pretender engañar al interlocutor [9] (Searle, 1975: 324). Eco
resume la posición de Searle de la siguiente manera:
Searle (1975) mostró cómo las
proposiciones narrativas (artificiales o ficcionales) se presentan con todas
las características de las aseveraciones, excepto que el hablante no se compromete
ni con su verdad ni con su capacidad para probarlas: por tanto, se trata de
aseveraciones, pero de un tipo particular donde el hablante no se compromete a
decir la verdad, pero donde tampoco pretende mentir: simplemente “pretende”
hacer aseveraciones […]. (Eco, 1985: 95)
Sea como fuere,
a diferencia de Searle, Eco no piensa que ese "simular" esté
determinado solo por la intención (explícita o implícita) del hablante, busca
por el contrario los "artificios textuales que manifiestan en términos de
estrategia discursiva esta decisión” (1985: 95). En el ejemplo citado
anteriormente, la fórmula introductoria "hubo en el tiempo..."
funcionaría entonces como un código comparable a la fórmula más clásica
"había una vez..." y alentaría al lector a suspender su incredulidad
en relación a los acontecimientos "maravillosos" que se van a
describir. Se trata aquí de decidir si es necesario o no asignar un valor de
verdad al enunciado poniéndolo en relación con un mundo definido como real, no
estando este tipo de decisión garantizada de entrada sino provisionalmente
"entre paréntesis". (Eco, 1985: 94). Si el comienzo del texto (fuera
del contexto de enunciación [10] ) puede dejar alguna duda sobre el carácter
ficticio del enunciado (después de todo, no se trata precisamente de la fórmula
canónica introductoria del cuento, sino de una variante de este último [11] ),
el uso del pasado simple y la calificación de los personajes como rey y reina
refuerzan gradualmente la probabilidad de una referencia ficticia asimilable al
mundo posible de los cuentos maravillosos (pero podría tratarse también de un
relato histórico un tanto particular) y esta referencia se hace casi cierta
cuando se introduce un animal dotado de habla, lo que sería incoherente si el
texto se encuadrara en el género historiográfico.
Esta hipótesis,
construida durante la lectura es, en este caso, confirmada, ya que es
efectivamente el comienzo de La bella durmiente en la traducción francesa de la
colección de los hermanos Grimm, pero las hipótesis de los lectores no siempre
serán "felices".
COHERENCIA DEL
TEXTO Y EXPECTATIVAS DEL LECTOR
Hemos
establecido, por tanto, que las proposiciones ficticias no deben evaluarse en
función de su verdad o falsedad en relación con el mundo real, aunque pueda
establecerse una relación referencial indirecta con este último. Searle señala,
sin embargo, que una obra de ficción no consiste necesaria e únicamente en
proposiciones ficticias o afirmaciones fingidas. Así, si Holmes y Watson son
personajes inventados, sin embargo evolucionan en un Londres histórico que el
lector es capaz de comparar con el Londres de su universo de referencia y con
la imagen que se ha hecho de él en su enciclopedia; dado el estilo realista del
autor, el lector tiene derecho, por tanto, a advertir las incoherencias en la
descripción de esta ciudad real en la que se desarrollan hechos ficticios. Sin
embargo, como señala Lorenzo Bonoli, esta relación de consistencia no debe
confundirse con una relación de referencia directa:
El texto realista, en su
carácter de ficción real, se encuentra en una posición particular: por un lado,
su carácter ficcional implica una ruptura con la realidad, pero, por otro, su
aspiración realista apunta a reabsorber esta ruptura para poder leerse como
descripción de la realidad. Sin embargo, esta reabsorción no se realizará […] a
nivel referencial, donde el texto realista queda siempre marcado por este
corte. (Bonoli, 2004)
Desde el punto
de vista ontológico, la posibilidad de producir cualquier mundo posible [12]
por medio de un acto de habla ficcional no puede, por tanto, ser cuestionada,
pero su aceptabilidad o verosimilitud debe estar relacionada con un principio
de coherencia ad hoc que debe buscarse en las convenciones específicas a los
géneros literarios. Searle afirma así que no existe un “criterio universal de
coherencia: lo que será coherente en una obra de ciencia ficción no lo será en
una obra de naturalismo” (Searle, 1975: 331). Al resaltar la naturaleza
contractual y genérica de la aceptabilidad de las rupturas entre el mundo
posible y el mundo de referencia del lector, Searle traza un camino para
comprender las estrategias del bluf en la literatura: la obra se considera
coherente si se ajusta a las expectativas relacionadas con las convenciones específicas
de géneros literarios.
