ERA
la primera mañana de septiembre, pura y resplandeciente. La cálida luminosidad
se derramaba sobre la nueva localidad turística de Berrechid. La temperatura
rondaba los veintipocos grados y el aire estaba impregnado de una frescura
inhabitual. Por ser un viernes, la gente se preparaba tempranamente para la
oración mayor colectiva del mediodía. Un día especial también para visitar a
los familiares y los enfermos, recordar a los muertos y ayudar a los
necesitados.
Una
mujer aparcó su Mercedes todoterreno, color gris claro, cerca del hospital
estatal, se apeó y tomó un largo sendero que serpenteaba por la exuberante
vegetación del parque público, en dirección al cementerio. Aida Benyúsuf
aparentaba menos de cuarenta años y su silueta recordaba la de una hermosa y
deslumbrante modelo de alta costura. Vestía un traje azul de verano, un blazer
y una falda ajustados y, para la ocasión, un velo le ocultaba el oscuro y
ondulado cabello. Era morena, de piernas largas, una boca de labios perfectos,
cintura estrecha y caderas suavemente redondeadas. Lucía zapatos verdes de
tacón y su aspecto general sugería honradez, nobleza y respeto.
En
el portal del cementerio, por donde salían y entraban los visitantes, un
agitado grupo de mendigos, niños y adultos, salmodiaban algunas aleyas del
Corán y, al ver a la mujer acercarse, se precipitaron hacia ella, como moscas
atraídas por la luz ultravioleta. Distribuyó generosas limosnas, como en otras
ocasiones, y continuó su decidida caminata hasta encontrar dos tumbas, una
pequeña, la de su hijo Kamal, de ocho años, muerto ahogado en la playa el
pasado fin de junio, y otra grande, la de su madre, fallecida recientemente. Se
arrodilló ante ambas lápidas con forma redonda y suplicó a Dios, pidiendo
misericordia, por las almas de sus dos únicos seres queridos. Algunos pájaros,
que trinaban ruidosamente alrededor, cesaron su canto y emprendieron el vuelo,
en señal de respeto a la mujer afligida. Aida murmuró una larga y fervorosa
oración, interrumpida por algunos sollozos. El cementerio es el lugar
metafórico más implacable e inexorable de la muerte que acecha por doquier, destruyendo
vidas ciegamente y sin reparo alguno, la prueba concreta y desbaratadora de que
cada ser es una ficción, dada la absurda brevedad de su vida. Por eso a Aida no
le importaba la muerte como tal, puesto que formaba parte de la vida en tanto
como ciclo natural inexorable. Lo que sí le dolía y revolvía las tripas era ver
morir a niños inocentes y sobre todo en circunstancias trágicas. Niños sin
hogar ni comida. Niños víctimas de todo tipo de maldades y vejaciones. ¡Cómo
puede un Ser supremo permitir semejante injusticia! Era absurdo.
Un
repentino sonido estridente como el batir de unas alas diminutas la sacó de su
ensimismamiento. No, no era un pájaro. La vibración provenía de su bolso. Era
su móvil, un grueso Alcatel. Lo sacó, levantó la tapa para ver la pantalla e
identificar la llamada entrante: no había número. Contacto desconocido. Atendió
la llamada, diciendo en árabe: "¿quién es?". Ninguna voz al otro lado
de la línea. Ninguna respiración. Entonces colgó, adivinando quién llamaba de
esa forma. Era su exmarido, Abdenúr Mesrar. La primera vez que llamó
identificándose, fue poco después del funeral del niño, para responsabilizarla
de su muerte. ¿Qué pretendía ahora? ¿Amargarle la vida después de que ella lo
denunciara por violencia de género? De pronto acudieron a su mente imágenes
atropelladas de su pasado tenebroso con ese individuo, imágenes desfilando a
cámara lenta y en desorden.
Lo
había conocido ocho años atrás, en una discoteca cerca de la Puerta del Sol,
mientras él buscaba ayuda para evitar que lo expulsaran del país. La historia
banal del inmigrante clandestino cazapapeles y cazadotes. De estos que llegan a
España muertos de hambre y asco, conocen a una mujer rica y creen haber
encontrado a la gallina de los huevos de oro. Ella había superado con agallas
esa dura etapa, su época de vacas flacas, pero lo hizo de otra forma, sudando
la gota gorda, acumulando bastante hiel en su corazón, venciendo penas,
amargura y desabrimiento. Se asimiló luego a la población y efectuó trabajos
decentes y honestos. Se graduó finalmente en empresariales y, tras invertir sus
pequeños ahorros en las máquinas tragaperras, alcanzó una posición social
envidiable. Aprendió a ser pragmática y perfeccionista hasta la exageración,
pero sin ser engreída de sí misma ni receptiva a las lisonjas. Supo asir las
mejores ocasiones, luchando en aras de un futuro glorioso. Y tuvo suerte y
éxito. Al principio ayudó al joven a ser un perfecto gentleman. Le enseñó las
buenas maneras, a vestir pulcramente y expresarse como un hombre de mundo. Terminó
agradando a los amigos con su rostro afable y reflexivo, su amplia frente que
denotaba gran inteligencia. Se casaron por amor. Pero poco después de nacer el
niño, la relación empezó a flaquear y ocurrió lo que habitualmente provoca una
mente enferma. Dejó primero el trabajo para dedicarse a holgazanear, arguyendo
tener una mujer adinerada. A Aida se le cayó el alma a los pies al descubrir
que él se había transformado paulatinamente en una sanguijuela, decidida a
chuparle la sangre. Empezó a frecuentar bares y prostíbulos, a empinar
tempranamente el codo para llegar tarde a casa, apestando a alcohol, antes de
cambiar por completo de comportamiento: radicalizarse y condenar la cultura y
la civilización del país anfitrión, España, país que le había dado techo,
trabajo y comida. Esa era su forma de escurrir el bulto. No daba abasto. Luego
su físico cambió como por arte de magia; del chico afable que fue pasó a
adquirir la fisionomía de un verdadero psicópata: mandíbula prominente,
hendiduras en las sienes, nariz de toro, frente retraída, cejas espesas unidas
y labios gruesos. Sus ojos relampagueaban sin cesar, su mirada tornó
a ser esquiva y su temperamento, dominante y autoritario.
Una
lóbrega noche, como las que solo ocurren en las películas de terror, volvía de
la mezquita, furioso, con una espantosa expresión de odio dominando sus rasgos
y se armó la de San Quintín: decretó que ella tenía que cambiar de
comportamiento, cortar sus relaciones sociales con los europeos infieles,
llevar el velo y dar instrucción exclusivamente coránica al niño. En caso
contrario, él se casaría con otras mujeres, sin repudiarla a ella, y se
llevaría al niño al pueblo. Aida era consciente de que la línea que separaba la
cordura y la locura ya no existía para él. Sabía que discutir era como caminar
en la cuerda floja sobre un precipicio y para salvar el matrimonio, por el bien
de su hijo, pensó en agarrar al toro por los cuernos y evitar elegir entre
Escila y Caribdis. Inspiró hondo e intentó bajarle los humos, mostrándole que
podrían encontrar un compromiso, una sensata dirección a tomar. De nada le
sirvió. Él alzó súbitamente el brazo
y, con ojeriza desmesurada, lo lanzó hacia delante, descargando un golpe seco y
fulminante en su mejilla. Se oyó un crujido como cuando se rompe un hueso. Aida
cayó al suelo, semiinconsciente, mientras que en su rostro aparecía una hinchazón,
estropeándole el ojo izquierdo. Aprovechando su corta ausencia en la cocina,
donde probablemente fue a buscar un cuchillo para degollarla, Aida se incorporó
penosamente, envarada y atribulada y logró escapar, saliendo a la calle,
ataviada en su pijama. Terminó refugiándose a desgana en un hotelucho de
tercera categoría donde rogó al recepcionista que avisara a la policía y
llamara a un médico, antes de zozobrar en un shock anafiláctico. Poco después
Aida obtuvo el divorcio y la custodia del niño y Abdenúr fue condenado a dos
años de prisión por violencia de género y luego a cuatro, por delito de incitación
al odio. Aquel matrimonio había puesto su vida patas arriba. Pero esa etapa
tenebrosa de su vida era ahora agua pasada. Se volvió a casar a principios de
junio y todo parecía salir a pedir de boca, hasta que él apareció bruscamente,
como si surgiera de una macabra pesadilla, pidiendo ver al niño. Le concedió la
visita por toda una tarde. Pocos días después, mientras su marido estaba en
Marrakech por negocios, ella y el niño fueron a Sidi Rahal a tomar un baño de
sol. La playa estaba muy concurrida y en un momento de descuido, el niño había
desaparecido, engullido por las olas. Un lacerante escalofrío le recorrió la
médula espinal al pensar que él pudiese haber estado detrás de ese naufragio.
Descartó no obstante la idea, por ser tan monstruosa. En agosto pasado fallecía
su madre, al resbalar por las escaleras. ¿Coincidencias? Fuera como fuese, la
reaparición de su exmarido era malévola.
Una
voz pronunciando su nombre la hizo volver al presente. Era su amiga Sundus
Benani, que conoció hacía poco en su farmacia. Aida agitó una mano en señal de
saludo y la observó acercándose. Rondaba los treinta y cinco años, era alta,
delgada, nariz respingona, no muy hermosa, pero sí guapa y llena de
sensualidad. Tenía el pelo rubio y largo, cubierto por un velo, y los ojos garzos
e intensos. Vestía una blusa verde oliva donde anidaban unos senos generosos.
Su pantalón se ceñía fuertemente a la altura de sus caderas anchas, haciendo
destacar unas nalgas incitadoras.
—¡Sundus!
¡Vaya sorpresa!
—¡Hola,
Aida! ¿Qué tal?
—Pues
aquí, visitando a mis queridos muertos.
—Los
míos están en Marrakech. Vivo en Casablanca con mi madre y aquí solo tengo a mi
farmacia, como sabes. Y los viernes suelo acudir a dar limosna a los
necesitados. Algunos te persiguen como una jauría de tiburones hambrientos,
pero no importa, se merecen esta ayuda.
Al
salir del cementerio, se quitaron el velo y siguieron comentando cosas. De
pronto las abordó una anciana, proponiendo vaticinarles el futuro. Era una
obesa de cabello ralo y negro despeinado, ojos castaños saltones y fríos,
gruesa nariz y boca redonda por ser desdentada:
—¡Soy
Naila Brahim, la vidente más sabia del país! —declaró solemne y teatralmente,
luego añadió, alzando la cabeza y mirando encima del hombro, como si temiera
que fuerzas malignas la escucharan—: también soy médium.
Las
dos mujeres, sorprendidas e hipnotizadas por la mirada fija y dominante de la
anciana, se miraron sin comprender.
—Perdone
—apuntó Sundus—, no sabía que hubiera una
diferencia entre vidente y médium.
—Una
diferencia enorme, querida señorita —aclaró
con orgullo—: una vidente solo es capaz de conocer el pasado de una persona y
ver su futuro para mejorar el presente. En cambio, una médium, además de ser
vidente, está dotada de facultades paranormales especiales que le permiten
entrar en contacto directo con los muertos y los espíritus.
Un
estremecimiento recorrió el cuerpo de Aida. Sintió una fuerte punzada en el
pecho al pensar que podría comunicar con su hijo Kamal. Esperó unos segundos y
declaró, con repulsa:
—No,
gracias, no me interesa.
—Pero
a mí sí que me ha picado la curiosidad. Quiero probar. Por lo menos saber el
futuro.
—Tengo
la tienda de consulta muy cerca, si quieren acompañarme.
Aida
asintió a regañadientes y momentos después ella y su amiga se inclinaron para
entrar en una pequeña tienda de campaña familiar y se sentaron en la alfombra
en postura del diamante, alrededor de una mesa, siguiendo las instrucciones de
la anciana.
—Para
prevenir maleficios —expuso—, yo recibo el poder directamente de nuestro señor
el profeta Sulaimán a quien Dios Todopoderoso dio la capacidad de hablar con
animales y genios y de poseer una sabiduría total. —Hizo una pausa y observó a Sundus—: deme su fecha
de nacimiento y deje que le coja las manos para interpretar los flujos
energéticos de su cuerpo y mente —murmuró algunas aleyas, los ojos cerrados,
luego añadió—: soltera, hija única, tres hermanos casados, buena situación
económica, futuro resplandeciente. —Abrió luego los
ojos y concluyó—: la felicito, una mujer sin problemas. Y ahora le toca a usted
—prosiguió, dirigiéndose a Aida.
—¡Oh!
No, yo, de veras, no quiero.
—Venga.
Es solo un momento.
Desprevenida, Aida vio presas sus manos en las
de la anciana quien, los ojos cerrados de nuevo, murmuró:
—Fuerte
personalidad, huérfana, casada dos veces... un pasado tormentoso... un niño...
Sí, veo que a usted le hicieron mucho daño.
Se
calló bruscamente y liberó las manos de Aida, como si soltara una barra de
hierro candente. El silencio que siguió era tan absoluto que se podía oír el
zumbido de las moscas al volar alrededor
de la abertura de la tienda. Las dos mujeres tenían la vista clavada en la
anciana, esperando que hablara.
—Hija
mía —sentenció al final—, intuyo que
alguien intenta hacerte mucho daño. Ignoro quien es, lo que sé con certeza es
que es muy peligroso. Necesito otra sesión para descubrir más.
Aida
se levantó, sobresaltada y pálida, apoyándose en el brazo de Sundus. Pagaron a
la vieja y salieron sin más.
—No
lo tomes en serio, mujer —aconsejó Sundus, mientras caminaban por el parque, en
dirección al centro—. Al fin y al cabo, todos tenemos enemigos. Lo que urge
hacer es evitarlos y si molestan, denunciarlos a la policía, ¿no es verdad?
—Tienes
razón, querida... —Se interrumpió y señaló con la mano—: mira, la calle donde
aparqué está cubierta con esteras y tapetes para la oración del mediodía. La
gente, por no encontrar sitio en la mezquita, reza en la calle. Lo que quiere
decir también que no dispondré de mi coche hasta después de la oración.
—Lo
mismo te digo. Todas las calles colindantes a la mezquita estarán bloqueadas.
Mira, allí enfrente hay un salón de té con terraza, podemos tomar algo fresco mientras
dure la oración.
—Buena
idea. Lo necesito, después de esa
malograda premonición.
Cruzaron
la calle y entraron a la terraza de la cafetería donde se acomodaron y pidieron
dos zumos de naranja.
