Memoria y olvido en Juan Goytisolo

 

 

RESEÑA

 Telón de boca, de Juan Goytisolo

Por Ahmed Oubali

 



Sinopsis

El libro, a simple vista, parece ser una autobiografía ficcional, pero muy pronto uno se percata de que es una ficción autobiográfica.

Los personajes se reducen a tres: una mujer, ausente y evocada vagamente sin nombrar; su viudo; y el doble de este, representado por un demiurgo, a la vez Mefisto y Dios.

El lector avezado adivinará que la mujer evocada es la difunta esposa y que el viudo es el autor o narrador.

Ya viejo, y sintiendo acercarse la muerte, el narrador examina, con lucidez y sin digresiones, las principales etapas de su vida pasada, recordadas en forma de una representación teatral, con una despedida final, al caer el telón, anunciando la muerte inminente del autor.

                                                   

Argumento

El libro arranca con la situación de viudez del narrador que rememora a su difunta esposa, la escritora judía francesa Monique Lange (fallecida en 1996), los momentos felices compartidos, el acuerdo tácito de disponer libremente de su vida sexual, la separación y luego la muerte. La narración no es lineal, al utilizar el autor las figuras de analepsis y prolepsis que permiten viajar de la vejez a la infancia, y vice versa. Desterrar el pasado se convierte en fuente de indagación sobre la experiencia que el narrador hace del tiempo y de su existencia en proceso de obsolescencia, todo orquestado por la muerte de los seres queridos y la implacable destrucción de las cosas. Temática principal de las 38 secuencias del libro expuestas en 5 breves capítulos. Paralelamente, el narrador entabla un discurso con su obra anterior poniendo en tela de juicio varios temas, tachando, por ejemplo, la fe y la mística, de ser elucubraciones humanas.

 

Estructura narrativa

Los personajes ocupan cuatro niveles textuales interconectados: el del relato, asumido por el narrador; el literario, encarnado por los autores citados; el memorial, representado por la mujer evocada; y el escatológico, escenificado por un diálogo con Dios.

El narrador recuerda pues su pasado, pero al hacerlo, se centra en el enfrentamiento crudo que opone la memoria al olvido. La primera opera de forma selectiva, destacando hechos dolorosos, familiares y sociales; el segundo, maniobra de forma amnésica, tejiendo imágenes inconscientes o hechos voluntariamente reprimidos por el autor. La referencia a Tolstoi, que aparece en el epígrafe, es primordial porque ilustra precisamente la doble metáfora que estructura el libro: por una parte, el cardo aplastado simboliza la resistencia a la destrucción perpetua del ser y de las cosas, y por otra, las montañas inaccesibles, invitan a la libertad y fortalecen el instinto de seguir adelante. La narración está en tercera persona, pero atravesada por un monólogo con varias secuencias polifónicas como lo muestra, por ejemplo, la interlocución en que se ven involucrados el narrador, su obra, Dios y varios autores clásicos.

 

Abordaré ahora brevemente este tema de la muerte, metaforizado por el título del libro, en su relación sinecdótica con tres conceptos principales que son la memoria, el olvido y la  fe.

 

Además de Tolstoi, el narrador cita a muchos escritores, teólogos, músicos y filósofos, con quienes entabla un diálogo intertextual para legitimar su discurso sobre el olvido, la muerte, el ateísmo y la perdición del hombre.  En busca del tiempo perdido, Marcel Proust habla de la pugna que se libran la memoria y el olvido a la hora de recordar cosas y afirma que este adultera a aquella con múltiples sensaciones ajenas que la desfiguran e invalidan, afirmación que retoma Goytisolo al evocar la muerte de sus seres queridos y ver que dicho recuerdo se diluye y difumina en hechos inesperados y en contextos generales que lo subsumen y sustentan: “La casa olía a muerte: a la suya y a la de los demás” (p. 9); “volvió a ver jardines muertos, muros en ruina, troncos acribillados. Nada quedaba por preservar, ni siquiera el recuerdo” (p. 12).

Al evocar al adulto que fue, el narrador observa también que otras sensaciones e imágenes irrumpen en su mente, como, por ejemplo, su vida en París y en Marrakech. Estas evocaciones selectivas, cuando no se dilatan y expanden, se vuelven lacónicas al reducirlas el olvido a una frase, una imagen, una elipsis. El olvido, voluntario o no, es pues otra metáfora de la muerte, responsable, en definitiva, de la diseminación de la propia identidad del narrador: “No había continuidad alguna entre su pasado de niño, joven y adulto y el cuerpo cansino al que se acomodaba a regañadientes. Su nombre y apellidos apenas le identificaban. Él ya no era él, o lo era superficialmente” (p. 13).  