El horizonte de
la expectativa genérica, como tradición y norma establecida por el
interdiscurso literario, genera por tanto la virtualidad de una transgresión de
esa norma por parte del autor. En otras palabras, la existencia de expectativas
genéricas entre los lectores proporciona una valiosa ventaja para engañarlos
estratégicamente. Así, Searle imagina una situación narrativa cuanto menos
sorprendente: si encontramos un texto en el que Sherlock Holmes completa un
viaje a un planeta invisible en un microsegundo, "sabremos como mínimo que
esto es incoherente con el corpus de nueve volúmenes originales de las
aventuras de Sherlock Holmes” (Searle, 1975: 331). En este tipo de relatos, la
ficción podría pretender, en sus primeras páginas, apegarse a las normas de la
novela realista (en particular, actualizando la figura del célebre investigador
imaginado por Conan Doyle), para mejor engañarnos más adelante, cuando se
desviaría de ella, esta vez para actualizar los estándares de la novela de
ciencia ficción. Si bien, en la mayoría de los casos, la ruptura se da en
registros menos espectaculares, un número muy elevado de novelas juegan
precisamente con esta articulación entre expectativa genérica, novedad y
sorpresa (cf. Baroni, 2003).
Al resaltar,
desde una perspectiva semiótica, los niveles intensionales y extensionales de
la lectura, Eco define tanto la forma en que los textos fomentan la producción
de ciertas hipótesis interpretativas anticipando el desarrollo posterior del
texto, y como el relato es probable de frustrar después estas expectativas:
Así, el hecho de que el
lector, a nivel de predicciones, plantee un proyecto de un estado de cosas
posible debe ser evaluado a nivel extensional en su coherencia o inconsistencia
con el desarrollo sucesivo de la fábula, en el plano intensional, sin embargo,
puede llevarnos a cuestionar cómo actuó el texto para estimular esta creencia
[…]. (Eco 1985: 240)
En este caso,
podemos hablar de estrategias encaminadas a “engañar” al lector en el caso de
que las previsiones que parecen más probables (es decir, las que parecen
alentadas por el texto, las que parecen más "coherentes" en un primer
lectura) luego resultan ser falsos: “[en el caso de una fábula cerrada] en cada
disyunción de probabilidad, el lector puede aventurar diferentes hipótesis y no
se debe en absoluto excluir que las estructuras discursivas le orienten
maliciosamente hacia aquellas que hay que descartar: pero está claro que habrá
solo una buena hipótesis” (Eco, 1985: 154). Vemos aquí una llamativa homología
con el bluf en el juego de póquer: no es por medio de una mentira (falsa
afirmación), sino por una mezcla compleja de pistas tácitas y ambiguas, que el
texto empuja al lector a construir falsas hipótesis. En el caso del gambito, la
dimensión temporal del engaño también es esencial: la tentación de tomar
inmediatamente la pieza aparentemente sacrificada por el oponente puede
resultar a largo plazo un error de cálculo.