Poco
después de llegar el camarero con los pedidos, el móvil de Aida empezó a
vibrar. Lo sacó del bolso y miró la pantalla. Era su marido. Desplegó la
antena, pulsó un botón y contestó:
—Hola, cariño. Sí, ya he visitado el
cementerio y ahora estoy con una amiga en el café La Tulipe, enfrente de Correos. ¿Qué? Vale, dentro de media hora. —Colgó
y, viendo que su amiga observaba el móvil, comentó—: es enorme ¿verdad? Parece
un Talky Walky. Bueno, yo lo utilizo para la empresa.
—Sé
que es la primera generación de móviles que nos llega al país —comentó Sundus—. Yo pienso comprarme un Nokia
sin antena y con posibilidad de mandar varios mensajes. Son muy prácticos, en
efecto. Bien, tengo que dejarte, ya que viene tu marido y yo no quiero
molestar.
—No
me molestas en absoluto. Él y el contable han ido esta mañana a Casablanca a
entregar los pedidos de clientes.
—Según
me dijiste, vives aquí.
—Sí.
Tengo alquilado un apartamento en la residencia Les Orangers, desde que me casé. Pero tengo en construcción un
pequeño chalet en Sidi Rahal.
—Y
estás por algún negocio, claro.
—Sí.
Dirijo un taller de confección textil en el nuevo polígono industrial.
Fabricamos una amplia variedad de artículos, ropa de vestir y para trabajo,
tapicería, jeans, toldos…
—¡Enhorabuena!
¿Todo esto lo diriges tú sola?
—¡Qué
va! Somos cuatro directivos. Yo me ocupo de la administración general y mi
marido lleva el servicio de las ventas y compras; la secretaria se encarga de
la publicidad y comunicación y el contable, de las finanzas. Un poquitín más
complicado que regentar una farmacia, ¿no?
—En
efecto, yo no tengo tanta responsabilidad.
—¿Alguna
relación seria?
—No.
Me quedé algo frustrada desde que tuve una agresión sexual en la universidad.
—¡Cuánto
lo siento!
—No
es para tanto. Hasta me dio lástima el agresor. Yo llevaba entonces una bomba
lacrimógena y le bañé los ojos de laca y lo dejé ciego y con el rabo entre las
piernas.
—Te
felicito por ello. Se lo merecía. Por cierto, ya que los temas vienen a
colación —concedió, guiñándole un ojo—, nuestro contable está soltero por si
quieres "echarle el guante", metafóricamente hablando, claro. Él me
había cortejado antes, pero cuando supo que estaba casada me felicitó y me mostró
mucho respeto.
—¿Cómo
es él?
Aida
no contestó porque en ese momento su atención se centró en dos hombres que
cruzaban la calle en dirección de la terraza.
—Mira,
allí viene mi marido, llevando un paquete envuelto en papel amarillo. El hombre
alto que lo acompaña es nuestro contable.
Sundus
observó a ambos hombres acercarse. El esposo, Samir El Hakim, representaba por
excelencia la imagen del empresario aburguesado y adinerado, con una
personalidad fuerte. Vestía un traje gris oscuro de raya. Llevaba el pelo
cortado al rape, estilo Telly Savalas, tez morena, ojos vivarachos, nariz
aguileña, dientes tan blancos y relucientes como su camisa. El contable, Farid
Benmusa, era un hombre de complexión robusta, rostro afable, ojos marrones
pensativos, pelo negro repeinado, sonrisa contagiosa y llena de magnetismo, muy
pulcro con su apariencia: lucía un traje de sastre diplomático en acorde con su
profesión. Como Samir, él parecía tener también ese raro sexto sentido
orientado a manejar los tejes y manejes de los negocios.
Las
dos amigas se levantaron al llegar ellos y Aida hizo las presentaciones de
rigor, antes de volver a sentarse.
Tras
presentarse con deferencia al esposo de Aida, Sundus sondeó con sus ojos garzos
los marrones del contable. Él hizo lo mismo. Se hizo un silencio incómodo.
Luego él la obsequió con una sonrisa afable, pero empalagosa, extendiéndole la
mano que ella estrechó con fruición. Advirtió los dedos largos y finos, la
muñeca delgada y el interés evidente que había en su apretón.
—Encantada
—dijo, sonriendo con gentileza, tardando
en soltar su mano.
—El
placer es todo mío —replicó él con una
sonrisa felina, la voz suave y atractiva.
Sundus
inspiró hondo antes de fijar los ojos en los de Aida. Su mirada despidió un
fugaz brillo de complicidad al captar el imperceptible guiño que esta le hizo.
Al marido le escapó esta discreta y corta parafernalia porque estaba
chasqueando los dedos en dirección del camarero. Este acudió de inmediato
mostrando buenas maneras y trato cortés y ambos hombres pidieron también zumo
de naranja.
Samir
sacó un Marlboro, dando unos golpecitos en el paquete, se lo llevó a los
labios, lo encendió, dio una calada y rio como un niño, expulsando el humo.
—Bueno —sondeó,
mirando a su esposa con una misteriosa sonrisa en los labios—, a que no
adivinas qué contiene este paquete regalo que te traigo.
—Ni
idea, me tienes en ascuas. ¿Qué es, cariño? —preguntó, ansiosa, el entrecejo fruncido.
Se
movieron todos en sus sillas, cambiando de postura e inspirando hondo. Cuando
desanudó el paquete y levantó la tapa, se quedaron todos boquiabiertos y con unos
ojos como platos: era un flamante reloj de pared circular con péndulo,
fabricado con metal y madera, con protección frontal en vidrio.
—¡Qué
maravilla de reloj! Gracias —exclamó la
esposa, dándole un beso.
—Vale
una fortuna. Me lo vendió el famoso anticuario Mulay Ali, en Derb Guelaf.
—¡Enhorabuena!
—indicó Sundus—. Es muy original.
En
ese momento sonaron los estridentes y ensordecedores altavoces de varias
mezquitas, llamando a la oración y las calles se llenaron repentinamente de
multitudes de gente para el rezo.
* * *
La
residencia privada Les Orangers,
rodeada de bellos jardines y de césped de color verde brillante, puntuado con
árboles, constaba de ocho edificios de tres plantas con ascensor, algunas con
doble fachada, provistas de terrazas con cristaleras dando a una enorme piscina
ovalada en el centro, bordeada de ladrillos y losetas. Se accedía a la mansión
por dos entradas: el portal principal, con cámara de seguridad y un guardia y
las dos puertas basculantes del garaje subterráneo, situado en la parte
posterior, al abrigo de las miradas indiscretas.
Aida
y su marido tomaron el ascensor y subieron al tercer piso. Les abrió la criada,
Latifa Belgad, una despampanante joven de 16 años, alta, pelirroja, divorciada,
pecho voluminoso y labios carnosos, algo desgarbada, mirada perversa y
dominante que contrastaba con su aspecto de una muchacha sumisa y humilde.
—La
comida está servida en la terraza, señora —apuntó, satisfecha, luego añadió—: aún no son
las cinco, pero ¿puedo retirarme, señora?
—Sí.
Latifa, puedes irte. Veo que la casa reluce de limpieza y orden. Ven mañana a
las 10 y no a las 9. Iremos de compra al zoco semanal.
Apenas
se hubo marchado la sirvienta, Samir desempaquetó el reloj y buscó un sitio
idóneo para colgarlo. Pensó en el corredor, donde haría juego con los cuadros y
los espejos. Pero este formaba un hall independiente oculto al comedor y a las
demás habitaciones, y Aida quería que quedara ampliamente expuesto. Por eso le indicó
un punto en el salón moderno, a la altura del
ala izquierda de la biblioteca, a pocos centímetros encima del tocadiscos
automático que había comprado en Madrid. El aparato contenía una lista
heterogénea impresionante de las mejores canciones clásicas románticas. No
llevaba ranura para monedas. Bastaba con seleccionar un nombre y pulsar un
botón. Aida presionó uno y la voz lírica e inmortal de Rita Hayworth resonó en
la estancia, interpretando "Amado
mío". Mientras escuchaba, daba un vistazo por las habitaciones. Estas
estaban todas decoradas con muebles caros y delicados. El salón moderno con
sillones color gris azulado y el tradicional, con mtarbas color amarillo y
violeta, ambos con alfombras persas, vitrinas con rebuscada porcelana y lienzos
de naturaleza muerta, presidiendo la estancia. El comedor quedaba opuesto a
ambos salones, abriendo paso a la cocina. Consistía en una gran mesa de cristal
transparente, un mueble a medida donde estaba empotrada la televisión y una
lacena para bar. El dormitorio y las dos habitaciones para invitados eran cuadrados,
de paredes blancas y con finas alfombras verdes de tejido sintético, cubriendo
el suelo.
Momentos
después, marido y esposa se desnudaron y entraron al cuarto de baño. Al mismo
tiempo que dejaba correr el agua de la ducha, él le acarició su pubis afeitado,
suave y tierno, sin dejar de observar su cuerpo esbelto, su pecho turgente y
rechoncho y su vientre liso y firme. Se besaron voluptuosamente como dos
enamorados y sus lenguas se abrieron paso en sus bocas, saboreando el aroma
salado de sus labios.
—Llevo
una eternidad en el dique seco por tu regla, nena —le susurró al oído, resollando.
—Esta
noche, mi amor... —murmuró ella, excitada,
devolviéndole los besos.
Cuando
hubieron terminado de ducharse, se pusieron sus respectivas batas y pasaron a
la amplia terraza, saliendo por el dormitorio. Admiraron primero el lejano y
doble paisaje, rural al oeste y urbano al este. Luego observaron la piscina.
Allá abajo, los rayos cálidos del sol se reflejaban en las aguas cristalinas y
centelleantes donde nadaban varias personas. Muchas familias seguían
disfrutando de la tarde, instaladas cómodamente debajo de los parasoles.
Soplaba una leve brisa que algunos gorriones aprovecharon para iniciar su
flirteo en pleno vuelo. En medio de la mesa había un enorme tayín o recipiente
de cerámica con tapa de forma cónica. A ambos lados, los cubiertos estaban
colocados junto a los platos según el decálogo de los modales en la mesa que
Aida había enseñado a la criada: a la derecha, la cuchara y el cuchillo, con el
filo mirando hacia el plato, y el tenedor a la izquierda, con las puntas hacia
arriba. Los cubiertos de postre, en la parte superior del plato. El mantel y
las servilletas bien limpias. Y no se
debía olvidar, por supuesto, servir la comida por la izquierda del comensal y
retirar los platos por la derecha.
—Voy
a ver qué sorpresa nos ha preparado hoy mi amada esposa —sondeó, levantando la tapa del tayín y, al
ver el contenido, soltó un "uaaaw" de admiración.
Eran
muslos de pollo con almendras y limón, cocidos con aceite de oliva y bañados en
la salsa Ras Alhanut.
—¡Dios mío! ¡Qué bien huele! ¿Cuántas especias
contiene?
—Cilantro,
cúrcuma, jengibre, pimentón, canela en rama, nuez moscada, cardamomo, comino, además
del ajo, cebolla, perejil y frutos secos.
—Cada
día preparas un plato nuevo, querida, además de la ética asombrosa con que
llevas la casa. Eres una artista con gustos sibaritas y yo soy el marido más
afortunado del mundo.
Ella
le sonrió, complacida, guiñándole un ojo:
—Son
veinte años de vida en España, tesoro.
Y, sin más comentarios, comenzaron a comer
tranquila y cómodamente.
Cuando
terminaron, pasaron al salón a tomar café, escuchar música andalusí y comentar
asuntos laborales.
—¿Bueno,
qué tal tu viaje por Casablanca?
—Fructífero,
Aida. Nos han triplicado los pedidos y tenemos posibilidad de exportar nuestros
productos a África, además de España.
—¡Qué
buena noticia! —exclamó ella, dándole un beso—. Esto nos va a deparar pingües
ganancias. Tenemos que ampliar nuestros locales y la plantilla del personal
obrero.
—Así
es, encanto. Lunes convocaremos una reunión en el taller para estudiar el
proyecto.
—Estupendo.
¿Y las obras del chalet?
—He
pagado al capataz la mensualidad de los obreros. Faltan solo los acabados.
Calculo que nos mudaremos a finales del mes.
En
ese momento sonó el móvil de Aida. Miró la pantalla. Llamada privada. Sin
número. Mueca de desagrado y profundo asco en su rostro. Hizo ademán de
guardarlo sin contestar, pero Samir se lo arrebató, desfigurado por la ira, y
vociferó:
—Miserable,
sinvergüenza, cobarde de mierda, acosando a una mujer inocente, y casada —gritaba el esposo, al borde de la
consternación—. Daré aviso a la policía mañana mismo.
Y
colgó, soltando unas obscenas pullas que resonaron en toda la vivienda.
Aida
se echó en sus brazos, sollozando, abatida.
Sonó
entonces el teléfono fijo. Era Farid. Pedía una partida de dominó. Samir
aceptó. Colgó, cambió de ropa y salió, dejando sola a Aida.
"Una siesta reparadora me vendría
bien", se dijo la mujer. Se reclinó en el sofá, estirando las piernas, y
cerró los ojos.
Como no lograba dormir, se puso a rebobinar
los acontecimientos del día. Mientras lo hacía, le pareció oír la voz de un
niño pidiendo socorro:
"¿Mamá,
dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?", repetía la frase como en una
letanía.
Aida abrió los ojos para decidir si aquello
era producto de su propia imaginación o si era real.
"¿Mamá, dónde estás? ¿Por qué me has
abandonado?", decía el niño.
No, no era un sueño. Pero ¿de dónde provenía
la voz? ¿Del pasillo? ¿De la cocina o del balcón? No podía saberlo. Parecía que
emanaba de todas las paredes. Pensó un instante en el fantasma de su hijo
muerto y aquello le provocó un dolor agudo en el pecho, con taquicardia y
parestesia. Y una sensación de ahogo y de sequedad en la boca se apoderó de
ella. Se levantó, azorada, intuyendo que algo pavoroso se avecinaba, el rostro
reflejando un desmesurado terror, como si estuviera a punto de caer en las
llamas del mismo infierno. De su frente bajaba ahora un sudor frío. Reprimió un
espantoso alarido. Retrocedió hacia el dormitorio, buscó el móvil y con manos
temblorosas llamó a su marido. Este llegó poco después, tiempo que le pareció a
ella una eternidad.
—¿Aida,
qué ha ocurrido? ¡Pero si estás cadavérica! —se quejó, cariacontecido.
—Cariño,
pensarás que estoy loca, pero he oído a un niño pidiendo socorro —repuso, agotada—. Parecía la voz de mi hijo.
—Tranquilízate,
mujer. Voy a aclarar esto ahora mismo.
Con
una acuciante curiosidad, Samir empezó a inspeccionar toda la casa, cada
habitación. Entró a la cocina y de allí salió al balcón, luego volvió al salón.
Nada. Salió al rellano y vio que todo estaba desierto. Miró por la escalera de
incendios. Ni un alma entraba o salía. El único ruido que se oía era el tic tac
del péndulo que hacía sonar las nueve, el lejano croar de las ranas y el
zumbido de los insectos.
