SINOPSIS
Este
abrasador relato centra su temática en la joven Saída, víctima de numerosos
ultrajes que la arrojaron a la prostitución, contrayendo el virus del sida,
antes de emigrar. De vuelta a Marruecos, decide vengarse de todos los que la
mancillaron. Para asesinarlos, esgrime toda una estrategia hábilmente
estudiada.
NOTA
El
registro de este relato es de género negro cuyos códigos son ahora clásicos=
Individuos
malvados mancillando a inocentes e indefensos (aquí una niña, por ser huérfana,
es expuesta a múltiples ultrajes); el lado oscuro del alma humana al desnudo
(codicia, odio, envidia); ambiente tenso de frustración y angustia; lucha por
restablecer valores pisoteados y un suspense con extrema dosis de adrenalina
como finalidad de la trama.
...
1
Hubo
una pausa, terminado el desayuno. El comisario la aprovechó para anclarse en el
sillón, encender un cigarro y aspirar algunas bocanadas de humo, luego esbozó
una sonrisa cómplice y expuso a sus subordinados:
—Señores,
tenemos que obrar con delicadeza para que nadie descubra nuestros planes de
emboscada. La mujer está gravemente contaminada y fácilmente contagiosa.
Nuestra tarea es doble: detenerla e identificar posibles personas infectadas
por ella.
Sacudió
la ceniza en el cenicero, repleto de colillas. Siguió absorto, calando y
expidiendo humo en leves figuras sinuosas. Apuró el petillo y encendió otro
cigarro.
—¿Qué
fuente de información tenemos? —preguntó
un oficial.
—Hace
poco el ministerio de sanidad recibió un fax confidencial de la clínica española
donde estuvo ingresada la mujer, indicando que padece de VIH y que le dieron de
alta tras formular ella misma el deseo de volver al país.
—¿Qué
ciudad?
—Es
de Marrakech, pero tiene a su madre aquí en Casablanca.
—¿Por
qué no la detuvieron inmediatamente al desembarcar?
—Llevamos
acechando su llegada desde que nos alertaron. En el aeropuerto comprobamos ayer
que figuró efectivamente entre los viajeros pero no pudimos detenerla porque su
avión llegó una hora antes de lo previsto. Supimos que fue a ver directamente a
su madre, hacia las 19.00 horas, para saludarla y notificarle que le había
ingresado dinero en su cuenta bancaria. Luego ni rastro de ella. Propagamos de
inmediato un aviso de búsqueda y detención por todas las comisarías. Mantenemos
también vigilados los principales hoteles de las dos ciudades citadas.
—¿Qué
se sabe de su pasado? —inquirió un
inspector.
—Trágico
y tenebroso —masculló el comisario con
una mueca de disgusto—. Su expediente es una verdadera caja de Pandora.
Huérfana y luego apadrinada por un hombre que resultó ser pedófilo. Le practica
a los cinco años la escisión femenina, agravada por las suturas. Abusa luego de
ella durante años, antes de abandonarla a ella y a su madre. A los trece años,
su marido la repudia por encontrarla estéril y, para sobrevivir, se entrega a
la prostitución, antes de emigrar a España, con apenas quince años, donde le
detectan el VIH.
—¿Qué será de ella después del arresto?
—Como
ya les dije, esta mujer entró ahora en la fase terminal de la enfermedad. Ha
vuelto para morir en su casa. Hemos de detenerla discretamente y entregarla a
los de sanidad que se encargarán de internarla en un sanatorio, para el bien de
todos. No olvidemos que es una prostituta y que puede contaminar a varios
inocentes antes de caer en nuestra trampa. Para que les sea fácil
identificarla, voy ahora a proyectar algunas fotos recientes suyas.
Con
gesto mecánico, el comisario apagó las luces, presionó un botón y un haz de luz
se proyectó sobre una pantalla artificial donde apareció de repente la silueta
de una mujer cuya hermosura era sorprendentemente impresionante.
Era
bellísima, de ojos negros y grandes pestañas, pelo largo oscuro y formas del
cuerpo asombrosamente eróticas. Sonriente, llevaba una camisa blanca
transparente donde anidaban unos pechos enhiestos sin sostén, prominentes y con
pezones erectos y provocantes.
—¡Que
me aspen si esta mujer está enferma! —exclamó un agente, incrédulo.
—Es
imposible que esté contaminada una persona que rebasa salud, juventud,
vitalidad y belleza como esta mujer
—murmuró otro, suspicaz.
—Creo
que la foto la hizo antes de ingresar en el hospital. La enfermedad aparece
solo después de varios estragos internos, es decir, mucho después de ser uno
declarado seropositivo. Así que no hemos de dejarnos engañar por las
apariencias.
Volvieron
las luces y el comisario sentenció, concluyendo:
—El
procurador nos dio veinticuatro horas para echarle el guante y ya han pasado
doce. El plazo vence a medianoche.
—Lo
que no entiendo es: ¿Por qué diablos comprar un billete de ida y vuelta cuando
declaró, según su madre, que volvía definitivamente al pueblo?
—Es
un verdadero enigma porque el de la vuelta no especifica ningún destino. ¿Un
subterfugio para despistarnos? —observó un agente.
—Por
eso conviene acorralarla antes de que vuele de nuevo —concluyó el comisario.
2
Simultáneamente
a esta reunión policial, en una clínica privada de la capital, una plantilla de
médicos hablaba de la misma persona.
—En
cuanto la arresten, la traerán aquí
—informó el médico jefe—, hemos
de prepararnos para su ingreso. He dado ya mis instrucciones para llevar a cabo
esta delicadísima operación. Mientras desayunemos esperando su llegada, me
pueden hacer cualquier pregunta que estimen oportuna.
