Relato de una emigrante de
cuarenta años que vive ahora sola y cómodamente en Londres. Narra un acontecimiento singular de
su infancia. El lector debe distinguir entre dos voces opuestas que se
entremezclan, dos perspectivas existenciales: la de una menor secuestrada y la
de una mujer madura y ahora
libre.
…
Mi infancia fue secuestrada.
Tenía trece años cuando viví una de las tragedias más pavorosas para una niña
de esa edad: el psicópata pedófilo que me raptó una noche de verano no vaciló
en intentar violarme antes de proceder a asesinarme…
Por aquel entonces ya habían
desaparecido misteriosamente varias niñas, al salir de clase y emprender el
largo camino de vuelta a casa. Teníamos que recorrer a pie diariamente muchos
kilómetros para llegar al único colegio destartalado y vetusto de la aldea,
contiguo a la placeta del zoco y opuesto a las dos deterioradas tiendas de
comestibles donde nos complacía comprar caramelos y chicles durante el recreo.
La gendarmería concluyó, tras muchas pesquisas infructuosas, que el lunático
operaba durante el día del zoco semanal, donde aprovechaba el ajetreo y la
inatención general para secuestrar a sus víctimas y abusar de ellas. La maestra
nos exhortó solemnemente a evitar entretenernos con extraños y a estar siempre
acompañadas al volver a casa. Recuerdo que a esa edad, siendo yo una niña
frívola, no me lo tomaba tan en serio, pero sí acataba consecuentemente todas
las recomendaciones para evitar lo irreparable: ir al cole con Munir, el hijo
de nuestro vecino, el rico y generoso granjero, a quien mi padre ayudaba en sus
tareas agrícolas y volver los jueves a casa con tío Yalal.
Munir era travieso e indómito pero muy afectuoso conmigo.
Antes de narrar el desenlace
funesto y tétrico de aquel mancillado secuestro, conviene detallar ahora,
después de tantos años, las circunstancias en que todo ocurrió.
El pueblo estaba aislado, sin
ninguna comodidad elemental, con irrisorias casas de adobe y una población
mayormente de ancianos, debido a la masiva emigración y al éxodo rural de los
jóvenes. Vivíamos mi padre y yo en una pobreza y precariedad inhumanas, como la
mayoría de las pocas familias que un malvado destino confinó en aquella lúgubre
e inhóspita región del Rif. Comíamos a menudo en el pesebre del granjero. Pero solíamos aguardar con
desesperación y ahínco el jueves, día del zoco, porque el viejo Yalal, un primo
materno, labrador, nos suministraba de balde huevos y hortalizas, además de las
golosinas que nos traía de Melilla. Solía llegar al mercado con su anticuado y
destartalado furgón para exponer su mercancía, junto a los demás agricultores
que, excepcionalmente ese día, animaban y alegraban la única calle de la
placeta. Tío Yalal había heredado una pequeña finca al otro lado del río donde
plantaba diferentes hortalizas y criaba gallinas y algunas cabras. El pobre
vivía solo y algo trastornado tras perder a su mujer y a sus dos hijos a causa
de una epidemia que asoló la región durante meses. La misma plaga que se llevó
también a mi madre y a mis tres hermanos, por falta de cuidados paliativos ya
que el único centro de salud más cercano
estaba situado a 50 kilómetros de la aldea y los pocos enfermos que lograban
llegar hasta allí lo hacían a lomo de burros, mientras que los demás agonizaban
en el camino. La aldea pasó a ser, tras esas muertes y esos macabros asesinatos
de niños, un pueblo oscuro y siniestro, atestado de incertidumbres y terrores,
donde el destino tenía solo una cara, la de la muerte.
Aquel fatídico día fui con Munir
al cole, como de costumbre. Teníamos planeado no separarnos en nuestro
itinerario y volver siempre juntos a casa por la tarde, con o sin tío Yalal.
Pero durante el recreo, sin embargo, lo perdí de vista y me devané los sesos
intentando averiguar su paradero. Recuerdo que en aquella temporada me parecía
muy preocupado, como si estuviera tramando algo sospechoso. Abandoné el patio y
me dirigí a la tienda para comprar chicle, buscar a Munir y de paso saber si
tío Yalal había vuelto, después de su larga ausencia. Me esforcé en abrir
camino entre la aglomerada muchedumbre cuando de repente lo vi, presidiendo su
puesto de comestibles.
—¡Tío Yalal! —exclamé, alegre, pensando en la cosecha que
nos traía—, no te vimos el pasado jueves, te echamos de menos en casa…
—¡Yasmín!, hija mía, pues sí,
estuve muy enfermo. La edad, ya sabes. Ahora estoy mejor, hamdulah. Esta vez os
traigo mercancía duplicada —explicitó
con una sonrisa de oreja a oreja, luego añadió con énfasis y brillo en los
ojos—: y también la cajita de golosinas habitual. Cuando salgas del cole te
llevo a casa donde dejaré vuestra compra, como de costumbre. Veo que vas
sola, ¿y Munir?