El olvido, agravado ahora por la vejez, no solo altera los recuerdos, sino que degrada y anula también de forma devastadora la fe y la mística:   

 

            “Sus próximos parecían desconcertados por el cambio y su inesperado arrimo a aquellas expresiones —¿bellas y engañosas?— de espiritualidad” (p. 15); la muerte de sus familiares “desvaneció las ilusiones de sus fervientes lecturas [...] y los sueños se habían trocado en pesadilla” (Ídem).

 

Incluso el mundo, antes ordenado, aparece ahora absurdo y sin sentido alguno:

 

           “El pasado se reducía a una colección de imágenes grisáceas, desesperadamente fijas. Como si un proyector de diapositivas las reprodujera en una pantalla, más esfuminadas e irreales conforme se perdían en el tiempo” (p. 17).

 

Como se ve, el discurso místico anterior del autor es ahora abandonado explícitamente en Telón de boca que pone claramente en tela de juicio cualquier trascendencia, tachando de fantasías inútiles las cuestiones metafísicas y escatológicas. En el libro todos los temas son neurálgicos. Evocaré solo algunos ejemplos del tema en el que se entabla un exacerbado diálogo ilustrado por el desdoblamiento de la voz discursiva, la del narrador y la de Dios quien, para gran asombro de todos, desacredita sus propios atributos divinos que le reconocen los hombres, tachándolos de “ilusos engaños de que se alimenta la humanidad”:

 

            “¿Piensas que puede existir –dice Dios al narrador-  una sociedad de las que llamáis modernas o posmodernas sin alguna forma de creencia irracional y fantástica? Los pueblos, vuestros rebaños, no lo soportarían [...]. Sois una colonia de insectos en la que cada uno tira por su lado y busca el provecho inmediato a costa de los demás. La igualdad fraterna en la que algunos sueñan no pasa de quimera. Sólo tenéis una certeza, pero no queréis mirarla a la cara: es la igualdad de los muertos y, al morir, no serás tú quien la vea” (p. 26).

 

 Comparando al narrador con Tolstoi, el demiurgo declara:

 

          “Ya sé que no crees en mí [...]. Lo que digo reza para ti y tu admirado Tolstoi, aunque él no perdió su fe campesina del todo y me diluyó en una especie de entidad genérica y a fin de cuentas blanda” (p. 40).

 

            “No hay grandes diferencias entre tú y yo. Aunque fuiste engendrado por una gotica de esperma y a mí me fabricaron a golpe de especulación y concilio los dos tenemos lo primordial en común: la inexistencia. Somos quimeras o espectros soñados por algo ajeno, llámalo azar, contingencia o capricho. Tú naciste muerto y perteneces ya al reino de las sombras. Yo fui inventado a lo largo de milenios de querellas bizantinas y dejaré de existir el día en que el último de tus semejantes cese de creer en mí. Cada uno de mis atributos o propiedades imaginarios fueron causa de disputas, enmiendas, precisiones, luchas mortíferas. Quienes me convierten en la Suprema Bondad se ven abrumados de inmediato con el problema de la inclemencia y brutalidad de este mundo” (P. 41).

 

          “La historia –sigue diciendo Dios al narrador– es el reino de la mentira. Desde que inventasteis el alfabeto y os adiestrasteis en el manejo de la escritura, descubristeis al punto la trapacería del palimpsesto, la redacción de códices justificativos de mitos y leyendas fundacionales, de mandamientos dictados por divinidades de las que sois a la vez sus creadores y sus víctimas [...]. El letrista que te escribió lo hizo a sabiendas de que no existías” (p. 46).

 

 

Conclusión

Cuando acabé de leer el libro y al memorizar los párrafos más relevantes de esta cruda e impresionante confesión pesimista del descontento, me pregunté: ¿qué mensaje guardar del libro?

Este mundo absurdo no es un lugar agradable ni satisfactorio.

Para soportarlo, solo conviene acomodarnos estoica y placenteramente al presente, pues

 

                 “[...] todo convergía y se agotaba en el presente [...], este último y precioso don  había que aferrarse a él, y después, el después ya no existía” (p. 30).

 

Creo que, en Telón de boca, Goytisolo nos quiere recordar la verdadera función de la literatura: la de cumplir el programa de restauración proustiana del Ser, abocado está a perderse en el olvido, pero que la ficción, pasando por el filtro de la literatura, rescata del pasado, esquivando la propia muerte, para regalarnos la eternidad, prueba de ello la presencia imponente y tan apreciada del autor entre nosotros, pese a su desaparición física.

Solo la literatura tiene ese poder mágico de transformar la realidad en ficción y esta, en realidad, aboliendo la frontera entre utopía y realismo, entre el sueño y la vigilia.  

     

REFERENCIA. 

Goytisolo, Juan, Telón de boca, editorial El Aleph, 2003, versión ebook.

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