Volvió
a tomarla en sus brazos y a calmarla.
—Todo
se explica, mi vida. Has pensado en lo que has hecho hoy en el cementerio, con
la médium y luego esas llamadas de mierda de tu ex. Tenías metido todo esto
entre ceja y ceja y tu imaginación te ha jugado una mala pasada. Así que
quítate esa ridícula idea de que tienes un brote psicótico.
—Samir,
qué hubiera sido de mí sin tu apoyo. Doy gracias a Dios por tenerte a mi lado.
La tomó de nuevo en sus brazos y besó con
ternura sus labios sensuales y perfilados. El beso le provocó un chispazo en todo
el cuerpo, sus piernas flaquearon y se dejó caer en sus brazos. Él la llevó en
volandas a la cama donde se desnudaron apresuradamente. Le arrancó sus finas braguitas
bikini, color fucsia y de suave encaje, pellizcando las nalgas y luego el
clítoris, y sus sexos se acoplaron en un armonioso y frenético movimiento.
Hicieron el amor con cariño y luego con furia, toda la noche, hasta que la
supuesta e imaginada llamada del niño fantasma se borró por completo y se
perdió en el olvido. Luego durmieron como unas felices marmotas.
DOS.
Al
día siguiente, hacía un tiempo fresco y despejado. Latifa llegó a la hora
convenida y Samir le abrió la puerta.
—Aida
ha ido a hacer footing muy temprano. Está por llegar. Prepara el desayuno
mientras yo me ducho.
—Sí,
señor —asintió la criada, muy
circunspecta.
Ya
en la cocina, puso el agua a hervir y echó unas cucharadas de café molido en el
fondo de la cafetera. Café solo para el señor. Té con hierba buena para la
señora. Al terminar la preparación, puso la cafetera y la tetera en una bandeja
con dos tazas y un cuenco con terrones de azúcar, además de los zumos y la
fruta, y lo llevó todo a la terraza. Luego fue a hacer la cama. Olfateó el aire como un perro sabueso que
busca el rastro de la presa y su sexto sentido le indicó que anoche hubo sexo
pesado. Quitó las sábanas y las fundas usadas de las almohadas, las puso en el
cesto de ropa sucia y puso unas limpias. Luego lo llevó todo al cuarto de
lavado situado en el lado opuesto a la terraza. Pero antes de hacer la colada,
y cerciorándose de que Samir seguía duchándose, sacó del cesto unas braguitas
color fucsia y unos calzoncillos negros y actuó de la forma más extravagante:
oleó ambas prendas, murmurando algunas oraciones, y luego, tras pincharlas tres
veces con una aguja de metal, las guardó en el bolso, para usarlas con fines
maléficos. El segundo paso consistía en el contacto de su mano con la de Samir.
Se acercó al cuarto de baño y preguntó con petulancia, esperanzada:
—¿Necesita
el señor alguna servilleta limpia?
—No.
Pero tráeme el albornoz, por favor —pidió
él, tras vacilar, cerrando la ducha.
La
suerte le sonreía. Momento idóneo para actuar. Deslizó rápidamente la mano por
la entrepierna y se frotó la parte íntima, antes de llevarle el albornoz:
cuando él cogió la prenda, ocultando su desnudez, su mano rozó la de ella y
quedó impregnada de unas diminutas partículas, el vello público y el flujo
vaginal. El tercer paso, el más importante, consistía en llevarse otro objeto más,
para lanzar el hechizo que haría del marido el esclavo sexual más sumiso del
mundo.
En
ese momento llamaba Aida a la puerta y ella fue a abrirle.
—¡Uf!
Estoy rendida —exclamó, saludando a la
criada y al marido que salía en ese momento del dormitorio, ya vestido para
salir.
—Rendida,
pero tienes buena cara, encanto. ¿Qué tal la caminata?
—Bien.
Pero en un momento dado, cuando aminoré la marcha en el parque, advertí que un
hombre me seguía disimuladamente. No pude verle la cara porque llevaba una
capucha que le cubría la cabeza. Pero muy pronto lo perdí de vista al echarme a
correr con todas mis fuerzas.
—Has
hecho bien. Dúchate y desayunamos.
—No
me esperes, cariño, que el café se te va a enfriar. Oye, ¡qué guapo y bien
vestido vas! ¡Pantalón beige con camisa verde claro y mocasines marrones! Yo,
como voy al mercado, me pondré otro chándal Nike, limpio.
—Cualquier
ropa te favorece y te sienta bien, mi gran dama —decretó él, dándole un beso, antes de pasar a
la terraza a desayunar.
El
mercado semanal se celebra al aire libre y, además de las compras, ofrece la
posibilidad de pasear y descubrir novedades turísticas a través de los
múltiples laberintos de las callejuelas, soleadas o cubiertos con cañizo para
dar sombra.
Aida
y su sirvienta enfilaron la calle de los puestos de fruta, legumbres, granos,
huevos, carne y volatería. Compraron un poco de todo y acabaron deteniéndose
ante un puesto de venta de alheña en hojas. Aida llevaba tiempo deseando
tatuarse los pies y aquel descubrimiento la llenó de alegría.
Compró
y pagó y, al ver que las dos cestas de compra pesaban más de la cuenta, pidió a
Latifa que buscara a un porteador para llevar la compra hasta el coche. Esta se
alejó y ella también alzó la mirada, intentando encontrar a uno.
Vio
entonces a un niño que la miraba insistentemente, al otro lado de la acera.
Tenía el rostro impasible. Alto, delgado, guapo, cejas bien perfiladas, ojos
oscuros, nariz recta y la barbilla delicada, con ese hoyuelo tan característico
como el que tenía su hijo Kamal. Parpadeó, perpleja, y de pronto sintió que el
suelo desaparecía bajo sus pies. Estaba
viendo la imagen viva de su hijo, su doble. Allí estaba, cerca de ella. En
esa túnica blanca. Como un ángel caído. Movía los labios como si quisiera
reprenderla o pedirle algo imposible. Con el alboroto del zoco, los gritos de
los vendedores, los timbrazos de bicicletas, las carcajadas a mandíbula
batiente, no podía oír lo que decía, pero una frase aterradora explotó en su
cerebro: "Mamá, por qué me has abandonado". Vio entonces que el niño
avanzaba realmente hacia ella. ¿Qué hacer en estas circunstancias? ¿Correr
hacia su hijo, rodearle con sus brazos y decirle cuánto lo quería? ¡Un niño que
había muerto dos meses atrás! Y de repente todo pasó muy de prisa. Intentó
comprender. Si no era una alucinación, entonces tenía que ser un fantasma. Y ambas
suposiciones le provocaron vértigo. Se tambaleó un instante y el zoco empezó a
girar vertiginosamente cada vez más de prisa a su alrededor. Intentó gritar.
Nada salió de su garganta. Quiso echar a correr, pero sintió que sus piernas
parecían haber echado raíces en el suelo, que sus rodillas flaqueaban y que su
corazón palpitaba aceleradamente. Una fuerza inhumana la movió y tomó la calle
de las tiendas de los productos artesanales, atolondrada, dándose empujones y codazos
para abrir paso entre la multitud, tropezando con colchones, derribando muebles
y utensilios de cocina hasta chocar con una muchacha vendedora de naranjas que
llamaba a clientes a voz en cuello. Ambas mujeres cayeron de bruces, y muy
pronto la gente empezó a agolparse a su alrededor.
—Traed
agua, por favor —gritó la joven
vendedora, recobrando su compostura.
—Llamad
a un médico —pidió otra voz, dolorida
por lo que veía—. La pobre mujer ha visto al diablo y se ha desmayado.
—¡Dios
mío! —sollozó Latifa, que llegaba corriendo en ese momento. Ayudó a Aida a
erguirse. Abanicó un pañuelo frente a su rostro, luego, con dedos temblorosos,
buscó su móvil en el bolso, que por fortuna llevaba aún colgado del hombro, y
llamó a su esposo. Al colgar, vio a un comerciante que traía las cestas de la
compra abandonadas en su tienda.
Poco
después llegó Samir y llevaron a Aida a la UCI del hospital estatal donde fue
atendida con esmero y dedicación.
Una
enfermera acompañó al esposo y su criada a la sala de espera, mientras se
realizaba el chequeo médico de urgencia.
—Aida
ya nos ha contado lo que supone haber visto —reseñó él, luego inquirió—: ¿pero
cómo ocurrió exactamente todo, Latifa?
—Me
siento tan culpable por haberla dejado sola e ir en busca de un porteador
—explicó la mujer, reprimiendo un sollozo, la mirada huidiza—: cuando volví, no
estaba. Entonces corrí por todas partes, como una loca, llamándola por su
nombre, hasta que vi ese corro de gente rodeándola y ella murmurando: "mi
hijo, mi hijo".
—Pero
podría haber visto a un chico real y haberlo confundido con su hijo, por el
parecido físico de ambos, y estas coincidencias nos ocurren a diario —aseveró él, enarcando las cejas.
—Si
quiere mi modesta opinión, señor, creo que su esposa es víctima de un
maleficio. Como usted sabe, Iblis o Shaitán es el verdadero autor de todas
nuestras locuras y miserias, nos posee y nos hace hacer perversas acciones. —Se
interrumpió un momento al ver el asombro reflejado en el rostro de su amo,
luego prosiguió—: pero también de nuestras delicias más extremas.
—Dios
mío, Latifa, sabía que estas cosas existen —concedió él, posando la mano en su
rodilla—, pero no con tanta maldad.
Latifa
notó que la presión de su mano en el muslo le provocaba un placentero
escalofrío en la entrepierna, pero fingió no sentir nada. Comprendió,
satisfecha, que el hechizo lanzado por ella había empezado a tener efecto
apenas hubo ella quemado su eslip y bebido las cenizas. Él no sabía que la
deseaba, de momento. Era un deseo irrefrenable e insaciable, pero aún
inconsciente y subterráneo. Faltaba pinchar las braguitas de la esposa y
manipular otro objeto. Respiró hondo y prosiguió:
—Sí,
señor. El diablo nos acompaña desde que nacemos hasta que morimos. A unos los
martiriza y tortura; a otros, los complace y sirve. Yo creo que su mujer
necesita a un exorcista y no a un médico de locos, —aconsejó, estrujando con su mano la de Samir
que seguía en su rodilla, antes de proseguir—: Porque solo está poseída y no
loca.
—¿Te
refieres a una sesión de Ruqiya? —preguntó
él, perplejo.
—Claro.
Es más eficiente y no cuesta nada. En mi aldea, Eit Uamar, tenemos a nuestro
exorcista, sidi Mutawakil. —Sonrió voluptuosamente al pronunciar ese nombre y
sus palabras sonaron tensas—: Hace milagros, rompiendo maleficios, lanzando
hechizos y calmando deseos.
Una
puerta se abrió y apareció un médico en bata blanca, alto y de personalidad
imponente.
—Soy
el doctor Dris Buras, jefe de la UCI y tengo buenas noticias, señor El Hakim —dijo
cortésmente—. Su esposa no padece ninguna enfermedad grave, salvo un shock que
superará pronto, tomando Alprazolam. Ya le di la receta médica. Que vuelva lunes
en ayunas para los análisis y un chequeo psicológico. La atenderá el profesor
Salim Cherkaoui, quien dirige ahora el nuevo pabellón de psiquiatría.
—Doctor,
le estamos muy agradecidos por la acogida y por el trato eficiente y
personalizado.
—Su
esposa y usted representan un pilar socioeconómico importante en nuestra ciudad
y es un deber y un honor servirles y apoyarles. Buenas tardes.
El
médico se marchó, inclinando la cabeza, y la misma puerta de antes volvió a
abrirse y esta vez salía Aida, acompañada de la enfermera. Tenía el aspecto
mejorado y sonreía, aunque mostraba mucho cansancio y parecía de esas personas
que andan de capa caída.
Ya
de vuelta a casa, marido y criada acomodaron a la paciente en el dormitorio. Él
se quedó a mimarla y ella se fue a la cocina a preparar el almuerzo. Tocaba una
paella de marisco con, además de arroz, calamares, gambas, mejillones y
almejas. Aida recomendaba añadirle alcachofas, espárragos, champiñones y
aceitunas. Recogió luego la ropa tendida en la azotea para el posterior
planchado. Dejó la cocción bajo el mando del marido y se marchó.
La
tarde transcurrió apacible y sin incidentes. Samir preparó la mesa en la
terraza y ambos comieron en un ambiente alegre, disfrutando de la vista
panorámica que ofrecía la piscina concurrida y el paisaje natural a distancia.
Él comentó discretamente la idea de confundir rostros en situaciones
particulares, llegando a provocar el efecto de desrealización, y Aida aceptó el
hecho como evidente y natural. Aquello la tranquilizó sobremanera y se sintió
agradecida por ello.
—Sé
que te sientes indirectamente culpable por la muerte de Kamal —anunció, cogiéndole una mano—, pero yo me
siento aún más culpable por haberme ausentado aquel fatídico día; de lo
contrario, no habría ocurrido esa tragedia.
—Las
cosas ocurren porque han de ocurrir, querido. Esa tragedia no solo ha bloqueado
la posibilidad de quedarme embarazada, sino que también ha distorsionado mis
emociones. Creo que ambas cosas son correlativas.
—Sí,
mi vida. Pero todo pasará pronto. ¿Qué ha dicho tu ginecólogo, la última vez
que lo consultaste?
—Que
en mi caso el duelo y la melancolía por la muerte de mi hijo y mi madre pueden
durar cuatro meses.
—Pues
tenemos que pensar ya en tener un par de diablillos, nena —exclamó él, abrazándola.
Cuando
terminaron de comer, ella se prestó a ir a la cocina a fregar los cacharros.
—Te
lo prohíbo. Tú, a la camita, a descansar, orden del médico y de tu marido
enamorado. Y yo, a lavar la vajilla. Fumaré luego algunos cigarrillos en la
terraza. Más tarde saldremos a dar un paseo, si te apetece, si no, nos quedamos
a ver la tele.
Y
así ocurrió. Aida se echó un momento, entrecerrando los ojos. Le llegaba
amortiguado el sonido de los platos y vasos al lavarse, voces de niños que se
elevaban desde el jardín, el monótono tic tac del péndulo exótico. Una
estrepitosa vibración interrumpió sus pensamientos. Provenía de su bolso. Era
su móvil. Hizo una mueca. Luego sonrió. Echaría una ojeada y si viera que era
de un desconocido, lo apagaría simplemente. Y dio en el blanco.
Salieron
luego a tomar aire puro. El paseo por los alrededores fue relajante.