—¿Cuáles
son las etapas de la enfermedad por las que pasó esta paciente, doctor? —inquirió una enfermera, a quemarropa.
El
médico jefe manoseó un voluminoso
expediente, mostrándolo a la plantilla, para dar a entender que lo tenía leído
varias veces. Lo volvió a dejar sobre la
mesa y dijo muy a pesar suyo:
—Casi
todas, desgraciadamente: la infección, la fase de Latencia Clínica o
Asintomática y la fase terminal, el sida.
—¿Cómo
superó la primera fase? —curioseó otro enfermero con voz luctuosa.
—La
etapa en la cual el virus ingresa al organismo puede manifestarse clínicamente,
como saben, un mes tras la entrada del virus. La paciente ingresó en el
hospital tras un mareo que tuvo en un autobús. Le diagnosticaron un cuadro
similar al gripal, con fiebre, ganglios en diferentes partes del cuerpo, una
erupción aguda en la piel, cefalea, artromialgias, linfadenopatías y exantema.
Pero un examen serológico dio a entender que había algo más que la gripe.
»Las lesiones cutáneas presentaron
sintomáticas en forma de un exantema maculo papuloso, eritematoso, enantema de
paladar duro y erosiones y ulceraciones en mucosas oral, esofágica y
anogenital. El diagnóstico de sospecha fue mayor al existir lesiones en mucosas, con la aparición también
de astenia, mialgias, cefaleas, odinofagia y lesiones cutáneas mucosas. Las
fotos de la paciente muestran algunas
lesiones no explícitas en la cara, cuello y región superior del tronco,
con extensión al resto del cuerpo, incluyendo palmas y plantas.
—¿Y
la fase de Latencia Clínica?
—Se
llama así porque el paciente o portador del virus no tiene síntomas, y goza de
"aparente" buena salud. Como lo muestra la foto más reciente de la
paciente. La trascendencia epidemiológica de esta etapa está en que las
personas pueden transmitir el VIH a otras sin saber que lo están haciendo, por
cualquiera de las vías conocidas. Solo pueden llegar a saber que se hallan
infectadas si se realizan voluntariamente una prueba de detección del VIH. En
el expediente de la paciente no se menciona esta fase porque dejó el hospital
tras una mejora y se perdió su rastro.
—¿Y
cómo luchó contra la última fase, doctor?
—tartamudeó otro enfermero.
—De
la misma forma que suele ocurrir en general en este caso. Los virus invaden y
destruyen linfocitos en forma diaria. Esta pérdida progresiva en cantidad y
calidad de las defensas lleva a un agotamiento progresivo del mismo,
contribuyendo a la aparición del Sida, con un pronóstico de vida muy grave.
Esta etapa comienza con un síndrome denominado "Complejo relacionado con
el Sida" donde aparecen diarreas abundantes, pérdida de peso, fiebre
inexplicable y aparición de ganglios palpables en diferentes partes del cuerpo.
—¿Cuántas
enfermedades le diagnosticaron en total?
—20
sobre las 26. Son enfermedades denominadas oportunistas porque no aparecerían
si las defensas estuvieran intactas. El VIH, al dañar las defensas, permite que
determinados gérmenes encuentren "la oportunidad" para desarrollarse,
como la tuberculosis, la neumonía, las lesiones cerebrales por el parásito
toxoplasma y las infecciones producidas por hongos.
—¿Se
sabe cuándo y cómo se le transmitió la infección?
—La
descripción clínica del caso de esta pobre mujer está consignada aquí en este
expediente de veinte páginas, por si quieren informarse.
—Por
favor, doctor, ¿nos puede hacer un resumen?
—Solo
de las primeras páginas donde se habla de su primer y último ingresos en el
hospital. Las siguientes páginas pueden chocar las mentes sensibles por su
macabra descripción de la degeneración que sufrió la paciente. Esta mujer tiene
32 años, es heterosexual, no fumadora, con un alto nivel cultural. Acudió al hospital por un cuadro de malestar
general, como ya dije. Pocos días después le habían aparecido múltiples
lesiones eritematosas, algunas violáceas, redondeadas, no evanescentes, de
bordes netos, con tamaños variables entre 0,6 y 1 cm de diámetro, con escaso
prurito en cara, cuello, hombros y región superior de la espalda.
»En la exploración física, que se hizo más
tarde, se observaron en la vagina
múltiples ulceraciones y erosiones purulentas de 3-4 mm de diámetro, de
bordes netos e irregulares, con tendencia a confluir. En la mucosa labial
superior y dorso de la lengua presentaba varias lesiones erosivas, bien
delimitadas, de 0,5 cm de diámetro. Se palparon numerosas adenopatías
rodaderas, menores de 1 cm, latero y
retro cervicales, axilares e inguinales de forma bilateral, así como
hepatomegalia de 3 cm levemente dolorosa.
»Más tarde le apareció un exantema
maculo-papuloso, eritematoso, generalizado, que afectaba principalmente la
región facial, cuello, tronco y brazos, con lesiones en palmas y plantas y
erosiones en mucosa oral. La biopsia de una de estas lesiones mostraba una
epidermis normal y un discreto infiltrado peri vascular linfo histiocitario en
la dermis papilar. Según el informe, no
se pudo realizar el test de Western blot porque la paciente desapareció sin
dejar rastro.