La estrategia
de fanfarronear es particularmente activa en el género policial, estas novelas
juegan un juego de duelista con sus lectores. El juego consiste en proporcionar
al lector todas las pistas necesarias para resolver un rompecabezas, procurando
que sea el propio lector, mediante su esfuerzo por encontrar la solución y mediante
el uso de sus habilidades genéricas o intertextuales, quien llegue a
despreocuparse de las pistas proporcionadas, hasta el punto en que se sorprenderá
con la solución final [13]. Es al menos en estos términos que Saint-Gelais
define el "dispositivo tortuoso" de la novela policiaca:
El dispositivo policial
consiste menos en ocultar la solución que en establecer las condiciones para un
borrado que la lectura, y no el texto solo, realizará. Un artificio tortuoso,
que no se basa, como a veces se pretende, en la falta de inteligencia o
distracción del lector, sino en el propio esfuerzo que este despliega en su
búsqueda de la solución. La ceguera del lector es una ceguera construida por el
lector. (Saint-Gelais 1997: 794)
Así, en uno de
sus cuentos más célebres [14], Borges utiliza precisamente un estereotipo de la
novela policiaca (estereotipo activado en el texto por una alusión explícita a
las investigaciones del Chevalier Dupin [15]) para empujar a su lector a
postular la inmunidad de su detective y la exactitud de sus enrevesadas
hipótesis sobre las, probabilísticas, del comisario. Eventualmente habrá que
revisar todas estas hipótesis interpretativas, porque Lönnrot (y el lector con
él) es víctima de sus deducciones y cae en una trampa fatal tendida por su
enemigo Scharlach (y por el autor argentino). La sorpresa memorable que cierra
esta historia consiste en un asesinato imprevisto, el del detective, situación
incongruente con los códigos del género policial (Todorov insiste, en su
tipología del género policial, en la inmunidad de la que en principio goza el
detective), lo que termina por convencer al lector de que ha sido engañado y
que por lo tanto es necesario revisar las habilidades enciclopédicas que lo
engañaron.
LOS LABERINTOS
DE BORGES
No sorprende
encontrar muchos efectos de "farol literario" en Borges, tan
fascinado estaba este autor por las pretensiones, los espejos y los laberintos,
tanto le gustaba engañar a sus lectores en los infinitos meandros de sus
relatos. En uno de sus cuentos encontramos un caso muy interesante de engaño
literario que a primera vista parece contradecir el "privilegio
alético" de la ficción que acabamos de mencionar: en "La forma de la
espada", un narrador (de nombre Borges) relata su encuentro con un
personaje pintoresco cuyo "tajo resentido" cruza su rostro y cuyo
"nombre real no importa" (1983: 119). Este personaje accede a
regañadientes a contar la historia secreta de su cicatriz con una condición: no
reducir “ni la vergüenza ni las circunstancias infames” (120). Luego comienza
la historia de su existencia durante la Guerra Civil Irlandesa, donde conocemos
su encuentro con un tal John Vincent Moon, un personaje de “cobardía
irremediable” a quien salva una tarde cuando es arrestado por un soldado:
Nos gritó que nos detuviéramos.
Aceleré el paso; mi camarada no me siguió. Me di la vuelta: John Vincent Moon
estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Así que volví sobre
mis pasos, maté al soldado de un golpe, sacudí a Vincent Moon, lo insulté y le
ordené que me siguiera. (Borges, 1983: 122)
Posteriormente,
Moon traiciona al narrador, quien sin embargo lo cuidó y protegió, y este
último, justo antes de ser arrestado, tiene tiempo de golpear al traidor con
una cimitarra, imprimiendo “para siempre en su rostro una media luna de sangre”
(125). Solo entonces comprendemos que el narrador hizo trampa en la atribución
de personas, y que el John Vincent Moon de la historia era uno con él. Este
falso intercambio de roles narrativos se justifica en retrospectiva con estas
palabras finales: Te conté la historia de esta manera para que la escucharas
hasta el final. Denuncié al hombre que me había protegido: soy Vincent Moon.
Ahora desprécieme. (Borges 1983: 125)
A primera
vista, parecería, por tanto, que estamos en presencia de "afirmaciones
falsas fingidas", o bien de proposiciones ficticias que serían propiamente
engañosas. En realidad, el estatuto ilocutivo de los actos de habla asumidos
por un autor ficticio no debe confundirse con el de los actos de habla que se
atribuyen al narrador o a los personajes de la historia: el autor no busca
hacer creer que su historia es cierta [16], se contenta con construir un mundo
ficticio en el que todo es posible; por otra parte, el narrador, que resulta
ser, en este caso, un personaje ficticio, puede pretender producir afirmaciones
reales, y también puede mentirnos mintiendo a su interlocutor ficticio. De
hecho, si bien el discurso ficticio no puede mentir por sí mismo, puede, no
obstante, contar historias en las que la gente miente y en las que puede mentir
contando sus propias historias.