Volvieron
cuando el crepúsculo empezaba ya a desvanecerse, acariciando la fachada de su
apartamento, antes de ceder a las estrellas su turno de brillar y realizar su
vals en el cielo.
Por
haber comido tarde, no se necesitaba cenar. Ya en la cama, cuando el silencio
de la habitación se hizo más intenso, a Aida le pareció oír una lejana voz de
un niño que pedía ayuda desesperadamente, voz lejana porque los efectos del
Alprazolam la precipitaron en los brazos de Morfeo. Algunos rostros desfilaron
furtivamente por su imaginación, el malvado Abdenúr; Sundus, la amiga sincera;
la tenebrosa Naila; el hijo fantasma; Farid, el ex enamorado frustrado; la
servicial Latifa; Samir, su marido protector… Finalmente las figuras se
entremezclaron, creando extrañas relaciones: Farid y Sundus, teniendo intenso
sexo; Abdenúr y Latifa, amantes, decididos a asesinarla para quedarse con sus
bienes; el diablo, encarnándose en el niño fantasma para poseerla… Luego todo se esfumó y durmió a
pierna suelta.
* * *
Como
todos los domingos, Samir había ido a hacer footing y Aida se despertó al
escuchar sonar el timbre de la puerta. Miró el reloj. Faltaba media hora para
que llegara Latifa. Pero no todos eran puntuales y meticulosos como ella. Se
levantó y fue a abrir. Miró antes por la mirilla. ¡Vaya sorpresa! ¡Su amiga
Sundus! ¡Y a una hora tan intempestiva! Volvió a mirar para ver si venía sola o
acompañada y la visión le provocó un latigazo en la cabeza, se le erizó el
cabello y un escalofrío recorrió todo su cuerpo: detrás de Sundus estaba su
hijo Kamal, la cara desfigurada por la ira, extendiendo sus manos descarnadas
para incrustarlas en el cuello de su amiga. Su rostro era tan nítido como si
estuviera enmarcado en un cuadro. Quedó petrificada un momento tras recibir el
impacto de su mirada fija y escabrosa. Tapó la mirilla y giró en redondo,
quedándose de espalda a la puerta. Le temblaron los pies y sintió que su
corazón le salía del pecho, dando vuelcos, como cuando se tiene angina de
pecho. No podía dar crédito a sus ojos. Quiso volver a mirar por la mirilla
para descartar una posible alucinación. Pero se quedó helada, presa de terror.
Se pellizcó no obstante para ver si estaba soñando. Un diminuto ruido le indicó
que no era víctima de una pesadilla. Se volvió y vio aterrada que el picaporte
se movía y giraba. Estaban intentando abrir la puerta. No, no era una visión
óptica la que tuvo, sino la presencia maléfica de dos seres reales enviados por
el demonio mismo. ¡Mamá, mamá, por qué me has abandonado! La frase estalló
estrepitosamente en su cerebro como ráfagas de una ametralladora, desgarrando
sus tímpanos. Se tapó los oídos, pero la voz sonó aún más atronadora que el
rayo que fulmina un árbol. ¡Mamá, por qué me dejaste morir solo! Reprimió un
alarido que reptaba por su garganta, corrió en busca de una silla y la puso
bajo el picaporte para atrancar la puerta, sabiendo que el cerrojo y la cadena
de seguridad estaban bien puestos. Quedó inmóvil mientras unos pasos sonaban al
otro lado de la puerta. Esperó hasta que un silencio estremecedor y sepulcral
envolvió la estancia. Su jadeante respiración rechinaba ahora como arena pasada
por un cedazo. Observó el reloj de la pared: su minutero tardaba una eternidad
en moverse. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac. Notó que estaba sudando
profusamente, la frente y las mejillas chorreantes. Finalmente, se dirigió bamboleando
al cuarto de baño donde se refugió.
Se
lavó la cara y tardó bastante en recobrarse lo suficientemente como para llamar
a su marido. Se miró furtivamente en el espejo y este le devolvió el reflejo.
No. No había otro rostro, se dijo, aliviada. Estaba sola. Recordó algunos
cuentos de nodrizas leídos en su adolescencia, sobre todo los que le solía
contar su abuela, con tramas aterradoras donde se entremezclaban ogros,
fantasmas y toda clase de villanos y héroes. Le encantaban aquellos cuentos,
pero nunca había creído que fueran reales, de carne y hueso. Sin embargo,
ahora...
Cogió
el móvil para llamar a su marido, pero lo soltó bruscamente como si se
deshiciera de una barra de hierro al rojo o estuviera aferrada a un clavo
ardiente. Era la repulsiva llamada privada. Cuando esta cesó, marcó entonces el
número de su marido y pidió auxilio. Pensó en llamar a Sundus, al teléfono fijo
de su casa en Casablanca, pero descartó la idea por ser tan ridícula y
risible. Incluso horripilante, porque
¿qué pensaría ella si le dijera: "Hola, Sundus, te llamo para saber si
hace una media hora estabas llamando a mi puerta en compañía de mi hijo Kamal que
murió hace dos meses.”
Unos
golpes violentos y fuertes, haciendo vibrar la casa, la volvieron al presente.
Sonaban como puñetazos brutales en la puerta, a punto de derribarla. Sonaba
también el timbre. El pánico se apoderó de nuevo de ella. ¿Qué hacer? ¡La
terraza, claro! Desde allí gritaría y pediría socorro. Pero no era necesario
porque el eco de la voz de Latifa resonaba por toda la vivienda. Aliviada,
corrió a abrirle y ambas mujeres se abrazaron.
—¡Ay
de mí! Señora, siento haberte despertado con mis golpes y gritos, pero pensé
que te había pasado algo grave.
—Latifa,
mírame y dime con quién te has cruzado al llegar.
—Con
nadie, señora. Hoy es domingo y la gente sigue durmiendo en la residencia. ¿Por
qué?
—Nada
de particular —mintió Aida, manteniendo
la compostura.
En
ese momento llegaba Samir y se quedó con la cara deshecha cuando Aida le hubo
narrado lo que le pasó.
—Terminaremos
perdiendo los estribos si continuamos en esta casa —señaló, resollando—.. Figúrate que a mí
también me están ocurriendo cosas raras.
—¿A
ti también?
—Sí.
Hoy me he salvado por los pelos al salir del parque. Un coche casi me
atropella. Mira, tengo aún la rodilla dañada —explicó, subiendo su pantalón de chándal para
mostrar la herida.
—En
el cuarto de baño tienes el botiquín de primeros auxilios para limpiártela,
después de ducharte. ¿Entonces crees que algún poder maléfico nos está
amenazando?
—Por
supuesto, mujer. Hay que rendirse a la evidencia y aceptar que los dyíns
existen y pueden transformarse en cualquier persona conocida por nosotros para
asustarnos.
—¿Crees
que lo que yo vi no eran alucinaciones, sino visiones provocadas por un hechizo?
—Exacto.
Tú no has tenido alucinaciones porque no estás loca. Pero puede que te hayan
lanzado un hechizo. Así de claro.
—Un
momento, ¿seguro que no estás de guasa? —sondeó
ella, enarcando las cejas.
—Sabes
muy bien que en cosas serias nunca ando con remilgos —contestó él con un tinte de amargura,
recuperando el aliento.
—Entiendo.
¿Y qué hay que hacer en estos casos?
—preguntó ella con voz estropajosa.
—Deshacer ese posible hechizo, cariño. Sé que no
tenemos la misma actitud ante esta situación: tú crees en psiquiatría y yo en
lo sobrenatural. Pero ¿por qué no probamos lo mío y luego lo tuyo y, como dice
el refrán, matar dos pájaros de un tiro?
—Creo
que tienes razón, mi vida. No te lo conté por temor a ser ridícula, pero una
vidente ya me vaticinó que corro un peligro inminente.
—Ayer
en el hospital comenté precisamente el tema con Latifa y nos propuso ver al imam
de su aldea, al que llaman el sabio. Veré primero de qué pata cojea, claro,
antes de llevarte a consultarle.
—Perfecto.
¿Cuándo vas?
—Nos
duchamos, desayunamos tranquilamente y tú te tomas el sedante y te quedas con la
criada hasta que yo vuelva. Me llevaré a Farid que, por cierto, comparte
nuestra preocupación. Él es cartesiano como tú, pero me hará compañía.
Samir
recogió al contable y salieron del centro de la ciudad. Eit Uamar quedaba a 30
kilómetros, tomando la carretera de Settat.
—Como
ya le dije a Aida, vamos a descartar primero un posible hechizo, luego veremos
al psiquiatra, aunque me desagrada la idea.
—Yo
creo que necesitáis iros de vacaciones un par de semanas —observó Farid, algo
malhumorado—. Sabes muy bien que hemos estado trabajando todo el verano.
—Has
dado en el clavo, hombre. Pero no seas tan solapado. Sé que eres más
materialista que el mismísimo Marx y que rehúyes toda superstición.
—Es
verdad. Yo comparto la idea de Protágoras según la cual el hombre es la medida
de todas las cosas.
—O
sea, que tú no crees en el Mektúb.
—Así
es. Aunque sí creo en las corazonadas. He leído muchos libros sobre
antropología y demonología y finalmente me convencieron los primeros.
—¿Tú
lees en francés, no es verdad?
—Sí.
¿Olvidas que he estudiado Economía en Paris? Pero también leo en árabe e
inglés.
—Dame
entonces alguna referencia. Pero solo dos autores de cada disciplina.
—Vale.
Mientras conduces, te los noto y tú elegirás luego algunas de sus obras. —Cogió
un bloque de notas a su alcance y empezó a escribir al mismo tiempo que leía en
voz alta—: veamos, en antropología tenemos a Claude Lévi-Strauss y Richard
Dawkins y sobre demonología, te aconsejo a André Frossard y Roland Villeneuve.
—Gracias.
Buscaré luego las obras en Casablanca. Sabes, yo he leído La Divina comedia, de Dante, y te aseguro que se me puso carne de
gallina por lo que nos espera en el Más Allá.
—Pues
yo la encontré muy aburrida. Bueno, ya sabes que sobre las creencias, como
sobre los gustos, todo es relativo y no hay nada concreto. Por eso donde uno ve
La verdad absoluta, otro verá La mentira absoluta y otro, un espectacular
cuento chino —concluyó, guiñándole un
ojo.
Llegaron
a la aldea de Latifa y preguntaron por sidi Mutawakil. Un vendedor ambulante de
plátanos les indicó la vivienda.
Vivía
en una vieja pero espaciosa casa de planta única, separada, color ocre.
Llamaron y les abrió una adolescente que, tras escuchar su solicitud, los dejó
entrar y fue a llamar a su padre.
Las
habitaciones daban todas sobre un amplio patio con una fuente de agua en el
centro. Debido al calor, habían reservado una esquina alfombrada donde tenían
instalado un espacioso salón con mtarbas y parasoles, sillas plegables,
almohadones, mesas con utensilios de cocina y muchas plantas para mantener fresco
el patio.
Supusieron
que el imam estaría rezando porque en el reloj del patio sonaba una voz
llamando a la oración de la tarde.
El
viejo sabio apareció poco después, los brazos abiertos, la sonrisa de oreja a
oreja, y los invitó a sentarse, tras lo cual se hicieron las presentaciones.
Samir quiso exponer el asunto de la visita, pero el anfitrión lo disuadió.
—No.
No diga nada —declaró, alzando los brazos—. Primero hay que refrescarse,
tomando unos deliciosos zumos de naranja. Luego podemos hablar de negocios.
Porque en la vida importan más la salud y las relaciones humanas que el dinero
y el trabajo.
Una
jovencita negra y la hija del sabio, ambas de unos 14 años, se acercaron en ese
momento, trayendo dos bandejas, una de zumos y la otra, de golosinas.
—Sentimos
mucho llegar a una hora tan intempestiva...
—¡Pamplinas!
—cortó el mago—. Han llegado a la hora
de comer y no hay diablo alguno en el mundo que os pueda echar de aquí. El
mektúb no falla, señores —decretó,
ostentando una actitud hospitalaria, luego prosiguió, con un centelleo de
orgullo en los ojos, al ver que los dos hombres escrutaban, anonadados, la
hermosura de la joven negrita—: esta es mi última esposa. ¿A que nunca han
visto semejante belleza divina? Se la quité al mismísimo diablo que una vez la
poseyó.
El
hombre parecía un verdadero dyín, pero de los buenos, de esos sacados de un
cuento de Las Mil y Una noches. Llevaba
una barba redonda, los ojos pequeños e inquietantes, el izquierdo más cerrado
que el derecho, nariz chata con aletas vibrantes, labios pulposos, maxilar
prominente y bien marcado y en la frente el típico callo, la famosa
"zbiba" o marca del rezo, una protuberancia que se produce al
prosternarse el creyente y rozar la cabeza con la alfombra durante el rezo.
—Como
les decía, uno puede hacer todos los planes posibles, pero lo escrito, escrito
está.
—Hemos
venido precisamente a consultarle sobre...
El sabio interrumpió a Samir y dijo:
—Se
preguntarán cómo un pobre imam como yo lleva una vida de opulencia, aunque
modesta. La explicación es simple: he salvado vidas y matrimonios sin nunca
pedir dinero. Pero Dios, que lo ve todo, sabe a quién recompensar y a quién no.
¿Ven esas cuatro habitaciones enfrente? En cada una hay una esposa. A la
izquierda están las habitaciones de mis hijos y nietos, que suman ya veinte, y a
la derecha, las de mis sirvientas y ayudantes. Y justo detrás de nosotros está
la sala donde le tuerzo el cuello a Iblis. Que sepan que yo nunca utilizo los preceptos
preislámicos de la yahilía. No abuso sexualmente de mis pacientes, como hacen
algunos colegas, y solo torturo cuando
lo exige el remedio. Mi única fuente de tratamiento es el propio sagrado Corán,
corroborado por los hadices y nuestros
exegetas más conocidos.
Samir
iba a abrir de nuevo la boca y explicar su preocupación, cuando vio salir de la
cocina a la risueña y bella negrita, trayendo esta vez una enorme tetera de acero
inoxidable y servilletas. Se acercó y ayudó a los invitados a lavarse las manos
para comer. Aparecieron poco después dos doncellas, también risueñas, empujando
una enorme mesa redonda con ruedas. Contenía los preparativos del almuerzo:
ensalada variada en pequeños platos y dos grandes fuentes, una contenía un
redondo de ternera al horno, con patatas, zanahorias y guisantes, y la otra,
unos pollitos asados con aceitunas y almendras. Y de postre, unos bizcochos
con miel de abeja y melón troceado,
junto con unos gajos de naranja. Había botellas de agua mineral, leche agria y
Coca Cola.