3
La
mujer cerró los ojos y le bastó estirar la mano para tocar el cuerpo del hombre
que seguía durmiendo junto a ella. Le había telefoneado desde Madrid para que
fuera a recogerla al aeropuerto de Casablanca y llevarla a Marrakech. Era el
mismo funcionario que quince años atrás, le había proporcionado un falso
pasaporte para emigrar a Europa, a cambio de unos ultrajes que ninguna mujer
sensata y normal hubiese aceptado: sodomía con quemaduras a cigarro en las
nalgas y los pechos. La pesadilla duró meses. Y con muchos hombres, amigos
suyos. Pero no tenía otra elección. Prefirió aquella mortificación a quedarse
en otro infierno más inhumano, el de estar en las garras de un cruel proxeneta.
La mancillaron durante meses, luego la abandonaron cuando empezaron a aburrirse.
Ahora se sentía liberada tras haberle inoculado el virus de la muerte durante
toda la noche. Él había insistido en utilizar los preservativos que sacó del
bolsillo, algo desconfiado. Pero ella fue más lista: al manipularlos con
destreza, los sustituyó por otros que previamente había agujereado.
—¡Buenos
días! —bostezó el hombre, despertándose perezosamente y visiblemente feliz de
volver a estar con ella—. Los años no te han marcado, sigues siendo la misma
ninfa, si no fuera por esas manchitas raras que tienes en el cuello.
—Es
una simple alergia —mintió ella—, habré comido algo caducado. ¿Qué le dirás a
tu mujer? —inquirió, para esquivar el
tema.
—Le
dije ayer que teníamos un coloquio en la capital y que no me esperara. Pero
dejémonos de estos detalles. ¿No me ibas a dar dinero? No olvides que mi esposa
está encinta por cuarta vez y que tengo que pagar las deudas del banco y la
pensión de mi primera mujer repudiada con quien tengo cinco hijos. Además
pienso tener más hijos con mi nueva prometida, de apenas 14 años. En islam,
gracias a Dios, tenemos derecho a cuatro
esposas.
—¿Ya
no sacas dinero de los emigrantes? —curioseó la mujer, pensando más en su
contagio y el de su familia que en su bienestar.
—Ya
no podemos estafar a nadie. Hay un control tremendo. Hace tiempo que vienen
subsanando la situación. Muchos funcionarios han ingresado en la cárcel por
trata de blancas y por expedir falsos pasaportes. La queja vino de España.
Intenté mandar en pateras a mis dos mujeres para quedarme con la joven. Pero
fracasó el asunto. Así que pecuniariamente estoy colgado por las pelotas.
—Ve
a preparar el desayuno mientras me ducho. Luego te pago, antes de que me guíes
y vuelvas a casa.
El
aludido se dirigió a la cocina y ella se encerró en el cuarto de baño.
Se
acercó al espejo gigante y contempló el reflejo de su cuerpo desnudo. Observó
sobre todo la parte superior. Había cortado y teñido el pelo de rubio y
adquirido lentes de contacto verdes que le daban el aspecto de una sueca.
Esta
transformación despistaría a posibles rastreadores y sobre todo a los que tenía
en la lista negra, para asesinarlos.
Para
ello, ya había adquirido cinco jeringuillas con cianuro, desechables, de
polipropileno grado médico, con agujas microscópicas y de cerrado hermético y
anti-fugas. Con su tamaño diminuto, cabrían todas en la palma de la mano.
La
dosis letal es de 50 mg. En términos de comparación, con solo 10 gr, se podría
matar aproximadamente a 200 personas.
La
mujer abrió el chorro de agua y empezó a ducharse sin dejar de pensar en su
siguiente víctima.
El
hombre llamó a la puerta, indicándole que el desayuno estaba listo. Un fuerte
olor a café se desprendía de la cocina mientras sonaba el griterío bullicioso
de la cafetera.
4
El
viejo zoco de la ciudad ocre empezaba a ajetrearse.
Los
transeúntes deambulaban a sus anchas, buscando servicios, aventuras y mercancías de su gusto.
La
mujer apresuró el paso y, sintiéndose espiada, juntó sobre el rostro los bordes
de la caperuza de su chilaba, pese a que nada tenía que temer después de su
disfraz de pelirroja. Se adentró en una callejuela sucia y oscura, buscando una
determinada casa, la del proxeneta que la arrojó al infierno de la
prostitución.
Recordó,
mientras caminaba, cómo este la estuvo explotando tras ser repudiada por su
marido y quedarse sin recursos: con crueldad, desprecio y odio, imponiéndole
clientes de ambos sexos que hacían de su cuerpo lo que les dictaba su locura y
embriaguez. El maldito rufián tenía un juego favorito. Enloquecía de placer
observando, sin parar de excitarse, cómo unos la ultrajaban mientras que otros
le ponían una correa en el cuello para arrastrarla hasta sofocarla, como si
fuera una perra rabiosa. Del dinero que cobraba por estas pesadillescas orgías
solo le daba para comprarse dos bocadillos al día.
Se
detuvo delante de una puerta vetusta.
Llamó
varias veces, manipulando la vieja y destartalada aldaba de hierro oxidado. Dio
golpes con los pies.
Iba
a irse cuando, por fin, alguien abrió temerosamente la puerta, asomando la
cabeza y ocultando los ojos con la mano izquierda para esquivar los rayos de
sol de mediodía que invadieron de repente la triste morada. Rondaría los
cuarenta y tantos y su rostro era sucio y escabroso, sin afeitar y con rasgos
marcados de insomnio.
La
mujer se descubrió. El hombre alzó la mirada, asombrado. La miró fijamente.
Abrió los ojos, luego los cerró a medias para escudriñarla mejor. No la
reconoció.
—Soy
yo, Saída. ¿Me recuerdas?
El
hombre abrió la boca como un idiota y tartamudeó, alucinado:
—¡Saíiida!