—Últimamente lo noto raro.
Desapareció del recreo y no sé dónde ha ido.
—Con ese loco que anda por allí
suelto, hija mía, mejor que vayas siempre acompañada —sentenció con un rictus de disgusto en la
cara. Hizo una pausa, luego añadió, en tono enigmático—: El almuédano me confió
que la policía sabe quién es, me dijo que se trata de un campesino muy
rico, y
le tienen tendida una tremenda
emboscada. No digas nada a nadie. Bueno, al salir del cole, con, o sin Munir, espérame en el furgón. Me reuniré
con vosotros cuando termine de rezar y recoger mis trastos.
Y así fue. Al salir de clase,
busqué desesperadamente a Munir. Incluso estuve al acecho cuando me metí en el
furgón, estacionado a la salida del zoco. Ni rastro del joven. Momentos
después, llegó tío Yalal, arrancó y salimos en tromba. Abrí entonces la caja de
bombones y al ver tantas delicias, me olvidé por completo del trayecto.
Cuando paró el coche y bajamos,
cuán grande fue mi sorpresa al ver que llagamos a casa de tío Yalal, en vez de
la mía. “Tengo que recoger un saco de patatas para tu padre”, me explicó con
una sonrisa consoladora.
Caminamos hacia una cabaña que distaba mucho de su casa. Su
interior mostraba un tétrico mobiliario, dos cortinas negras con deterioradas
colgaduras que ondeaban ligeramente a la cabeza de una cama desordenada. Todo
allí era vetusto, mohoso y grasiento. Yalal cerró la puerta, antes de
cerciorarse con miradas inquisidoras de que nadie nos había seguido y, acto
seguido, corrió las cortinas y encendió una lámpara.
—¿Y el saco de patatas, tío
Yalal? —pregunté desconfiada y con voz
trémula.
—¡Ven! —ordenó súbitamente en tono cavernoso, arrastrándome con fuerza hacia la cama—. Ya
eres una mujercita con muchos encantos y hoy te toca a ti descubrir por primera
vez las maravillas del sexo.
Aquel cambio brusco en su actitud
me dejó atónita y estuve a punto de desfallecer. En ese momento no tenía ni
idea de lo que tramaba. Su sonrisa sardónica y viciosa me pareció tan horrible
como la muerte misma. Recuerdo que desapareció de su rostro, como por arte de
magia, toda amabilidad y dulzura que eran tan habituales en él. De hombre
devoto y servicial tornó a ser un villano asqueroso. El lunático violador de
niñas. Una sensación intensa de pavor se apoderó de mí cuando me empujó a la
cama.
—¿Has dicho que hoy me toca a mí?
—balbuceé con el corazón
desbocado—, eso quiere decir que las
niñas desaparecidas estuvieron aquí contigo y que tú, las…
Abrí entonces grande la boca,
anonadada por la deducción que saqué.
Le sorprendió mi atrevida
lucidez. Asintió al mismo tiempo con una sonrisa de triunfo.
—¿Por qué matar a niñas
inocentes? —grité, desesperada e intentando liberarme de su
acometimiento—, eres un hombre devoto y
respetado por todos. ¿No temes a Dios?
—No creo que exista. El maldito destino me
despojó de todos mis seres queridos y ahora hasta las mujeres me rehúyen —masculló con rabia y aspereza—, ya
nada tiene sentido ni valor en mi vida. Solo queda la venganza. Y la mía, mi perversión secreta, consiste en gozar y gozar, y matar, para quedar impune.
En aquel entonces no podía
entender con claridad a qué se refería pero sí comprendí lo que me esperaba.
Presa de un terror indescriptible, quise esquivar el irreprimible temor a ser
violada pero me tenía encerrada a cal y canto y, en mi inflamada imaginación de
niña secuestrada, me vi mancillada, estrangulada y enterrada, como lo fueron
mis compañeras. Comprendo ahora cuán estúpida fui al confiar ciegamente en
aquel aterrador pedófilo criminal.
Mientras me arrancaba brutalmente
el uniforme del cole, una blusa azul, para desnudarme, noté, en fracciones de
segundos, varios detalles macabros: en la cabaña no había cripta alguna pero mi
atención se centró en un objeto sobre el entarimado, en un ángulo, apenas
visible, acariciado por la tenue luz de la lámpara. Mi mirada procesó netamente
una chancla blanca que reconocí de inmediato: era de mi vecina y compañera de
clase, Saída, desaparecida tres semanas antes. Vislumbré que el entarimado
había sido removido, debido a minúsculas protuberancias de barro y distinguí
también algunas manchas que parecían ser sangre coagulada. Aquella escena me
produjo un nudo atroz en el estómago y mi cabeza empezó a dar vueltas, no solo
porque el hombre me estaba entonces arrancando el sostén y las bragas para
estrujar mi intimidad sino también por lo que revelaban esas manchas. ¡Saída
enterrada debajo de ese barro! También los desgraciados cuerpos violados de mis
otras compañeras. Aquellas escenas adquirieron en mi imaginación proporciones dementes. Las
caricias sicalípticas y los exaltados jadeos de la bestia interrumpieron mi
ensimismamiento y volví a la realidad para defenderme, sin lograrlo. Mi corazón
seguía latiendo más aprisa. Parecía explotar en mi pecho. Empecé a sofocar.