Cuando
terminaron de comer, se les sirvió té a la menta que degustaron fumando algunos
cigarrillos. El anfitrión lanzó dos fuertes eructos y escrutó a sus huéspedes,
esperando a que hicieran lo mismo, una señal inequívoca de indicar que la
comida estaba exquisita. Ambos amigos captaron el sentido de la mirada y
simularon unos falsos y débiles eructos.
—Y
ahora, señores —concedió el sabio con
titubeante buen humor, satisfecho de ver contentos a sus invitados—, pueden
exponerme el objeto de su visita.
—Se
trata de mi mujer —expuso Samir—, oye
voces, olvida cosas y tiene visiones.
—Es
lo que nuestros psiquiatras de pacotilla llaman paranoia —declaró, echando a
reír ruidosa y torcidamente.
—¡Ah!
Porque usted lo llama de otra forma —intervino
Farid, lamentando luego su intrusión.
—Al
contrario, son ellos los que utilizan otra terminología para describir las
manifestaciones de la Bestia. En realidad todas las enfermedades mentales son
metáforas de estas manifestaciones. Y, mientras los psiquiatras no lo
entiendan, la salud mental irá de mal en peor.
—¿Pero
por qué entra Iblis en nuestro cuerpo? —preguntó
Samir, la mirada llena de malicia.
—Porque
él no tiene cuerpo. Es puro espíritu. Utiliza pues el nuestro para realizar sus
perversiones de goce y de maldad.
—Usted
ha dicho “goce”. ¿No se dice gozo? —curioseó
Farid, algo molesto.
—La
gente los confunde, pero hay una gran diferencia, amigo mío. El gozo es un don
divino y consiste en placeres, alegrías y disfrutes naturales; mientras que el
goce es puramente demoníaco, ya que abarca las pasiones mórbidas y las
perversiones sadomasoquistas. En magia el gozo es endorfínico y el goce,
adrenalínico.
—¿Y
cómo entra la Bestia en nosotros? —farfulló
Samir con un rictus de repulsa.
—Nuestro
cuerpo tiene tres ojos, el de la mente o razón; el del corazón y el del
cerebro.
—¿El
cerebro? ¿Pero este no es el receptáculo
de la mente? —espetó Farid, agriamente.
—En
absoluto. El cerebro lo tenemos bajo el ombligo. Lo constituyen los órganos de
la procreación que, movidos por la testosterona y la progesterona, mantienen
vivo el instinto de conservación. Esta es la vía real por donde entra la
Bestia.
—Denos
un ejemplo concreto de terminología psiquiátrica que usted recusa —pidió Farid con una mezcla de terquedad y
estupefacción.
—Tomemos
la palabra "histeria", que es central en la enfermedad mental. ¿Qué
notamos? Que en griego significa "útero". ¿Curioso, no? Pues la histeria es la manifestación visible de
la Bestia que entra en el cuerpo humano para distorsionar y dominar la razón y
el corazón. Tengo pruebas que muestran cómo Iblis se introduce en la mujer
mientras duerme para poseerla carnalmente, haciendo de ella lo que le antoja:
dejarla embarazada o estéril, histérica u homosexual. Los hombres son también
poseídos por las esposas de Iblis, a los que causan todos los males conocidos,
como la impotencia o el priapismo, la esterilidad o las disfunciones sexuales,
los crímenes, el incesto, los robos, la pedofilia, etc.
Un tintineo de vasos los interrumpió. Las
muchachas traían otros zumos.
—Nos
ha dejado abrumados —reconoció Samir con
voz entre arisca y cortés, luego añadió, envolviéndole con una mirada inquisitorial—:
¿y cómo rompe usted un maleficio?
—Si
el caso es simple, el paciente suele tomar sorbos de agua de Zemzem, mientras yo
recito versículos de nuestro sagrado Corán. Casi todos los efectos del
"sihr" o magia se desvanecen con tres o cuatro sesiones. Si el caso
es complicado, entonces utilizo medios fuertes, como masajes con intensas y
férreas presiones o quemaduras en las partes más sensibles del cuerpo. Sepan que
cada maleficio tiene su propio contramaleficio —advirtió, acariciándose la barba,
dubitativo—. Por eso es mejor que traiga a su mujer para que la examine yo en
persona y detecte qué tipo de demonio la posee. Se puede quedar aquí en casa todo el tiempo
necesario. Y no se preocupe, estará en buenas manos y muy satisfecha. Le doy mi palabra de sabio.
—¿Quiere
decir que la Bestia aparece bajo muchas formas?
—Exacto. Se manifiesta bajo diversas figuraciones.
Por eso no es casual que tenga tantos nombres: tenemos a Shaitán, que significa
"el adversario supremo"; Iblis o "el privado de toda bondad";
Al-waswās o "el susurrador en el corazón de la gente"; Al-janās o
"el esquivo" y Al-rayīm o "el lapidado". Por supuesto que
yo no alardeo de poseer el secreto de identificar fácilmente estos tipos, pero
hasta ahora siempre he logrado mantener a raya al diablo, bajo cualquiera de
sus formas.
—En Occidente, el diablo no tiene
tantos apodos —observó Farid.
—¿Usted lee libros extranjeros?
—farfulló el sabio en tono sarcástico—. ¡Bobadas! Existe solo un libro en el
mundo que es imprescindible leer: El sagrado Corán. El libro que supera todos
los libros existentes, la enciclopedia total que contiene todos los saberes del
mundo y de la vida, tanto científicos, sociales, como metafísicos.
—Admiramos
su modestia y su generosidad, señor Mutawakil. Intentaré convencer a mi esposa
para que acuda a su consulta. Muchísimas gracias por la tan inolvidable acogida.
Cuando
se hubo marchado Samir, Aida se quedó en la terraza, escuchando música, luego fue
a ver la tele y finalmente decidió sestear un rato, mientras que Latifa
preparaba la comida. Un agudo zumbido la despertó más tarde. Provenía de su
celular que tenía puesto en vibración sobre la mesita de noche. Alzó la cabeza
de la almohada y alargó la mano y lo cogió. Llamada sin número. Colgó. Samir
había llamado previamente para informar que almorzaba en casa del exorcista.
Aida intuía que esa visita no surtiría ningún efecto positivo. No porque ella
no creyera en la demonología, sino porque se percataba de que estaban haciendo
una montaña de un grano de arena. Sabía que de una forma u otra, aquello pronto
tendría un desenlace. Era cuestión de días. Latifa apareció anunciando el
almuerzo y Aida le pidió que comieran juntas en la terraza, antes de seleccionar
en el tocadiscos tres de los cantantes más famosos de la música árabe que
marcaron su adolescencia: Asmahan, Farid Al-Atrash y Mohamed Abdel-Wahab.
No
bien hubo anochecido, llegaba su marido para contarle el rocambolesco encuentro
con el domador de los demonios, sus dotes de exorcista y la pantagruélica
comida que les ofreció. Se rieron bastante, comentaron luego los pros y los
contras de una posible consulta con el mago y después de sólidos argumentos, corroborados
por los atroces casos penales de abusos y torturas sexuales perpetrados por los
imames y los clérigos, Aida terminó convenciendo a su marido para que optaran
por la psiquiatría.
Salieron a dar el habitual paseo apacible y
reconfortante. Al volver comieron alguna que otra fruta y se fueron a la cama.
Samir apagó la luz y se acostaron en postura de cucharita. Muy pronto alargó él
una mano y le tocó el pecho, acariciando suavemente sus muslos, antes de
explorar sus zonas erógenas con sus dedos escurridizos para enardecer su
apetito sexual. Ella dejó que la estimulara un largo rato, luego se dio la
vuelta, se colocó en cuclillas encima de él y se disponía a cabalgarlo cuando oyó
que la voz del niño fantasma se elevaba en la estancia, pidiendo
insistentemente ayuda, pero pronto fue ahogada por el delirio del goce.
Al
otro lado del parking, una silueta se movió como una furtiva sombra, entreabrió
con un mando la puerta basculante y se deslizó sigilosamente por las escaleras
de incendio rumbo al apartamento de Aida, sin despertar sospechas a ojos de
nadie. Tenía la mente alerta a cualquier percance. No había oído ningún paso ni
divisado voces durante su caminata. La residencia bañaba en un silencio
absoluto. Pero sabía que andaba sobre hielo resbaladizo, por eso mantuvo los
sentidos aguzados. Abrió la puerta sin hacer ruido y entró al piso con una
calculada escrupulosidad. Parecía alguien que buscaba un objeto determinado o
un lugar particular donde poner ese objeto, quizás una bomba. La débil luz de
la luna entraba por la terraza y permitía una tenue visibilidad. Buscó en la
cocina, pasó al cuarto de baño y luego al dormitorio principal, donde dormía la
pareja. Se acercó a la cama y se quedó inmóvil observando el rostro de Aida.
Tenía rasgos de perceptible tensión, aunque dormía. Pudo oír su agitada respiración
y sentir su perfume. Volvió al punto de partida. Iba a marcharse con desgana,
las manos vacías, cuando de repente, una idea genial dio grandes saltos en su
mente, dejándole impertérrito. El tic tac del péndulo le recordó que tenía que buscar
en el salón y una sonrisa de triunfo le invadió el rostro.
Salió
de la vivienda pocos minutos después, echando a andar calle abajo, mientras
entonaba una melodía. Una súbita sensación de bienestar lo embargó. Estaba
ahora muy cerca de realizar lo que venía planeando. Quedaba solo un paso a
franquear, el más arriesgado. Necesitaba dormir algunas horas antes de hacer de
tripas corazón y tomar la carretera de Casablanca.
TRES.
Estaban apaciblemente instalados en la
terraza, él, desayunando, ella, en ayunas para la consulta médica, cuando
apareció Latifa, desamparada, el rostro preocupado.
—Disculpen
la molestia. Mientras quitaba el polvo en el salón —explicó, entrelazando los dedos de las manos—,
noté que el reloj de la pared no estaba en su sitio y quería saber si lo han
trasladado ustedes.
Sin
contestar, Aida y Samir se levantaron, como movidos por un resorte, y se
dirigieron al lugar donde en efecto constataron, estupefactos, la ausencia del objeto.
—¡Imposible!
—exclamó Aida.
—¡Esto
es un robo! —aulló Samir. Sus labios se
crisparon y la ira le oscureció los ojos.
—Veamos si faltan otras cosas —ordenó Aida, pensando en sus alhajas y bienes
de valor—. Latifa, tú inspecciona aquí y en la cocina, mientras nosotros lo
haremos en el dormitorio.
Poco después, los tres se reunieron en el
salón. ¡Nada faltaba, salvo el reloj!
Samir llamó entonces al inspector de policía,
Madani Khalil, a quien conocieron en la empresa durante la última fiesta del
Trono, y se citaron en la conserjería de la residencia.
—Latifa, quédate por si sube el inspector. Yo acompaño
a Aida al hospital.
Bajaron y se entretuvieron con el guarda de
seguridad diurno, un hombre ya entrado en años. Estaba también el guarda
nocturno que, por intercambiar cotilleos, tardaba en irse. Samir les expuso lo
ocurrido y les hizo las preguntas acordes. No, no vieron nada anormal. Ningún
desconocido en los parajes. Solo los residentes y los inquilinos conocidos.
—Sin embargo —apuntó el guarda nocturno, dubitativo y
cauteloso—, mientras hacía mi ronda, creo haber visto el coche del señor
Benmusa, aparcado al otro lado de la residencia.
—¿Farid, nuestro contable? —preguntó Aida,
boquiabierta, los ojos como platos—. ¡Tonterías! Él nunca haría algo así. Y yo
no daré el brazo a torcer en esto.
—Habría pasado a saludarnos —corroboró Samir con
un repentino enfado apenas disimulado—. Se lo preguntaré dentro de poco en el despacho.
Un coche aparcó junto al portal y la pareja
reconoció al individuo que se apeaba. Era el inspector. Un hombre rollizo que
conservaba una admirable salud y un sorprendente entusiasmo. Llevaba gafas de
cerca, un traje beige sencillo, una camisa amarillo claro y una corbata azul a
rayas.
La pareja fue a su encuentro y se saludaron.
—A una semana de jubilarme, creo que este será
mi último caso —anunció el inspector,
sonriente.
—-Lamentamos molestarle por algo tan
insignificante, señor Madani. Nos acaban de robar un reloj, pero lo curioso es
que no se han llevado ningún otro objeto de valor, ni ha habido señales de entrada
forzada.
—Un robo es un robo, aunque se trate de un
alfiler —sentenció el policía.
—En realidad quería verle, inspector, por otra
preocupación: alguien no cesa de llamarme al móvil y no hay forma de saber
quién es.
—Podemos
rastrear un móvil mientras está encendido. Si es desechable y sin GPS, será
irrastreable, claro. Vayamos ahora por partes, como dicen los asesinos en las
novelas —aclaró, sacando una libreta
para tomar nota—. El ladrón tiene copia de la llave y os conoce bien.
¿Sospechan de alguien respecto al robo y las llamadas anónimas? ¿Creen que
ambos casos están vinculados?
Aida le dio un resumen sobre su exmarido, el
sospechoso número uno, y luego sobre la desaparición del reloj.
—Voy
a averiguar todo sobre este Abdenúr Mesrar, en menos que cante un gallo, sus
entradas al país, sus salidas, etc. —prometió
sin engreimiento—. ¿Y la criada, no estaría confabulada con alguno de los de
seguridad o de su empresa? —inquirió con
la malicia de un sabueso que va husmeando con el hocico pegado al suelo.
—No lo creemos, inspector —apuntó Samir, mostrando que se preparaban a
despedirse—. Ella está esperándole precisamente para el interrogatorio. Nuestro
piso es ese que hace esquina. Tercera planta, puerta B.
—Bien. Este caso tiene olor a quemado y me parece
un poco traído de los pelos —subrayó el
policía, mordiendo las palabras—. Empezaré con interrogar a los guardas y la
criada y luego pediré información a la DGSN sobre su exmarido. Les mantendré al
corriente.
Samir
acompañó a su esposa al hospital donde les informaron que el doctor Cherkaoui
estaba esperando su llegada.
—Te
dejo en buenas manos, tesoro —musitó,
besando a su esposa—. Iré al taller a apretarle las clavijas a Farid. No
olvidemos que en una época rechazaste su petición de mano y que por ello te
podría haber guardado rencor. Puede que para resarcirse de esa frustración, nos
haya hecho esta jugarreta. Iré luego a Casablanca por las nuevas máquinas.
—No
te pases de rosca. Sé discreto con él, querido. Es un ejecutivo competente que
no queremos perder.
Una
enfermera acompañó a Aida a una moderna habitación autónoma provista de una
consola, una cama con mesita de noche, una silla, un asiento para acompañante y
una mesa para alimentos. Allí le midió su altura, el peso, la presión arterial
y le tomó una muestra de sangre. Otra enfermera llegó poco después con el
desayuno y anunció:
—Buen
provecho. Cuando termine, póngase cómoda en ese asiento. El profesor Cherkaoui
llegará de un momento a otro.