Se trata de
distinguir claramente las narraciones "naturales" en las que "el
hablante asume que la narración es verdadera" (incluso cuando se simulan
dentro de una ficción) de las narraciones artificiales para las que "el
criterio de verdad es irrelevante" (cf. Van Dijk 1976: 309). Estamos aquí
en presencia de una “metalepsis” sumamente compleja (cf. Pier & Schaeffer
2005), porque duplica el plan relato-discurso y la relación aserción/ficción al
inscribir un relato fáctico en el relato ficticio. En este caso, en el cuento
de Borges, el hombre cicatrizado pretende producir un relato veraz de su vida,
y es por tanto esta vida -que solo puede ser considerada "real" en el
mundo posible de la ficción- la que le sirve de referencia a un testigo capaz
de verificar la validez de las afirmaciones. De hecho, la cicatriz es la prueba
"física" de la mentira, que está aquí (y esto no es inocente) por un
problema de posición enunciativa, por la engañosa disociación entre el narrador
y el protagonista: el "él" de Moon está disociado del “yo” del
narrador anónimo, mientras que estas dos personas deberían estar unidas. En el
mundo posible de la ficción que leemos, que confronta a Moon (narrador-segundo)
con Borges (narrador-primero), esta cicatriz puede ser considerada como un
"texto exterior" que permite evaluar la vigencia del relato fáctico
en la historia ficticia. Solo por este artificio en forma de doble
enclavamiento, la afirmación "Yo maté al soldado de un golpe" seguirá
siendo no una verdad indiscutible, sino una mentira indiscutible mientras haya
una copia de las Ficciones de Borges. Es necesaria la presencia de un doble
entrelazamiento, porque si no hubiera un primer narrador que verificara en su
universo de referencia que el segundo narrador había mentido, no podríamos
confrontar la mentira con la realidad, ya que no tenemos acceso a este mundo
posible que se encuentra fuera de la narración.
También llama
la atención que otras proposiciones, asumidas ficticiamente esta vez por el
narrador Borges [17] en el mundo posible 1, podrían interpretarse en un
principio como incoherentes o engañosas pero, al examinarlas más de cerca,
estas “falsas pistas” resultan adquirir una nueva coherencia. Este es el caso,
por ejemplo, de la descripción del "caracortada" como un hombre de
"delgadez enérgica" (119) que contrasta con el retrato que Moon hace
de sí mismo, cuando dice que "daba la impresión desagradable de ser un
invertebrado". (121). La identificación entre los dos personajes parece,
de hecho, fuertemente desalentada por estas pistas textuales: uno podría
entonces sospechar que el narrador-Borges es un narrador poco confiable (o
mentiroso) y el propio Borges-autor podría ser acusado de ser incoherente.
Pero, ¿no deberíamos reinterpretar, en una segunda lectura, este contraste como
el signo de la transformación física y moral que habría operado la culpa
irremediable de Moon? En la misma línea, el relato comienza con la sugerencia de
que el verdadero nombre del protagonista de la cicatriz "no importa"
[18], cuando por el contrario, parece ser de suma importancia, ya que oculta la
clave del engaño identitario sobre el que se construye la trama. Sin duda
podemos detectar en esta pista otra forma de "bluf" literario, pero
aquí nuevamente, la presunción hermenéutica de una profunda coherencia textual
detrás de una aparente incoherencia, nos lleva a construir una nueva hipótesis
interpretativa que nos permite volver de nuestra sorpresa…
En su relato,
Moon insiste en que esta historia de traición pretende ser ejemplar, como la de
Judas y Cristo.
Este hombre asustado me avergonzó
como si yo fuera el cobarde y no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si
todos los hombres lo hicieran. Por tanto, no es injusto que una desobediencia
en un jardín pueda contaminar a la humanidad; por lo tanto, no es injusto que
la crucifixión de un solo judío bastó para salvarla. Schopenhauer puede tener
razón: yo soy un hombre, cualquier hombre es todos los hombres. (Borges 1982:
123)
De hecho, el
desdibujamiento de la identidad y la generalización del caso particular, la
contaminación de lo colectivo por lo singular, parecen constituir precisamente
el horizonte semiótico de este relato, los nombres propios, el de los actores
que cumplen los roles actanciales de la trama, no importan en este contexto.