Supliqué, lloriqueé, prometí no delatarle, concedí cosas. De nada me sirvió. La
bestia estaba decidida a llegar a su propósito. Me percaté entonces de otro
macabro hecho: las malogradas estaban todas enterradas muy cerquita de donde yo
me hallaba. ¡Mi turno era inminente!
Aún recuerdo cómo su demente y
ardiente mirada recorría con fruición mi cuerpo desnudo de niña, rehén en sus
garras, y cómo sus ojos saltones de chiflado se fijaban en mi temblorosa
entrepierna. Me aterró adivinar el
impetuoso y vil deseo que lo excitaba. Cubrí la cara con mis manos y mantuve
juntas mis piernas firmemente inmovilizadas.
Acercó entonces su asqueroso
rostro al mío, lo estregó violentamente contra mi cuello y mi pecho y su
pestilente aliento me revolvió las tripas, mientras que sus execrables manos me
estrujaban los pezones y se deslizaban por mis muslos, hacia mi intimidad.
Intenté liberarme dando puñetazos y coces, prorrumpí de nuevo en llantos quedos
e intermitentes, en gritos, sofocados por sus garras de salvaje animal. De nada
me sirvió. Mi alma de niña indefensa se quebró de espanto cuando pasó a
acariciar mi pecho, antes de introducir en mi boca su asqueroso pulgar y
obligarme a chuparlo. Aproveché ese momento y le hinqué los dientes con tanta
fuerza que profirió un alarido de bestia herida, echándose atrás, instante que
aproveché para escapar. Logré llegar a la puerta y girar el pomo para salir.
Estaba cerrada. Me volví y entonces vi aterrorizada que esgrimía ahora una
navaja automática, contrayendo y dilatando las pupilas. Me arrastró de nuevo a
la cama, donde me cortó de sopetón mis trenzas doradas que arrojó en dirección
de la chancla de Saída, sin dejar de farfullar lo que pretendía hacerme. Exhaló
un profundo jadeo mientras me constreñía el pubis y su rictus me dio a entender
la tragedia que me aguardaba. Grité palabras de socorro, susurré algunas
aleyas... De nada sirvió. Siguió amenazándome con la navaja al mismo tiempo que
procedía a violarme. Volví a debatirme como una fiera, presa de rabia y
desesperación… Aborrecí con desprecio aquella ultrajante y cobarde agresión.
Entonces la punta del cuchillo me desgarró ligeramente la ingle al intentar él
separarme las piernas. Sentí una profunda pinzada de dolor. Al ver cómo lamía
mi herida con excitación, me sumergí en un pesado sopor mientras que su cuerpo
satánico se abatía sobre mí, para embestirme.
Perdí el conocimiento.
Oí más tarde unas furtivas pisadas que atribuí a
una probable alucinación.
Presté el oído de nuevo e intuí que no era un imaginario sonido sino
un ruido real de un gozne que chirria mientras que un haz de luz pasaba
culebreando por la hoja de la ventana y una sombra fugaz e indefinida se
dibujaba en el alféizar. Al mismo tiempo, alguien forzaba la puerta, la echó
abajo e irrumpieron en la estancia Munir y dos gendarmes armados, quienes
inmovilizaron al psicópata. Luego entraron
otros agentes para inspeccionar el lugar y desenterrar a los cadáveres,
siguiendo mi indicación.
—Te busqué al salir de clase y un
compañero me informó que tío Yalal te llevaba a casa —explicó el joven, abrazándome, emocionado—.
Pero al llegar yo a casa, encontré a tu padre preguntando por ti. Alertamos entonces a la policía y aquí me tienes.
—Oh, Munir, mi campeón, te debo la vida —exclamé, sollozando felizmente.
Ya de
vuelta a casa y sentados a gusto en el asiento trasero del coche
policial:
—¿Nada grave, Yasmín? —tartamudeó
angustiado el chico, pasándome el brazo por el hombro, en señal de
consuelo—, ya sabes a qué me refiero.
—No te preocupes, sigo virgen…
Pero dime, querido bandido angelito
salvador: ¿sigue vigente tu
descabellada petición matrimonial
para cuando seamos adultos?
En vez de contestar, me besó
tiernamente. Recuerdo que me ruboricé como un tomate porque aquel era mi primer
beso, mi primer amor.
En cuanto al agente que nos
acompañaba a casa, recuerdo también cómo nos espiaba por el
retrovisor, sin poder reprimir una sonrisa cómplice de admiración y
solidaridad.
Le costaba creer, ahora que me lo
pienso, que unos niños inocentes pudieran ser protagonistas de una tragedia de
tales dimensiones y que a esa edad
estuvieran locamente enamorados.
FIN.
AHMED OUBALI