Aida
desayunó plácidamente.
Se
asomó luego a la ventana para admirar el paisaje que ofrecía el vasto parque.
Otoño se anunciaba exuberante. Algunos enfermos paseaban, mientras otros
ocupaban los bancos con sus familiares. Algunos deambulaban, asistidos por los
enfermeros. Aida los diferenciaba de los demás por su atípico comportamiento
desequilibrado: algunos discutían con interlocutores invisibles de todo tipo,
profetas, diablos o el propio Dios; otros hacían gestos obscenos, llorando o riendo,
mientras que otros estaban en estado catatónico, anunciando el fin inminente
del mundo, sin cesar de salmodiar versículos enteros. Todos no eran agresivos
ni peligrosos porque, pensó Aida, estaban sometidos al tratamiento
electroconvulsivo o la terapia por electrochoque.
Alguien
tosió con respeto a su espalda, abriendo y cerrando la puerta.
Era
un hombre atractivo de unos cuarenta años, de pelo castaño, gafas graduadas de
intelectual. Ostentaba un optimismo contagioso que le confería el aspecto de un
amigo afable, pese a su bata blanca. Llevaba una ficha en la mano que Aida
supuso ser su historial médico. Se presentó, acercó la silla y dijo, antes de
sentarse:
—Tengo
aquí el informe de mi colega el doctor Buras que ya la atendió y veo que no
presenta ningún problema físico. Función tiroidea normal. No tiene trastornos
alimentarios, salvo este ataque de pánico inusual que le está causando ansiedad
y depresión. ¿Qué me dice a esto?
—Yo no creo en los fantasmas, doctor, ni en las
supersticiones. Pero que me aspen si entiendo lo que me está pasando.
—-El
no creer a pies juntillas en lo sobrenatural es señal de buena salud mental. Quisiera
hacerle una sola pregunta, si me lo permite.
—Adelante,
doctor. Le escucho.
—En
una crisis de pánico, hay en teoría dos etapas: la de la ansiedad anticipatoria
y la del propio ataque. ¿Me puede describir lo que siente en la primera etapa?
—Nada, doctor. Esta etapa es creada por un estímulo
exterior a mi conciencia. Se inicia justo después de recibir yo esas llamadas
anónimas que desencadenan en mi mente el recuerdo de la trágica muerte de mi
hijo, su absurda aparición y las voces. Yo creo que en mi caso, doctor, las dos
etapas se invierten.
—Un caso raro el suyo. Estas llamadas
telefónicas muestran que hay gato encerrado. ¿Avisaron a la policía?
—Mi marido acaba de hacerlo esta mañana,
precisamente.
—Bien. Deje que la policía haga su trabajo. No
conteste ninguna llamada de desconocidos y si es posible tome una semana de
vacaciones, lejos de esta ciudad. Luego vuelva a verme, si nota que no ha
mejorado. Aquí tiene mi tarjeta.
—Gracias
por todo, doctor. Un placer haberle consultado. Es usted muy eficiente.
El
médico se despidió con una inclinación de cabeza, visiblemente impresionado por
esta gran dama.
Sonó entonces el móvil. Hurgó en el bolso y lo
cogió para averiguar quién llamaba. La pantalla mostró el habitual número
oculto. Escuchó, conteniendo el aliento. Nadie al otro lado de la línea. Vio
que tenía muchos mensajes en el buzón de voz. Lo había puesto en silencio antes
de llegar el médico. De repente, el aparato se apagó por quedarse la batería
sin carga. Y ella no tenía el cargador. "Mejor que mejor", dijo para
sus adentros, cerrándolo con un firme clic.
Seguía
sin entender por qué querían atormentarla. En su entera vida no había tenido
cuentas que ajustar ni deudas que saldar. Y en su vocabulario no figuraban las
palabras odio, rencor, engaño, desprecio o asco.
Antes de marcharse a casa, Aida se dirigió a
los aseos que se encontraban al fondo del pasillo, en dirección contraria a la
salida.
El corredor estaba concurrido. Gente que iba y
venía. Miró atrás, instintivamente. Vio a un hombre que la seguía a
hurtadillas. Llevaba una gorra de béisbol que le ocultaba la frente, pero
advirtió con estupor y agotamiento que era su exmarido. Tenía un objeto en la
mano, solapado por la manga de la chaqueta. Era una navaja. Aida caminó con
paso rápido, la ansiedad inundando su garganta, el corazón golpeándole el
pecho, los músculos contraídos. Giró de golpe y tomó otro pasillo a la
izquierda, acelerando la marcha. Deseó que él estuviera a varios metros, sin la
posibilidad de alcanzarla y degollarla. Pero de repente oyó a su espalda
repiquetear unas fuertes pisadas y un estertor ahogado. Imaginarse decapitada
le provocó el efecto de que le estaban estrujando las vísceras con un batidor
de huevos. Su cerebro, ahora agotado, se puso a girar como una peonza y sus
piernas cedieron como si fueran líquidas. Lanzó un grito que hubiera hecho a un
muerto revolverse en su tumba; chilló varias veces, pero de su garganta no
surgió sonido alguno. Una chispa de esperanza se dibujó en sus ojos cuando,
como por milagro, se cruzó con la enfermera de antes, que salía de una
habitación, y se desmayó en sus brazos, sumergiéndose en un sueño brumoso.
Ayudada
por dos asistentes, la enfermera llevó a Aida a la habitación en que estuvo
momentos antes y la acomodó en la cama. Fue a buscar un frasco y una
jeringuilla. Vertió el líquido en esta, acercó la aguja al muslo de Aida y
descargó el contenido.
—Esto
la relajará —le dijo, al ver que
recobraba la conciencia—. Es haloperidol, un sedante potente que se toma en dos
dosis. Mañana por la noche le inyectaré la segunda. Suspenda el Alprazolam.
Siento lo ocurrido. El personal de seguridad está buscando a ese individuo que
intentaba agredirla. Su médico ha vuelto a Casablanca, pero miércoles estará
aquí. ¿Quiere que avisemos a otra persona, además de su esposo?
—Sí,
por favor. Quisiera hablar con mi criada.
—En
seguida la pondremos en comunicación.
La
noticia de su hospitalización corrió como un reguero de pólvora y muy pronto
empezaron las visitas. Llegó la criada, muy afligida. Entregó la llave, el
neceser y algunas prendas, y Aida le dijo que la avisaría para reanudar el
servicio. Llegó luego la jefa del servicio de producción para expresarle la
pena de todo el personal del taller. Le deseó una pronta recuperación y se
marchó.
Acababa de almorzar, cuando entró Samir,
apesadumbrado y aturdido.
—¡Esto
es inaguantable! —gruñó, tomando asiento, después de que ella le narrara lo
sucedido—. La policía lo está buscando. Hay controles por todas partes.
—¿Y
el contable?
—Ni
rastro. Es como si lo hubiera tragado la tierra. ¿Y esto?
—preguntó, señalando el neceser, un bolso de mujer y una pequeña maleta.
—Me
han dado un sedante y tengo que pasar dos o tres días aquí. ¡Vaya! —prosiguió al ver el bolso de Latifa—: lo ha
olvidado. Mañana vendrá sin falta a recogerlo.
—Te
echaré de menos, amor, pero tu salud es lo primero. Bueno, voy al taller a descargar las tres máquinas.
—Y tómate una buena ducha, querido —le deseó ella, dándole un beso en la mejilla—,
y descansa bien. Te lo mereces, después de tantos sobresaltos que te he
causado.
—No digas tonterías, cariño. Eres mi esposa y
tenemos que compartir y superar juntos todas las adversidades. ¿Quieres que te
traiga algo?
—No, mi guapo. Estoy satisfecha con el
servicio. Además, después de lo ocurrido, viene una enfermera a quedarse
conmigo, a velar por mí.
—Estupendo. Hasta mañana entonces.
Empezaba
a oscurecer y el pabellón de psiquiatría se quedaba cada vez más desértico, más
silencioso. Se encendieron las luces en los pasillos. Se marchaba el personal
diurno y llegaba el nocturno. Aida bostezó un momento e iba a cerrar los ojos
cuando un insólito incidente le captó la atención. La puerta de su habitación
se abrió repentinamente y acto seguido se cerró de golpe. Oyó entonces rodar un
objeto por el suelo. Alguien lo había lanzado subrepticiamente antes de
desaparecer. El ruido era apenas audible, pero adquirió en la mente de Aida
unas proporciones ensordecedoras. Se incorporó, salió de la cama y fue a coger
el objeto. Era un anillo. Permaneció mirándolo como el que ve una bomba a punto
de estallar. ¡Era semejante al que le había ofrecido su exmarido para el
noviazgo! Se tambaleó un momento, el rostro blanco como la cera. Estaba a punto
de desmayarse, pero mantuvo el equilibrio. Recordó una frase de Freud que decía
"la locura es la irrupción de los sueños en la realidad". Pero ella sabía
con certeza que el asesino la estaba acorralando en un callejón sin salida,
como lo suele hacer un psicópata con su víctima, para matarla o, por lo menos,
volverla loca. Y hasta ahora había logrado hacer que envejeciera veinte años.
Llegó
la enfermera de guardia, pero no la puso al corriente. Comentaron los hechos y
los incidentes del día, cenaron y se acostaron. Sin embargo, a Aida le costó
dormirse, pues le parecía que la cama se movía y oscilaba como un barco a la
deriva. Su boca estaba ardiente. Se levantó y se puso la bata para buscar agua
en los servicios. Salió sin hacer ruido, mientras la enfermera dormía
profundamente.
Una
fuerza misteriosa la guio hacia el parque y luego al portal de la salida. El
guarda de seguridad estaba cenando y pasó desapercibida. Anduvo hasta el
cementerio, entró y buscó la tumba de su hijo, decidida a encontrar una posible
explicación a sus absurdas visiones paranoicas. Caminó a una velocidad alocada
e inusitada, abriéndose paso, derribando varias lápidas. Localizó finalmente la
de su hijo, pese a la oscuridad reinante. Se acercó y miró. ¡La tumba estaba
vacía y profunda! ¡Kamal se había ido! El espanto y el shock se apoderaron de
nuevo de ella y le hicieron obnubilar la
conciencia, petrificándole el cuerpo y el pensamiento. No obstante, y para
desmentir lo que veían sus ojos, avanzó torpemente, aterida de frío, pese al
calor que hacía, mientras el terror la carcomía de dentro. Y, lívida de
consternación, contempló de nuevo la tumba: ¡Estaba vacía! Entonces captó con
claridad el ruido de unos pasos que se acercaban a su espalda. Una mano le tocó
el hombro. Por hiperestesia, sintió un aliento sobre su nuca, mientras unas
garras de acero se clavaban en su piel. Su respiración se hizo más rápida.
Aspiró una profunda bocanada de aire y se giró para ver. Estaba frente a dos espectros patibularios, los pómulos
salientes, los ojos ariscos e inyectados de sangre: el rostro angulado y
desencajado de su hijo, cuya mirada irradiaba un odio desmesurado, y la cara de
su maníaco exmarido, los ojos fuera de las órbitas. Ni el ulular del viento ni
los horrendos ruidos que hacían algunas ratas pudieron ahogar el grito que
lanzaron padre e hijo, un grito que desgarró sus oídos cual afiladas y
sangrientas cuchillas:
—Por
fin te tenemos —vociferaron al unísono,
con voz cavernosa—. Pagarás caro por lo que nos has hecho.
Un golpe impactó en su pecho, expulsándola
hacia delante, y sintió que salía volando por el aire para aterrizar dentro de
la tumba donde su cuerpo, al chocar contra el suelo, quedó sepultado. Y,
mientras le echaban tierra encima para enterrarla, una enorme rata le hincó sus
afilados caninos en el tobillo, soltando un chillido agudo. Entonces dejó de
luchar, y sintió que su mente y su cuerpo fluían hacia un obscuro reposo, y,
por fin, la paz, la dulce y absoluta paz.
Se despertó con el rostro bañado del sudor
del terror, irguiéndose como impulsada por un muelle. Sus gritos sacudieron a
la enfermera que a su vez abrió los ojos, aterrorizada.
Samir
salía de la ducha en su albornoz, cuando sonó el timbre del teléfono. Era la
enfermera jefa. Lamentaba informarle a esa hora que su esposa había empeorado y
le rogaba acudir por la mañana para autorizar su internamiento para seguir un
tratamiento de choque durante seis meses. El esposo asintió, entonando con voz
dolorida y áspera, luego colgó el aparato y se volvió...
Se
volvió para observar a su amante. Era Sundus. Volvía de la cocina con dos vasos.
Los llenó a medias con Ballantines, le pasó uno a él y ambos se sentaron en el
ancho sofá. Levantó ella el vaso y dijo: "Por el crimen perfecto", y
se lo bebió de un trago. Él hizo lo mismo con el suyo y, rebulléndose en el
sofá, preguntó, inquieto:
—Hasta
ahora creo que no hemos dado ningún paso en falso, pero ¿quién coño robó el
reloj?
—No
importa, mi cerdito adorable. Quienquiera que lo hubiese hecho se incriminaría
a sí mismo. Tanto el contable como la criada pudieron haber incrustado la
grabación en el reloj para amedrentar a Aida, ya que ambos tienen acceso al
piso. Este mero hecho los incriminaría, dejándonos impunes.
—¿Y
cómo explicar a la policía el que yo no oyese nada?
—Estarías
durmiendo como un lirón. Qué sé yo, te pondrías los tapones de oídos...
—No
pega. Hay que encontrar el puto reloj y destruirlo.
—Bien.
Recapacitemos —precisó ella—. Cotejemos
lo más reciente. ¿Qué tal fue tu disfraz, haciéndote pasar por su ex, cuando te
despediste?
—Me
cambié en los lavabos. El maquillaje dio el efecto esperado. Me esmeré en imitar
los rasgos generales de Abdenúr: la mandíbula prominente, la nariz de toro y
los labios gruesos. Oculté el pelo con una gorra. Incluso me puse khúl en las
cejas para hacerlas espesas y unidas. Mi aparición y el incidente del anillo la
trastornaron por completo. La enfermera acaba de confirmarme que ya ha perdido
la cordura: la oyó decir, gritando, que su exmarido y su hijo difunto estaban
intentando enterrarla viva.
—Te
felicito. Ahora todo el mundo creerá que padece esquizofrenia.
—Y
yo te felicito a ti por esas llamadas anónimas que le hacías, dándole la
impresión que eran de su ex. Total, el plan A tuvo un éxito rotundo: yo,
ahogando al niño antes de viajar a Marrakech y tú, más tarde, maquillando en
accidente el asesinato de la abuela.