Imposible. Pero no eras rubia. Ni tan guapa. Sí. Ahora... Saída. Te fuiste a
España. Me dijeron que en poco tiempo hiciste fortuna. Luego, interrumpiéndose
un momento, como si recordara un pasado sombrío, preguntó, desconfiado:
—¿A
qué has venido? —inquirió con una mirada de pedernal.
—No
te asustes. Vengo a ayudarte. Me escapé un día sin dejar rastro. ¿No te
acuerdas? Ahora para compensar esto,
pensé que te debía un poco de dinero.
—Veo
que echas de menos aquellas excitantes experiencias, por muy dolorosas y
humillantes que hayan sido —señaló,
tranquilizado—. Te prometo que las repetiremos. Necesito ese dinero. Sobre todo
ahora que no nos dejan salir de nuestros agujeros. La prostitución de menores
está duramente perseguida —concluyó
malhumorado, uniendo las cejas.
—¿No
me dejas entrar?
—Es
que estoy con un chico…
—No
me importa…
Saída
tenía puesto el pie entre el marco y la puerta y tuvo que entrar de canto por
estar esta estrecha.
La
casucha era tal como la había dejado en el pasado: se abría sobre un miserable
garaje donde el desgraciado chulo comía, dormía y deliraba con el sexo.
El
joven afeminado yacía desnudo en un colchón, a unos palmos más allá de la
entrada. Al ver entrar a la mujer arrastró la sábana para ocultar su cuerpo,
algo intimidado.
La
mujer abrió el bolso y sacó un impresionante fajo de billetes que había
preparado para la ocasión. El proxeneta y su amante se quedaron hipnotizados.
Alargó él la mano para apoderarse del milagroso regalo.
—¡No!
—sentenció ella con jactancia, la mirada vacía y en tono cansino—. Si quieres ganártelo, me tenéis que...
En
vez de terminar la frase, se echó sobre el viejo y destartalado colchón junto
al menor y adquirió una postura obscena irresistible. El hombre, que hacía
tiempo que no tocaba a una mujer, cerró la puerta de golpe y procedió a
embestirla con sus manos gruesas, como en los viejos tiempos, pero sin saber
que esta vez en cambio él era la víctima y ella, su verdugo. Sin poder resistir
más, el niño terminó participando en la orgía.
La
pareja daba asco porque les cantaban la boca y los pies pero Saída tuvo que
soportar. El dinero y el sexo eran solo
una estratagema para engatusar al proxeneta y ganar su confianza, antes de
inyectarle la dosis mortal en la nalga izquierda, estando él en posición del
misionero. Sintió un agudo dolor, pero lo atribuyó a un pellizco libidinoso que
le prodigaba ella.
Un
sentimiento de triunfo la embargó al imaginar la escena siguiente: el niño, al
percatarse de la muerte de su amo, cogería el dinero y desaparecería en la
naturaleza.
5
Media
hora más tarde, Saída salió de aquel inframundo pestilente y, para asesinar a
su padre adoptivo, se dirigió a la plaza Yemaa El Afna donde solía formar
corros para ganarse su pan cotidiano, contando historias inverosímiles.
La
joven sabía qué aspecto tendría ahora el que había ordenado que le practicaran
la escisión. Según acababa de revelarle su madre, el malvado lo había hecho por
un puñado de dólares que le dio un extranjero que filmó la macabra escena para
comercializarla. Recordó con amargura cómo había abusado de ella, poco después,
y cómo las había abandonado, a ella y a su madre, para casarse con una joven
que parecía su hija. Supo más tarde que utilizó también a esta pobre niña para
fines lucrativos, antes de abandonarla a su suerte y esclavizar a otra niña,
mucho más joven, a quien dio un hijo y abandonó después. El niño tendría ahora
menos de 20 años, con oficio de obrero en el pequeño muelle del lago Lala
Takerkouste, un lugar turístico, fuera de la ciudad, muy conocido por su variedad de deportes acuáticos y
pesca.
"Iré luego al muelle a visitar
a mi querido hermanastro”, murmuró irónicamente, pensando en el contagio.
La
Plaza Yemaa el-Fna (que significa Lugar del Juicio Final) es uno de los
principales espacios culturales de Marrakech y un símbolo de la ciudad desde su
fundación en el siglo XI. Presenta una concentración excepcional de tradiciones
culturales populares marroquíes que se expresan a través de la música, la
religión y diversas expresiones artísticas.
Situada
a la entrada de la Medina, esta plaza triangular rodeada de restaurantes, tiendas,
hoteles y edificios públicos, es el escenario cotidiano de actividades
comerciales y de diversiones. Es un lugar de encuentro para los habitantes de
la ciudad, pero también para los forasteros. Durante todo el día, y hasta bien
entrada la noche, se pueden comprar frutos, degustar manjares tradicionales y
encontrar una variedad de servicios tales como dentistas, curanderos, adivinos,
predicadores, tatuadores con alheña y aguadores. También pueden verse y oírse a narradores, poetas, músicos
bereberes, bailarines guenaúa, encantadores de serpientes y jugadores
ambulantes.
La
plaza era idéntica a como la había dejado Saída en el pasado. Un permanente
escenario de un cuento miliunanochesco. Las terrazas en las plantas superiores
estaban abarrotadas de turistas, el mismo bullicio que se iba formando
progresivamente. Aquello parecía un circo universal en el que resultaba muy
difícil caminar sin pararse a cada paso a contemplar algún espectáculo. Se
formaban los primeros corros, se gritaban todo tipo de mensajes por los
predicadores callejeros y los adivinadores del porvenir. Cantaban los ciegos.
Vociferaban vendedores políglotos desde los puestos de los alrededores.