Ahora bien, es precisamente este proceso de despersonalización virtual lo que
constituye la naturaleza de la referencia indirecta y productiva de la ficción
en relación con nuestro universo de experiencia: esta referencialidad ampliada
es en cierto modo liberada por la ausencia de referencialidad directa que
caracteriza las afirmaciones falsas. Lo que pretende esta “metaficción” es
precisamente exponer de modo paradójico el funcionamiento referencial de la
ficción: la referencia de la ficción pasa por una ejemplaridad, por una posible
generalización de una experiencia singular y ficticia; una experiencia que nos
es ajena y que sin embargo nos concierne, una experiencia que puede enseñarnos,
lectores de Borges, algo sobre nuestra propia vida, o al menos sobre una de sus
potencialidades.
El rodeo que
hace la ficción permite así generalizar el caso particular, hacer de cada
aventura imaginaria una aventura ejemplar. De este modo, tocamos la cuestión de
la relación entre la literatura y la figura retórica de la metonimia. La
literatura nos proporciona, a través de la identificación imaginaria, una
catarsis a través de la cual, por un breve instante, podemos cambiar nuestra
existencia por la de otro, podemos experimentar un punto de vista ajeno,
renovando así, en una experiencia estética, nuestra visión del mundo así como
los juicios éticos y las posiciones ideológicas que lo fundamentan. Vemos así
cómo lo que en un principio podría parecer un simple "bluf"
literario, un engaño dirigido a un efímero efecto sorpresa, puede convertirse,
en una segunda lectura, en una reflexión abismal y laberíntica sobre la
ilocución de estatus y el alcance referencial de ficción.
CONCLUSIÓN
Para concluir
este rápido repaso al bluf en literatura, que hemos definido como una maniobra
de engaño excluyente de la mentira directa por el hecho de que el discurso se
compone de afirmaciones fingidas que no remiten directamente a una realidad
extratextual, debemos señalar dos límites importantes a nuestro enfoque, que no
pretende agotar un tema tan vasto y complejo. Por un lado, si la expectativa de
coherencia, en la que se basa el engaño, depende esencialmente de habilidades
intertextuales articuladas en forma de “escenarios” (cf. Baroni 2005), cabe
precisar, no obstante, que se trata de “patrones retóricos y narrativos que
forman parte de un selecto y restringido bagaje de conocimientos que no todos
los miembros de una determinada cultura poseen” (Eco 1985: 104).
Es por esto que
algunas personas son capaces de reconocer la violación de las reglas de género,
otras de prever el final de una historia, mientras que aún otras, que no
cuentan con escenarios suficientes, se exponen a disfrutar o sufrir sorpresas,
giros o soluciones que el lector sofisticado encontrará bastante banal. (Eco,
1985: 104-105)
Más allá de
este límite ligado a la variación de las habilidades enciclopédicas, sería
igualmente simplista concebir la actualización de un texto en un modo estándar
y estrictamente predecible, porque es obvio que cada experiencia de lectura es
única. Por tanto, es necesario precisar los límites de un análisis poético del bluf
literario: las diferentes lecturas modelo que suponemos inscritas en las obras
no deben confundirse con las múltiples lecturas empíricas, que están sujetas al
principio de variación. Así como el jugador de póker no siempre logra engañar a
su oponente, una sorpresa literaria no siempre funciona y, en caso de que la
estrategia engañosa resulte efectiva a pesar de todo, el texto se ve obligado a
mostrar sus cartas para cerrar su trampa, solo podrá engañar a su lector una
vez. Tal análisis, basado en una “lectura del modelo”, por lo tanto, no excluye
los casos en los que el “farol” falla o funciona de manera imperfecta, pero
coloca tales circunstancias fuera de los límites de su investigación. Por otro
lado, solo podemos observar, a pesar de esta inevitable variación en los
contextos de lectura, la extraordinaria plasticidad del relato literario, que
logra conservar su relevancia semiótica a pesar del carácter inestable de su
identidad.