—El plan B también ha tenido éxito, querido:
la actuación de la vieja Naila, la falsa vidente, y de su hijo Ismael,
interpretando al fantasma de Kamal en el zoco y luego en vuestro piso, en mi
compañía, además de la grabación de su voz en el reloj. Fue realmente todo genial.
—Y ahora nos queda el último paso, el plan C.
—Te entiendo. El crimen ha de ser siempre perfecto.
¿Lo tienes ya planeado, mi amor?
—Sí. Mañana autorizaré el internamiento de
Aida y por la noche, la matas.
—¿Cómo vamos a proceder?
—La visitas por la mañana, después de haberme despedido
yo, fingiendo preocuparte por su salud y estudias y preparas el terreno, y a
las diecinueve horas, cuando hacen el relevo del personal, te disfrazas en
enfermera y le inyectas aire en una vena. Como ya lo hiciste, matando a Malika
Hasnauí, nuestra sexta víctima. ¿Te
acuerdas?
—Sí.
El diagnóstico fue unánime: suicidio provocando la muerte por embolia gaseosa.
—Pues
lo mismo ocurrirá con Aida. Dirán que se suicidó por evitar los electrochoques
y el internamiento. No olvides imprimir sus huellas en la jeringuilla antes de
tirarla al pie de la cama. A la misma hora yo acabaré con Naila y su hijo, para
evitar posibles chantajes o pistas delatoras posteriores. Te recojo en la
farmacia a las ocho y, para que nadie te vea, entramos al piso por el parking
subterráneo y la escalera de incendios y lo celebramos a lo grande.
Sundus llenó otros vasos y brindaron por la
inmensa fortuna que les tocaba adquirir. Luego él la cogió entre sus brazos y
empezó a besarla con gran ahínco. Ella le mordió la oreja, el cuello y, con más
pasión, los labios. Como era habitual, daban rienda suelta a las perversiones
más prohibidas y a los juegos más dolorosos. Lo suyo era sucio, escabroso y cochino.
A ella le enloquecía empezar quedándose desnuda a gatas en la alfombra,
mientras recibía los fuertes azotes del cinturón en las nalgas, antes de ser
embestida y humillada sádicamente. Pero aquella noche tocaba el goteo del
ardiente espelma de la vela en sus zonas erógenas. Cuando él hubo terminado de
hacerlo, le separó las piernas y, sin dejar de morderle los pezones, exploró
frenéticamente la pelvis, estrujó el monte de Venus y le arrancó la braguita
con un movimiento brusco, desgarrando la prenda. El tacto de sus dedos con la
parte húmeda y pulposa provocó en ambos cuerpos infinitas descargas eléctricas
de lujuria y, presa de desvaríos y delirios, procedieron a entremezclar sus
cuerpos en un arrebato de pasión bestial, entre gemidos, gritos y jadeos.
CUATRO.
Al día siguiente, Samir pasó primero por el
taller en busca del contable y, al no encontrarlo, fue al hospital a ultimar
los detalles del asesinato de Aida. Tenía que mostrarse abatido y triste por
autorizar su internamiento y seguir fingiendo que la quería mucho. Él, como los
psicópatas más célebres, era experto en interpretar papeles de hipócrita y
cínico, exteriorizar emociones fingidas, realizar camuflajes psicológicos y
exhibir falsas actitudes como una presencia carismática, una sonrisa embriagadora
e hipnótica. Nadie podía ver que detrás de esa máscara solo había un océano de
hielo.
Aida estaba en la cama, pálida, la compostura
desaliñada. No había pegado ojo en toda la noche. Él le dio un beso, mostrando
preocupación.
—Acabo
de despedir a Latifa —declaró ella con un
rictus de dolor en la cara.
—¿Qué
pasó, cariño? —inquirió él, fingiendo
compasión.
—Picada
por la curiosidad y deseosa de saber si tenía copia de la llave del piso,
hurgué en su bolso y mira lo que encontré —indicó, sollozando, sacando bajo la almohada
unas braguitas color fucsia. Sus ojos se habían puesto violetas de indignación.
—¡Dios
mío! ¡Pero si son tus bragas! ¿La denunciaste? Habrá robado el reloj también.
—No.
Creo que robó solo la prenda, bien porque quería enaltecer su ego, bien porque
pensaba ponérsela al tener sexo. Le pagué la mensualidad y se marchó. Tengo
cosas más serias en qué pensar. —Se mordió el labio, contrita.
—Sí.
Lo sé, querida. Me han llamado ayer para autorizar tu ingreso y acabo de
hacerlo. Es por tu bien, claro, porque te amo y quiero que te repongas pronto.
Mañana te trasladan al pabellón de psiquiatría. No va a durar mucho, mi nena.
Bueno, voy a comer algo y luego iré al taller.
La besó con fingido cariño y salió. Poco
después llegó Sundus, cariacontecida. Expresó lo mucho que lo sentía. Explicó
que la había llamado al móvil para tomar café juntas y, por ver que no
contestaba, llamó a la empresa y le dieron la triste noticia. Sundus exploró
discretamente el lugar del crimen, mientras cotilleaban, y vio que todo estaba
perfecto. Se despidió y fue a inspeccionar los lavabos donde se disfrazaría más
tarde.
Samir salió de la ciudad poco después de las
seis de la tarde y condujo rumbo a la aldea de Naila, situada al noreste, yendo
hacia Ulad Hamza.
Se sorprendió al advertir que imágenes de su
infeliz infancia brotaban en su mente como una lluvia torrencial. Por muy lejos
que remontara en su memoria, lo único que sobresalía era ese inhumano momento
en que lo recogieron de la calle para llevarlo a un orfanato donde lo vistieron
y dieron de comer, pero donde sobre todo abusaron de él. Luego, al lograr
escapar de allí, fue dando tumbos por diferentes oficios: recadero,
limpiabotas, camarero, ladrón de poca monta, prostitución masculina en
Marrakech, con apenas 12 años. Continuó haciendo lo mismo, a diestro y
siniestro, hasta que las cosas cambiaron y se hicieron más risueñas cuando
descubrió lo que sería su loca pasión duradera. Lo había visto en una película:
el protagonista psicópata cortejaba a desesperadas y lánguidas viudas a quienes
ofrecía sexo y luego mataba para quedarse con su dinero. Así fue cómo empezó
todo. Su físico, su energía y sus astucias invitaban a ello y hacían mella
entre este tipo de mujeres. Por codicia más que por lujuria tuvo que asesinar
por separado a tres de ellas. La situación de soledad e incomunicación en que
estas se encontraban le facilitó la faena. Obró con frialdad y sin el menor
remordimiento. Para borrar pistas, abandonó la ciudad ocre por la capital
económica en la que el crimen organizado ofrecía más ventajas aunque las
autoridades no se andaban con chiquitas y si algunos agentes lo tenían entre
ceja y ceja, siempre había algún arreglo, algún favor a cambio. Entonces
conoció a Sundus quien le orientó a cortejar viudas más hacendadas y adineradas,
a casarse con ellas y quedarse con su fortuna, después de asesinarlas.
Interrumpió su ensimismamiento al ver a lo
lejos a unos gendarmes formar barrera, agitando los brazos. Había que
detenerse. Una motocicleta volcada en la cuneta, un cuerpo yaciendo cerca y un
coche en la carretera, atravesado. El sudor corría por el cuello de Samir, por
temor a que lo reconocieran. Pero los gendarmes no pedían documentación a la
gente y solo intentaban agilizar el tráfico.
Pisó el acelerador, desesperado por acortar
la distancia.
Recordó que después de ahogar a su hijastro Kamal
y antes de ir a Marrakech, se había percatado de que un hombre bajito y
delgado, de brazos cortos, la cabeza cuadrada, lo seguía. Había presenciado el
crimen y quería cobrar por su silencio. Samir fingió asentir. Subieron al
coche. Samir condujo hasta llegar a unos matorrales abigarrados donde paró.
Alzó la vista y miró alrededor. Nadie. Entonces sacó de la guantera un fajo de
billetes y se los entregó al chantajista quien se quedó demasiado ocupado en
contar tanto dinero como para fijarse en él. Momento que Samir aprovechó para
clavarle la navaja en el vientre. Apretó con rabia y odio. El hombre se encogió
sobre sí mismo y luego se desplomó, la cabeza chocando con la ventanilla.
Samir dejó de recordar su tenebroso pasado
al ver que llegaba a destino.
Aparcó cerca de la mezquita, se cubrió de
pies a cabeza con una ligera chilaba con capucha, a guisa de disfraz de un
ferviente creyente, se apeó y se dirigió, no a la mezquita, sino a la casita de
Naila que se hallaba en uno de los extremos del barrio. Reconoció la
construcción en adobe de una sola planta. Llamó y la puerta se abrió
cautelosamente. Con cierta repugnancia, traspasó el umbral, penetrando en una
estancia sucia y reducida, iluminada por un candil de gas. En aquel hediondo
rincón había una cama grande sin hacer, donde dormían sin duda madre e hijo,
una mesa sencilla y dos sillas desvencijadas. Estaba sola. Mientras cerraba la
puerta, estando de espaldas, él, sin perder un instante, le puso el cinturón alrededor
del cuello y la derribó. Apretó fuerte. La vieja no se resistió. Era como si
esperara la muerte con un mórbido anhelo.
Samir oyó entonces un ruido de pasos
provenientes del pequeño patio que servía de lavabo y baño. Dejó caer el
cadáver de la vieja y fue a dar un vistazo. Era un gato que trepaba a la azotea
por una escalera de madera destartalada. Lo que no vio Samir era que Ismael
había bajado minutos antes a ver quién llegaba a casa. El espectáculo que se
ofreció a sus ojos le heló la sangre en las venas: aterrorizado, vio cómo Samir
estrangulaba a su madre y temiendo por su pellejo, volvió rápidamente a la
azotea, para esconderse. Estaba con un chico y dos niñas. Utilizaban de noche
la azotea para divertirse y explayarse, fumando, bebiendo y teniendo sexo, al
abrigo de cualquier impedimento. Lo hacían después de que su jefe, un proxeneta
de 23 años, les repartiera el dinero ganado en Casablanca y les dictaba
proyectos para el día siguiente. La prostitución infantil movía más dinero que
el narcotráfico, pero el jefe les dejaba solo algunas migas, lo justo para
pasárselo bien en la azotea. Con los pelos de punta, la adrenalina subida y el
corazón latiendo a toda velocidad, los cuatro amigos se asomaron y vieron cómo
Samir aceleraba el paso hacia su coche, ponerlo en marcha y desaparecer en la
noche que caía.
A
la hora indicada, Sundus había entrado ya al hospital. El personal estaba
cambiando de turno: se marchaban los enfermeros de noche y llegaban los de día.
Por suerte, el puesto de enfermería estaba vacío porque unos enfermeros
llevaban a un paciente recalcitrante a la sala de hidroterapia y otros
acompañaban a una mujer que podía fallecer en cualquier momento, por lo que
nadie prestó atención a Sundus que aprovechó la ocasión para colarse en los
lavabos. Salió momentos después, vestida con bata de hospital y una mascarilla
que le ocultaba la parte inferior del rostro, pasó a la habitación y cerró la
puerta, después de echar un vistazo al recodo del pasillo y ver que estaba
vacío. Acto seguido, se acercó a la cama, donde estaba Aida, envuelta en un
camisón. Miraba al techo con ojos carentes de expresión. Todo en ella mostraba
una situación de desamparo. Sundus extrajo del bolsillo de la bata una
jeringuilla con aguja hipodérmica, seleccionó la vena cefálica de la mujer,
estiró la piel por debajo del lugar de la inyección con el pulgar y la clavó,
vaciando el aire contenido en ella. Aida tenía los ojos cerrados y una
expresión tranquila, porque suponía que le estaban inyectando la segunda dosis
del sedante. Sundus imprimió con cautela las huellas de Aida en la jeringuilla,
la dejó caer y salió sigilosamente.
De vuelta al piso, tarde en la noche, los
amantes se asearon y se acomodaron en el salón para festejar la victoria y el
botín adquirido.
—¡Por
el crimen perfecto! —entonó Sundus,
chocando estrepitosamente su copa con la de su amante—. Todo ha terminado, mi
rey. Acabo de matar a Aida.
—Y
yo a la vieja. Falta el puto niño. Pero voy a quitarme de encima a esa lapa
mañana sin falta.
Dejaron las copas y se retreparon en el sofá.
El escote de Sundus bostezaba generosamente y sus pechos provocativos
suspendieron un momento el pensamiento de Samir, sobreexcitándolo. Alargó la
mano y los liberó tirando del sujetador, luego se inclinó para darles unos
frenéticos lengüetazos, gruñendo como una bestia y husmeando como un perro
rabioso su perfume ensordecedor, una mezcla afrodisíaca de ámbar y almizcle que
hervía la sangre en las venas. Se besaron febrilmente para iniciar el
precalentamiento.
—Ahora
tengo todo lo que ella tenía, dinero, bienes —cantó, zafándose un instante de
sus besos, haciendo chasquidos con los labios, luego musitó—: incluso su ropa y
su marido.
—Te
lo mereces todo, mi adorada putita.
—Y
ya tengo otro plan para ti, mi semental —expuso,
triunfante, con una obscena sonrisa curvándole los labios—. Esta vez la víctima
es de BenGrir, muy rica y sin hijos ni relación. Y con un cuello a estrangular de
los que te dejarán empalmado por mucho tiempo.
—¿Tan
pronto, conejito mío? Deja que pase el período de luto, por lo menos. Sí que
tengo una coartada a prueba de bomba —concedió,
recalcando las palabras—, pero habrá que echar tierra primero sobre el
asunto.
Había colocado ya sus manos bajo sus nalgas
desnudas y metido sus dedos en las bragas para arrancárselas. Pero de pronto se
inmovilizó. Algo había dicho ella que no era pertinente.
—¿Qué
has dicho? —bufó con una mirada entre
afable e inflexible.
—Que
somos ricos, mi cerdito.
La frase salió de su boca dulce y acaramelada,
pero él la recibió en la cara como un montón de petardos que explotan.
—¿Dices
“somos? ¿Se te cruzaron los cables? ¿Qué mosca te ha picado? Tú eres mi
cómplice y siempre te ha tocado un 30 %.
—Escúchame
bien, codicioso de mierda. Ambos tenemos la sartén por el mango y estamos con un
pie en el cadalso —clamó ella en un
cóctel de ira, frustración y tristeza, el rostro cerúleo—. Tengo derecho a la
mitad de la fortuna de Aida, además de quedarme con sus joyas. ¿Te enteras?