Chiringuitos que surgían de la nada, ventas de zumos, bailarines de toda clase,
puestos de comida por todas partes, venta de baratijas, juegos, camareros
invitando a los transeúntes. Saída se detuvo un momento para contemplar la
aparición súbita de los Guenaúa. Estos maestros de la percusión, con sus
tambores, castañuelas y unos ritmos que llevan al trance, acaparaban la mayor
atención del público de la plaza. Centenares de personas se agolpaban para ver
danzar y dar saltos a este famoso grupo que hacen de las propinas de la gente
su forma de vida. Observó luego grupos de cocineros preparando comida para los
que se sentaban unos al lado de otros, formando una gran familia donde se
disuelven las divergencias políticas, las polémicas religiosas y las
diferencias culturales. En ninguna otra parte del mundo se nota esta simbiosis
multicultural donde todas las nacionalidades se mutan en una: la de unos amigos
que desean que perdure la fiesta.
Acordándose del refrán sobre Granada, Saída entonó:
"quien no ha visto Djema-el-Fná, no ha visto ná".
La
voz ronca de un cuentista, que empezaba a contar en el corro, se elevó en el
aire:
“¡En el nombre de Alá, el Clemente, el
Misericordioso! ¡Alabanza a Alá, el Único, que levantó el Firmamento y extendió
la Tierra, y la oración y la paz sobre nuestro amado Muhammad y sobre su
familia y sus compañeros hasta el Día de los días! ¡Oh, hermanos y hermanas
míos! Acérquense. Vengan a escuchar la espeluznante historia de una mujer que
embrujó a su marido por celos y lo transformó en bestia. O quizás queráis
saberlo todo sobre aquella mujer que dio de comer a su esposo manos y pies de
niños recién inhumados, luego asados, para recuperar su amor y mantener la
fidelidad. O de aquel tenebroso personaje que fue de peregrinación a La Meca
buscando la purificación tras abusar de sus cinco hijas. ¡Y que la voluntad de
Alá se haga! Porque Alá es el más sabio”.
Había
otros corros, otras vociferaciones. Pero el viejo cuentista parecía interesar
más a los oyentes.
Saída
se acercó. Se abrió paso entre la muchedumbre y lo vio.
Había
envejecido de forma lamentable. Apenas podía gesticular y formular sus frases.
Pero las historias que contaba eran tan aterradoras que los oyentes acudían en
grupos nada más verle, para llenarle con monedas la pequeña cesta que disponía
al efecto. Hasta la policía, en vez de disolverle el corro, escuchaba con
interés y asombro.
Saída
manoseó cuidadosamente debajo de la chilaba la jeringuilla. No necesitaba
sacarla. Bastaba con un roce y el pinchazo no fallaría. Ni despertaría
sospechas, dada la edad avanzada del viejo. El estado en que estaba, física y
socialmente, era el mejor castigo que un malvado y cruel individuo podía
recibir. Pero Saída sintió lástima y compasión. En general, al acabar el
cuento, los oyentes tiraban monedas en la cesta del viejo. Ella se separó del
corro y se acercó a él. Le puso un billete en la mano, que él agarró,
agradecido. Apenas sintió el pinchazo letal en la muñeca cuando, de repente,
sus miradas se cruzaron, haciéndose pertinaces.
—Gracias,
hija —siseó con voz cavernosa.
La
mujer se estremeció al pensar que pudo
haberla reconocido.
Retrocedió
instintivamente y se alejó del lugar.
Una
música peculiar la abrumó súbitamente, transportándola a su infancia. Se volvió
para observar la Dakka Marrakechí, muy original y típica de la ciudad: los
músicos aplaudían con las manos abiertas, completamente extendidos los dedos,
haciendo un ruido muy específico, además de usar tambores y gaitas…
Apresuró
el paso, atropellando a los numerosos transeúntes que callejeaban sin rumbo
alguno.
De
repente intuyó que alguien pretendía espiarla. Cambió entonces de rumbo, tomó
un atajo, entró en una tienda de
artesanía y salió precipitadamente por la puerta trasera, encapuchada en otra
chilaba de otro color. Se cruzó después con su perseguidor, quien, en vez de
reconocerla, alzó la vista para mirar a lo lejos y aceleró el paso en dirección
contraria.
Tomó
un taxi y se dirigió al pequeño muelle del lago. Cuando llegó, media hora
después, se acercó al puesto donde le indicaron que trabajaba su hermanastro.
El joven tenía cara redonda, mirada melancólica, orejas pegadas, el cuello
inexistente y la nariz achatada.
Lo
abordó sin protocolo.
—Perdone,
señor. No soy de aquí. Me he extraviado. ¿No podría indicarme un hotel donde
poder descansar?
—Por
supuesto —refunfuñó el rudo individuo,
aturdido por la belleza de su interlocutora, en quien vio a una mujer que
buscaba sexo—. Acabo de perder el monedero —improvisó maliciosa y
descaradamente—, y tengo mucha hambre.
Saída
lo miró a los ojos, captó su intención perversa y dijo con una sonrisa cómplice
y voz candorosa:
—No
se preocupe. Le daré dinero si me complace…
Al joven le brillaron los ojos como ágatas
relucientes al entender que la dama solicitaba placer. Y de pronto la imaginó
en la cama…
—Vale,
vale —indicó con fruición—, conozco un lugar muy discreto y agradable. Venga
conmigo.
La
llevó a la casa de un amigo, por temor a que su novia sospechara algo. Llamó a
la puerta. Salió un barbudo y asqueroso individuo, con blefaritis y
conjuntivitis. Miró largo rato boquiabierto a la mujer. Adivinó luego la razón
de la visita. Entregó las llaves a su amigo y se marchó sin abrir la boca, como
si se sintiera traicionado. La pareja entró y cerró herméticamente la puerta.