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NOTAS
[1] Una primera versión de este artículo fue publicada en un número temático de la revista Carnets-de-bords tratando el tema de bluf: Baroni, R. (2003), “Comment bluffer un lecteur de fiction...” Carnets-de-Bord, n° 5, p. 30-36.
[2] Sobre esta cuestión y sobre su actualidad, cf. Schaeffer (1999).
[3] Véase, por ejemplo, las posiciones de Frege (1971) y Russel (1970) en la lógica clásica y el resumen de Lorenzo Bonoli: "La ficción plantea esencialmente tres tipos de problemas a la lógica clásica: un problema de orden ontológico (¿las entidades ficcionales existen?), un problema semántico (¿podemos referirnos a estas entidades?), y, finalmente, un problema epistemológico (¿hay una cuestión cognitiva ligada a la ficción?)” (2000: 487).
[4] Cita de Nabokov, V. (1999), Austen, Dickens, Flaubert, Stevenson, Paris, Editions Stock.
[5] En este texto utilizaremos el término "ficticio" cuando se trate de designar el estatus ontológico de un referente imaginario (mundo, personaje, acontecimiento) y el término "ficticio" cuando se trate de calificar el estatus ilocutivo (en pseudo-asertivo ocurrencia) de cualquier acto de habla (habla, narración, texto, obra, etc.).
[6] Nabokov, V. (1999), Partis pris, Paris, Robert Laffont.
[7] Los títulos de las obras de Umberto Eco -Lector in fabula y Seis paseos por el bosque ficticio- son ciertamente alusiones tortuosas a la fábula de Nabokov sobre el origen de la ficción. Eco escribe, además, en este último texto, que el título latino de lector in fabula "está inspirado en la expresión lupus in fabula ("cuando se habla del lobo...") que se emplea ante la llegada de alguien a quien hablando” (Eco 1996: 7).
[8] Cabe señalar, además, que el autor empírico no tiene derecho a invalidar a posteriori (después de la publicación de la obra) una interpretación coherente de su texto. Su posición en relación con la obra producida no difiere de la de cualquier otro lector (cf. Gervais y Bergeron 2001).
[9] A menos que se haga pasar intencionadamente un texto ficticio por una afirmación real, lo que pondría en entredicho el “pacto de lectura” instituido por el texto.
[10] Sabemos la importancia del "paratexto" en la orientación de los horizontes de expectativa del lector (cf. Genette, 1987)
[11] Uno podría muy bien imaginar, en un contexto conversacional, que el texto continúa en modo asertivo: “hubo en el pasado… mucha más nieve en invierno…”.
[12] Por ejemplo una ciudad de Londres en la que encontraríamos la Torre Eiffel.
[13] Sobre las “incertidumbres estratégicas del discurso literario” y sus vínculos con la curiosidad, el suspenso y la sorpresa, cf. Baroni (2002).
[14] Propongo una lectura “modelo” más completa de La muerte y la brújula en un artículo publicado en la revista Poétique (cf. Baroni, 2003).
[15] “Lönnrot se creía un razonador puro, un Auguste Dupin, pero había en él algo de aventurero e incluso de jugador”. (Borges, 1983: 133)
[16] La colección de Borges no se llamaría Ficciones si pretendiera engañarnos en este punto. Esta no es una autobiografía falsa, sino una autobiografía ficticia.
[17] El narrador debe distinguirse siempre del autor, aunque lleve el mismo apellido y se dirija a un narratario indefinido, porque sus aseveraciones se integran inmediatamente en el mundo posible de la ficción y, por tanto, pueden, en ocasiones, ser realmente falsas dentro de este mundo. Así es como podemos entender esta mise en abyme que encontramos en El libro de arena: “Hoy se ha convertido en una convención afirmar que cualquier cuento fantástico es verdadero; la mía, sin embargo, es verdadera” (Borges 1978: 137). Debe entenderse aquí que si la aserción ha de entenderse en primer grado, es una aserción fingida que describe una aserción ficticia (paradójica o falsa) del narrador pero, en segundo grado, es una verdad "indirecta" enunciada del autor que pretende describir a través de la ficción un fenómeno que él considera real: el hecho de que ninguna lectura de la misma obra sea nunca idéntica dos veces.
[18] En la
versión original: « Su nombre verdadero no importa ».
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