Aquello
era pedir peras al olmo. El hombre bramó de repente, echando espumarajos por la
boca, y la golpeó en la cara. Notando el hilillo de sangre que brotaba de su
boca, Sundus se soltó y le arañó furiosamente con las uñas, soltando palabras
obscenas. Entonces él se convirtió en lo que era realmente, un asesino en
serie. Le forzó el brazo por detrás de la espalda, torciéndolo hasta que ella
tuvo la sensación de que estaba roto. Logró soltarse un momento y se levantó
para escapar. Él la cogió por un pie y la hizo caer al suelo y se abatió sobre
ella. No se necesitaba mucha fuerza para estrangularla. Estaba borracha. Una
simple presión sobre la arteria carótida y el nervio vago. No obstante,
presionó fuerte y más fuerte. El rostro de Sundus pronto empezó a tornarse
azulado, los ojos a desorbitarse, los órganos internos a convulsionarse y el
cerebro a apagarse. Oyó cómo su corazón revoloteaba aceleradamente en su pecho,
luego débilmente. La mujer agitó los brazos como si intentara apartar de su
vista a terribles demonios, luego cedió.
En ese momento el salón, que estaba en
semipenumbra, se iluminó bruscamente y el silencio absoluto que allí reinaba
fue sustituido por una voz fantasmal que se elevó en la estancia:
"¿Mamá,
dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?".
Samir soltó el cuello de la víctima y paseó
su mirada alrededor, buscando una explicación. Se levantó, tambaleándose, presa
de terror por la nueva situación pesadillesca que se les ofrecía. Sundus comenzó
a volver en sí, abriendo los ojos, abotargada. Se incorporó a su vez, la mano
al cuello lacerado, la mirada de un demente. Tosió, produciendo tremendos
estertores y sibilancias por falta de aire en sus pulmones.
Algo
así como en un teatro, cuando sube el telón para homenajear a los comediantes,
Samir y Sundus avanzaron un paso hacia la entrada del salón, pero en sus
rostros no había satisfacción o exaltación, sino estupefacción y asombro.
Estaban como si los hubiera fulminado un rayo. La tensión aumentaba. La voz
alcanzó un tono descabellado con el tic tac de un reloj. Ambos observaron, con
ojos vidriosos y circundados por las arrugas del pavor, la aparición de Ismael,
como trasladado por teledeportación. Esta vez vestía una camisa a rayas y un
jean deslustrado. Llevaba en las manos el reloj de pared. Aliviado de que ahora
tenía una visión más clara de las cosas, Samir farfulló:
—Hombre,
Ismael, no debiste robar el reloj para chantajearnos —aseguró, intentando
permanecer impertérrito—. Te estuve precisamente buscando ayer y hoy para daros
a ti y tu madre la última parte del dinero que debíais.
—Mocoso
de mierda —gruñó Sundus, iracunda—, te
sacamos de un agujero frío y maloliente, te dimos pan y techo y dinero y en
recompensa pensaste chantajearnos.
—Calla,
mujer —replicó Samir con una sonrisa
desmentida por el temblor de sus labios. Fingía reprehender a Sundus, el
entrecejo fruncido—. ¿No ves que él ha venido a devolvernos el reloj y cobrar
lo que le debemos? Ven, hijo, acércate,
dame el reloj. Has estado genial representando a Kamal y grabando tu voz. Vamos
a ser muy generosos contigo.
—Maldito
y asqueroso asesino —gimió el chico, las
lágrimas afluyendo ahora a sus ojos, la cara arrugada por el dolor—, vi cómo
estrangulabas a mi pobre madre.
Aquella declaración provocó una expresión de pánico
indescriptible en el rostro del aludido.
Profirió un extraño sonido gutural amenazador y avanzó hacia él.
Del hall se escucharon unos furtivos pasos y
Farid entró en tromba en el salón.
—No,
no. No permitiré que hagas lo mismo con
Ismael.
Una sonrisa sombría jugueteó en los labios
del chico, al verse protegido.
Samir y su cómplice miraron de un sitio a
otro, desprevenidos y sin dar crédito a lo que veían. A ella se le tiñeron las
mejillas de rosa y un escalofrío le produjo tiritera. Él se quedó con la boca
abierta y un rictus de ridícula idiotez le puso los nervios a flor de piel. Se
le hizo un nudo en la garganta, pero logró decir:
—¡Mira
quién aparece ahora! ¿Pero qué coño
significa todo esto? ¿Y cómo explicas tu brusca desaparición del taller?
—Te
lo explico en pocas palabras. El reloj lo robé yo, entrando en casa con un
duplicado de llave vuestra, y lo llevé al anticuario quien lo abrió y mostró
dónde, a petición tuya, había camuflado la grabación, creyendo que contenía un
recordatorio de las oraciones de rezo.
—¿Y
se puede saber cómo lo adivinaste todo?
—Pura
casualidad: ¿recuerdas que en casa del exorcista sonó en el reloj del patio una
voz invitando a la oración vesperal? Pues, bien, esa grabación me hizo pensar
en vuestro reloj y en su posible manipulación para enloquecer a Aida. Y para
comprobarlo, fui a ver al anticuario.
—Te
felicito. Siempre hemos reconocido Aida y yo que eras más inteligente que todos
nosotros. Bien, supongo que has hecho todo esto para chantajearnos. ¿Cuánto pedís,
tú e Ismael? No olvides que somos ricos —prosiguió,
enfatizando estas dos palabras, mirando a su amante, como si quisiera redimirse y recordarle que tenía derecho a su
parte—. Podemos llegar a un acuerdo entre delincuentes, ya que tú también lo
eres ahora, por allanamiento de morada y robo calificado. Te has metido en camisas de once varas, amigo
Farid.
—De
ningún modo —exclamó una voz, emanando del
corredor.
Era el inspector Madani que salía del hall. Se
había quedado oculto en el pasillo para grabar la conversación de los
malhechores, primero con Ismael y luego con el contable. Y ahora le tocaba seguir
con la estratagema. Prosiguió, con una expresión lobuna:
—El
señor Benmusa ha obrado para ayudar a la justicia y se merece nuestras
felicitaciones. Le acompañé en persona a ver al anticuario quien, además, va a
testificar en tu contra —aclaró, mirando
a Samir—. En cuanto a Ismael, fue corriendo a avisar a los gendarmes, poco
después de ver cómo matabas a su madre. Por el momento el Ministerio Público te
acusa del asesinato de la señora Naila Brahim, una antigua y conocida prostituta,
y no una médium, y de dos delitos, el de gaslighting
contra tu esposa y el de difamación contra Mesrar Abdenúr, quien regresó a
España tras asistir al entierro de su hijo Kamal. Tú lo utilizaste luego como
pantalla de humo para despistar a la policía y amedrentar a tu esposa, usando
disfraces y llamadas anónimas.
En ese momento sonó con estridencia el
teléfono fijo. Contestó el inspector, identificándose. Era la enfermera de Aida.
Llamaba para informar que la pobre mujer acababa de sufrir una tentativa de
homicidio. El policía escuchó largo rato, inmóvil, sin que su pétreo rostro
expresara la menor emoción. Pero sus ojos parpadeaban febrilmente. Colgó al
final y un silencio sepulcral invadió la estancia.
—Han
intentado asesinar a la señora Benyúsuf. La enfermera que acudió a darle la
segunda dosis del sedante la encontró sufriendo graves convulsiones, descubrió
la jeringuilla y alertó al médico jefe quien le aplicó un tratamiento
anticoagulante intensivo a tiempo y la salvaron de milagro.
—¿Dijo
si tenían alguna pista? —inquirió Farid,
preocupado, arqueando las cejas.
—Sí.
Están estudiando la silueta de una extraña enfermera que aparece en el vídeo de
la cámara de seguridad. Se la ve pinchando a Aida y luego salir del edificio,
poco antes de que llegara la enfermera oficial.
El inspector sacudió la cabeza, con aire de
cansancio en el rostro. Se tomó su tiempo para encender un cigarrillo y darle
una larga calada. Giró la cabeza y dijo a Sundus, extendiendo el brazo y
apuntando con el índice:
—La
policía sospecha que usted es la autora de esa tentativa. De todos modos están
ahora identificando a esa silueta.
—Pero
si Aida no ha muerto, no veo de qué acusarían a nadie —apuntó la mujer con un
destello de interés en sus ojos penetrantes.
—De
tentativa de asesinato, señorita. Pero escúcheme bien —aclaró el agente en tono conciliador y afable—,
el juez puede ser muy magnánimo y conmutar la condena si hay colaboración con la
justicia. —El inspector se dio unos golpecitos en la frente y añadió, mirándola
con acritud—: en ciertas circunstancias, señorita, conviene jugar sus bazas.
—¡Calla,
Sundus! No digas nada, es una trampa —espetó
Samir, enjugándose la frente y dirigiéndole una mirada asesina—. Si no,
apechugarías con las consecuencias.
Sus ojos se habían puesto violetas de
indignación e ira. Ella hizo oídos sordos y dijo, observándole con un destello
de odio y malignidad en la mirada, tocándose el cuello dolorido, la sonrisa
forzada:
—¡Menuda
suerte tiene esta mujer! La jeringuilla que le clavé en la vena mataría a tres
elefantes —confesó, luego añadió con una
tosecilla teatral—: ¿qué quiere saber, inspector?
—Solo
dos preguntas. Respecto a las llamadas anónimas, fue usted quien las hizo, ¿no?
La pregunta hizo mella en ella.
—Afirmativo.
Pero siempre bajo la instigación de Samir. ¿Y la segunda pregunta? —inquirió, mirándole con sus oscuros ojos
donde brillaba ahora una esperanza de salvación.
—Estamos
barajando teorías sobre misteriosas muertes, pero nos faltan pruebas que reforzarían
la verdad sobre este caso.
—¿Qué
muertes, inspector? Ahora ya saben todo
lo que ocurrió.
—Me
refiero a la muerte de Kamal y su abuela.
Hubo una larga vacilación, tras lo cual ella
rompió el insoportable silencio reinante, declarando:
—¡Fue
él, inspector! —aclaró con la mirada
fija en el policía—. Ahogó al niño antes de viajar a Marrakech, asesinó a un
testigo ocular y más tarde maquilló el asesinato de su suegra en accidente.
—¡Mentira!
Puta de mierda. ¡Imposible! —aulló
Samir—. Porque en ambos casos yo estaba a doscientos kilómetros de distancia. En
mi móvil aún conservo las llamadas
telefónicas que realicé hablando con mi esposa.
—Vamos,
vamos, Samir, déjate de triquiñuelas y no te andes con rodeos —contradijo Farid con un deje de sarcasmo—, todo
el mundo sabe que un celular sin GPS no muestra ninguna localización del
usuario. Sobre todo cuando tu móvil es de pago ilocalizable.
—Así
que ahora —interrumpió el policía—, se te acusa, no de uno, sino de cuatro
asesinatos y dos tentativas de homicidio con alevosía y premeditación, además
de los delitos ya citados.
El
blanco de los ojos del aludido pareció llamear en dirección a Sundus y, presa
de un odio indescriptible, rugió como una bestia:
—¡Hija de la gran puta! ¡Zorra asquerosa! Fuiste
tú quien mató a mi suegra con un alambre atravesado en las escaleras. Y mataste
también a muchas otras mujeres, lo puedo jurar por el Corán mismo.
—Le
explicará todo esto al Fiscal en su debido tiempo —concluyó el inspector, mientras se disponía
a detenerlo.
Viéndose perdido y, para salvar su pellejo,
Samir miró alrededor en busca de una escapatoria, pero estaba acorralado entre la
pared y el policía, que avanzaba ahora hacia él para esposarlo. Estaba hecho
una piltrafa. De irascible su rostro cambió a pálido y enfurruñado. Se movió
con ligereza. Sus ojillos sanguinolentos eran ahora los de un animal atrapado.
Echaban chispas, llenos de odio. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, apartó
de sí al agente, propinándole un directo a la mandíbula. Todos se miraron con
idéntico estupor, momento que Samir aprovechó y corrió cuanto sus fuerzas le
permitieron hacia la terraza, antes de que nadie se hubiera dado cuenta.
—¡Detente!
—ordenó el policía con voz iracunda, empuñando
el arma—. La pistola no es un elemento de atrezo: Puedo disparar a herir.
Haciendo
caso omiso de la orden, y con la ligereza de un gato, Samir evaluó el pequeño
salto que le permitía pasar de su terraza a la contigua. Puso un pie sobre la
ménsula del balcón y alargó el otro, listo a saltar. Pero perdió la posición
vertical al resbalar, se echó hacia atrás, precipitándose en caída libre, y fue
a parar al jardín donde se aplastó contra el suelo adoquinado lateral al
porche. Se oyó un golpe sordo, como cuando se rompe un cuello, seguido de un jadeo
ahogado. Se encendieron de súbito las luces en los balcones y muchos bajaron a
ver lo que sucedía. Algunos agentes uniformados se acercaron al cadáver y
obligaron a los curiosos a retroceder al otro lado de la piscina.
Sundus, en cambio, no opuso resistencia y se
entregó con resignación al policía, el rostro macilento.
La residencia estaba ahora plagada de agentes
y no tardarían en llegar el Fiscal, la ambulancia y el equipo de unidad
científica.
En el cielo las estrellas brillaban con un
intenso azul metálico.
Al
día siguiente por la tarde, Farid fue al hospital, a visitar a Aida, un
ramillete de rosas en la mano.
Estaba en la cama, sonriente, el físico
mejorado y la compostura recuperada.
Se
abrazaron e intercambiaron muestras de alegría por el reencuentro.
—El inspector Madani y el doctor Cherkaoui
acaban justo de irse. El señor Madani nos ha informado sobre el desenlace de
este macabro caso —resumió ella—. La sagacidad con que adivinaste que el reloj
estaba adulterado es digna de un Arsène Lupin. Te felicito por todo.
—El caso olía a chamusquina desde el principio
—aclaró él—, porque nunca creí que
fueras paranoica. Y la visita al exorcista fue decisiva, al fin y al cabo.
—Gracias
por haber creído y confiado en mí. Y
gracias por las flores.
—Fue
una actitud natural, un deber también. Ah, aquí te traigo la copia de la llave
robada. En cuanto al reloj, se lo quedó la policía para el juicio.
—No es necesario. Me desharé de todo lo que
me recuerde esa pesadilla —indicó Aida—.
De todos modos me mudaré pronto a mi nuevo chalet y me ilusionaría que fueras
el invitado de honor para la inauguración.
—Acepto con mucho gusto.
—Y ahora dime, querido ladrón de llaves,
relojes y corazones —musitó ella,
incorporándose, cambiando de tema y de protocolo—, ¿sigue pendiente tu
invitación a comer juntos, aunque han pasado tres meses? Me dan el alta esta
noche, sabes.
Iba a contestar con un "más vale tarde
que nunca" o con "nunca he dejado de quererte", pero la palabra
"corazones" le hizo cambiar de idea: le cogió la mano suave y
galantemente y la besó con ternura.
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