Tras
inocularle el virus al joven, Saída salió de aquel húmedo y horrendo tugurio,
tomó un taxi de vuelta al centro y se dirigió directamente a la joyería del que
la había repudiado y humillado cuando apenas tenía trece años.
6
Caminó
a trompicones. Le pareció percibir de nuevo la silueta del hombre que la había
perseguido horas antes. Pasó cerca de ella pero no notó nada sospechoso, debido
a la chilaba, esta vez grisácea, y a la multitud de gente que se interponía.
Llegó
la hora de la oración de la tarde. Las tiendas dejaron de funcionar por un
rato. La mujer se acercó a la joyería y vio por fortuna que su ex marido estaba
allí aún. Su aspecto físico había decaído bastante y aparentaba tener más de
cuarenta años. Pero su silueta permanecía intacta, la de un malicioso y barbudo
faquir en su atuendo tradicional, codicioso e inicuo. Estaba detrás del
mostrador, contando visiblemente sus ganancias y, en vez de ir a la mezquita, se prestaba a engullir
su habitual botella de vino, una suculenta producción judía llamada Mahia,
antes de ir a saciar su pedofilia, como era su costumbre, con algún pobre
mozuelo necesitado buscando cualquier trabajo. Simulaba en público ser un
ferviente creyente pero ella sabía que le importaba un pepino la religión. Su
desprecio por la fe era tal que hasta solía murmurar aleyas cada vez que la
poseía. Recordó que el muy sinvergüenza solo en circunstancias excepcionales
acudía a la mezquita para ostentar proselitismo religioso.
Se
acercó a la tienda que estaba a punto de cerrarse. Se cubrió la cara con la
capucha, aunque sabiendo que el hombre sufría de una fuerte miopía, y entonó
educadamente:
—Buenas
tardes, señor, tengo un anillo para saldar, pero si cierra, volveré más tarde…
—En
absoluto —se apresuró a contestar al
observarla, como si temiera que aquel milagroso angelito, que el diablo le
mandaba, se esfumara—, enséñamelo. ¡Ah!
Veo que lo tiene en el dedo del corazón. La leyenda dice que eso trae felicidad
y atiza la pasión de los amantes.
Le cogió la mano para sacarle el anillo y la
joven notó que aprovechaba descaradamente de la ocasión para acariciarle con
fruición sus finos dedos.
“Lo hace para ver mi reacción —pensó Saída—, el muy vil no sabe que le voy a seguir la
corriente hasta su propia muerte”.
—No
tengo con qué pagarle, soy una pobre divorciada huérfana, si quiere que le sea
sincera…
Al
villano le brillaron los ojos y se le alargaron los colmillos al oír aquella
confidencia. La hermosa divinidad lo invitaba al goce. Humedeció los labios con
su lengua de lobo hambriento y reprimido y masculló electrizado:
—¡Entra
ya! Tengo aquí una habitación climatizada y cómoda —farfulló, nervioso, cediendo el paso a la
joven—, tengo mucho dinero, te obsequiaré con regalos preciosos y raros. Te
daré oro. Me casaré incluso contigo si aceptas mis condiciones.
—Pero
es la hora de la oración. ¿No va usted a rezar?
—aclaró ella, burlona.
—Yo
no fui ni tonto ni pobre en mi juventud. El goce es mi única religión.
El
hombre no sabía lo que decía. Deliraba. Suplicaba. Le besaba las manos. Temía
perderla. Languidecía. Y, orientado por la sonrisa de asentimiento de la joven,
se acercó cautelosamente a las persianas para bajarlas de un tirón. Cerró la
puerta con llave e invitó a su bella presa a pasar al cuarto secreto, aguzando
un momento la vista para escrutarle el rostro de cerca, como si quisiera
reconocer una sombra surgida del pasado. Pero el deseo le ofuscó la vista y no
reconoció a la joven.
—Desnúdate
y ponte a gatas —le ordenó con delirio y mordacidad, arrellanándose en el sofá.
—Vale —concedió ella, situándose detrás de él—.
Pero, dime, ¿no tendrías vino para gozar mejor de nuestros cuerpos? —añadió
cínicamente, recordando sus antiguas moñas.
—¡Por
supuesto! ¡Qué negligente soy! —Se calló un momento, intrigado por la
observación y, sin volverse, agregó—: ¿pero cómo diablos sabes que bebo,
querida? Si para todo el mundo yo soy el más santo de los devotos fanáticos
fundamentalistas del barrio.
—Simple
deducción femenina —mintió ella.
—En
placeres las mujeres sois más sabias que nosotros. ¡El diablo os creó solo para
nuestro deleite! Sí, vale. Verteré vino sobre tu cuerpo para chupármelo. Te
emborracharé primero, aunque las mujeres estáis ebrias de nacimiento. Luego te
sorprenderé con algunas guarrerías que nunca olvidarás. ¡Sé cómo os gusta todo
lo que sale de lo normal!
El
viejo abrió precipitadamente con llave un pequeño armario empotrado del que
sacó una botella de Mahia y dos copas que acomodó sobre la mesa de cristal.
Introdujo el sacacorchos y maniobró para abrir. Momento preciso que aprovechó
Saída para clavarle la jeringuilla en el cuello.
El
cianuro surtió un efecto fulminante. El malvado ni siquiera reaccionó. En su
colapso percutió los recipientes que rodaron tintineando sobre el suelo de
mármol, donde se hicieron estrepitosamente añicos.
—Por
tu ateísmo desvergonzado —brindó Saída,
retirando la aguja, ulcerada por sus blasfemias, pero satisfecha de su
acto—, por lo que nos hiciste a las
mujeres y por lo que te espera en el
infierno.
El
cuerpo flácido del sátiro quedó en una posición grotesca, la boca bien abierta,
de cuyas comisuras manó un nauseabundo espumarajo. “Cualquier maldito y malvado monstruo como tú
se merece esta horrenda muerte”
—masculló la joven, lanzándole
una última mirada de desprecio.
Luego
pasó desnuda por encima del cadáver y se adentró en el espacioso y lujoso
cuarto de baño.
Se
observó reflejada en el espejo: cintura estrecha, piernas largas, senos firmes
y voluminosos, labios voluptuosos. Su pubis mostraba unos oscuros rizos donde
anidaban insaciables obsesiones. Le agradaba depilarse las ingles y las axilas.
Se volvió y observó su espalda. Su trasero mostraba bien dibujados dos hoyitos
a la altura de los riñones. No era cierto que fuera una enferma terminal. Los
médicos españoles habían desproporcionado el diagnóstico. Fue lo que le reveló
una eminente infectóloga en Londres, hacía dos meses:
"Apenas eres seropositiva —le
había declarado, para tranquilizarla, tras realizarle el test de Western Blot—.
Puedes transmitir la enfermedad pero sin que esta se desarrolle de momento en tu cuerpo. Se necesitan en efecto varios
años para que aparezcan en tu cuerpo los síntomas graves. Te voy a recomendar a
alguien, un médico asiático, que no permitirá que llegues a ese estado".
Saída
se lavó concienzudamente, repelida por el cadáver del viejo sátiro y por los
contactos físicos sucios que acababa de soportar.
Con
un lápiz negro perfiló las cejas y con el rímel retocó sus pestañas finas,
luego perfeccionó las comisuras de sus labios con una barra roja y se roció un
poco con el perfume Éxtasis…
Antes
de abandonar la escena del crimen, se llevó todo el oro y los diamantes que
allí había. Una fortuna acumulada durante mucho tiempo. Tenía tres trucos para
franquear la aduana con ese botín sin despertar sospechas. Pensó en ayudar a
mucha gente para que no tuvieran que vivir lo que ella había sufrido. Pensó
también en su tratamiento anti-VIH.
7
El
sol se disponía a ponerse cuando Saída abandonó el restaurante Libzar donde
saboreó un exquisito guiso marrakechí de pescado acompañado de diferentes
verduras y frutos secos y se dirigió al consultorio de su última víctima: el
médico a quien contrató su padre para perjudicarla.
Supuso
que además de las escisiones, el criminal expedía, como muchos de sus colegas,
falsos certificados, diagnósticos manipulados y otros actos ilegales.
Recordó
haber leído algo muy elocuente al respecto. El título decía algo como:
“El doctor Yalal encarcelado por
atender a unas menores solicitando reconstrucción de la virginidad”.
Llegó
al edificio y notó que había luz en el segundo piso.
Se
preguntó un momento si la recibiría a una hora tan tardía.
Y
si no estuviera, lo buscaría por doquier y utilizaría la jeringuilla.
No
obstante se sintió optimista: tenía detalles para deslumbrar y encandelar al
más indiferente de los médicos.
Abrió
el bolso y verificó dos cosas. Presionó el timbre, esperando que la secretaria
no estuviera.
No
se equivocó. El médico en persona le abrió la puerta, haciéndose a un lado para
dejarla pasar. Era alto y enjuto, robusto y con los ojos chispeantes. Frisaba
en los cincuenta años, aunque ella sabía que los superaba.
La
miró primero desconfiado, antes de tenderle la mano. Estaba ante una verdadera
sílfide, una auténtica ninfa. La deseó de inmediato.
—Pase,
señorita —apenas susurró, solícito,
cayéndosele la baba.
Ella
avanzó con sus zapatos de tacón, contoneando el culo, en una actitud de puta
extravagante, consciente de que él la estaba devorando con sus ojos.
—Doctor,
tengo un diminuto lunar en la nalga derecha
—lloriqueó con fingida languidez—
y quisiera saber si es benigno o no…
Cuando
se quitó la chilaba, se bajó los pantalones y las bragas y se inclinó hacia
delante, ocurrió lo que efectivamente había pensado.
El
hombre se acercó al trasero para contrastar el lunar y, al percatarse de que no
había ningún lunar a la vista, pronto se olvidó que era médico e
instintivamente sus manos recorrieron las zonas femeninas más sensibles e
íntimas. Luego, resoplando como una fiera, se desvistió con rapidez y arrastró
a su presa hacia el canapé más cercano. Pero no tuvo tiempo de embestirla ni
sentir la aguja letal hundírsele en el
músculo esternocleidohioideo.
8
Debían
de ser las nueve de la noche cuando Saída optó por tomar una decisión
inteligente pero arriesgada: abordar a su propio perseguidor eterno y proponerle
un compromiso.
“Por
dinero y sexo, un hombre puede hasta vender al diablo su propia alma”, pensó.
Aminoró
la marcha. Oyó pasos discretos a su espalda. Se inmovilizó un momento y esperó.
Entonces una mano férrea le paralizó el brazo:
—No
tengas miedo, Saída. Soy policía pero puedo ayudarte si eres generosa
conmigo —declaró el individuo,
sonriendo en tono cortés, para tranquilizarla.
Ella
lo contempló un momento, asustada e indecisa. Pero se serenó al ver que estaba
bien vestido y mostraba buenos modales.
—¿Generosa? —sondeó con recelo.
—Te
andamos buscando desde que llegaste ayer al aeropuerto —explicó con gravedad, luego añadió al verla
amedrentada—: pero con veinte mil dírhams y un polvo te llevo adonde quieras.
Tú estás en apuros y yo necesito dinero. Tú eres hermosa y yo llevo tiempo sin
mojar.
“Por
fin un hombre sensato e inteligente”, pensó Saída. Él tenía orden de detenerla,
pero al estrecharle la mano y valorarla en cuerpo y bolsillo, aceptó de
inmediato embrollar la persecución policial y ayudarla a desaparecer, a cambio
de dinero y deleite. Este juego nunca falla con los hombres.
—Vale.
Pero solo te pago cuando lleguemos a destino.
El
hombre asintió. Subieron a su coche y salieron rumbo a la residencia, ubicada
fuera de la ciudad, donde él le haría el amor, antes de seguir hacia Casablanca
Algunos
agentes de tráfico los pararon pero resultó que le conocían a él y a ella la
tomaron por su mujer. Se arrellanó en el asiento y cerró los ojos.
Había
cumplido con su venganza, tras contaminar y matar a todos aquellos que habían
destruido su vida injustamente, precipitándola en un infierno del que hasta
ahora no era posible salir. Esbozó una amarga sonrisa de satisfacción al pensar
que sus víctimas contaminarían a su vez ineluctablemente a los suyos.
Abrió
los ojos y miró el reloj. Aún le quedaban dos horas para tomar el vuelo que la
llevaría a un destino conocido solo por ella.
Tras
el vuelo, visitaría directamente al patriarca alquimista asiático que, de
fuentes fidedignas mundiales, detiene el secreto del tratamiento contra el VIH.
Después de algunos años de convalecencia, su pasado parecerá una macabra pero
fugaz pesadilla.
Cuando
llegaron, el policía aparcó el coche junto al portal y ambos entraron en la
casa.
—¿Tienes
hambre, cariño? —curioseó solícito el
oficial.
—Un
poco —musitó ella—. Llegaremos sin
trabas a Casablanca?
—No
te preocupes. Te están buscando solo en los hoteles…
—Me
lo figuraba —corroboró misteriosamente,
luego cuchicheó para sus adentros —: “nadie puede leer mis pensamientos”.
—Te
prepararé algo. Ponte cómoda en el salón.
El
policía se encerró en la cocina y procedió de inmediato a comunicar con el
Talkie-walkie de largo alcance.
—¿Señor
comisario? (…) Soy el oficial Abdelilah Burás, operando en Marrakech. Asistí a
la reunión de esta mañana —apuntó el
policía sin alzar la voz—. (…) Sí. El pez ha picado el anzuelo. Le prometí
ayudarla. (…) No, no sospecha nada. (…) La llevo en mi coche. Llegaremos al
aeropuerto a medianoche, una hora antes de su vuelo. (…) Sí, señor comisario,
así es. Nuestro plazo para detenerla vence con éxito. (…) Hasta pronto, jefe.
El
agente se olvidó de momento de la emboscada y se centró en aquel divino cuerpo
al que haría lo que nunca hubiera imaginado hacer con una mujer. Palpó inquieto el preservativo que llevaba en
el bolsillo.
Dispuso
los bocadillos y las cervezas en la bandeja, abrió la puerta y… Su rostro
sonriente se mutó en un rictus de gran espanto.
Saída
había estado pegada a la rendija de la puerta, aguzando el oído e imprimiendo
en su mente la conversación policial.
Luego
fue solo un instante: el aguijonazo, esta vez con dosis no mortal, atravesó la
yugular del oficial, derribándolo al suelo junto con la bandeja, donde se quedó
inconsciente.
Le
había hecho creer que volaría a la una de la madrugada desde Casablanca, para
que todo el equipo policial que le pisaba los talones se concentrara allí, en
espera de su llegada a medianoche. “El que picó el anzuelo era él”, pensó,
satisfecha.
Se
agachó y le tomó el pulso colocando el dedo índice y del corazón a un lado de su
cuello justo debajo de su mandíbula y contó las pulsaciones durante 60
segundos: no había taquicardia ni bradicardia, tal como lo había supuesto. Sus
ronquidos indicaban que se había sumergido en un profundo sueño para largo
rato, por lo menos dos o tres horas.
Saída
metió el Talkie-walkie en un cubo de agua, cogió el coche del agente y dio
vuelta atrás, rumbo al centro para recoger su equipaje y al aeropuerto de
Marrakech, donde llegó una hora después.
Pasó
al "Check-In" sin problemas. El lugar no estaba concurrido y solo
algunos agentes hacían la ronda. Con su atuendo europeo –llevaba pantalón gris y chaqueta verde-
parecía una sueca. Presentó su pasaporte para facturar el equipaje, subiéndolo
a la balanza de peso. Le entregaron la tarjeta de embarque pero antes de
gestionar los trámites de migración vio cómo dos agentes en uniforme se
acercaban rápidamente a ella.
Sintió
que la sangre se le helaba en las venas y luchó para no desmayarse.
—Señora…
—interpeló el mayor de los dos, llevándose la mano derecha con los dedos
juntos hacia la visera de la gorra—,
siento decirle que ha dejado mal
aparcado su coche a la entrada.
—¡Ah,
sí! Lo siento. Pero no se preocupen. En cuanto salga mi hermana del baño, se lo
llevará —mintió.
—Perfecto,
señora. Que tenga un feliz viaje.
La
mujer selló el pasaporte, salió al sector de embarque y, junto a otros pasajeros, accedió a la
escalera retráctil.
El
avión despegó a medianoche.
FIN
AHMED OUBALI