UNO
Marrakech, una calurosa mañana de fin de agosto. Tanto en la comisaría
local de policía como en la sede de la Fiscalía se desarrollaba una febril
actividad judicial después de que el director del hospital psiquiátrico
Beninsaf les notificara la evasión de ocho
enfermos mentales, acaecida en la madrugada. No se trataba de una evasión
anodina, como las que suelen ocurrir a diario, sino de estas que causan graves
disturbios sociales: tres de los prófugos padecían esquizofrenia. El más
peligroso había sido detenido por los gendarmes, alertados por un chivatazo, en
flagrante delito de antropofagia e ingresado en el citado centro dos semanas
atrás, en concertación con Sanidad y el Ministerio Público, para que fuera
sometido a un examen clínico y se diera un diagnóstico. El tribunal había
solicitado este peritaje médico para establecer las pautas del proceso penal
ulterior.
Se trataba ahora de conocer las
circunstancias de la fuga, determinar la responsabilidad del personal del
centro y proceder urgentemente a la búsqueda y captura de los fugitivos. Se
publicó de inmediato un comunicado de prensa sobre el caso, instando
colaboración de la población, al mismo tiempo que se activó el protocolo de
evasión informando a todas las unidades de la policía para estar en alerta
máxima vigilando las salidas de la ciudad. Conjuntamente, y por recomendación del
procurador del Rey, se le confirió a la inspectora Sumaya Benani, veinticinco
años, alta, esbelta, ojos grandes color gris, la misión de supervisar la
persecución, trasladarse al asilo para redactar el informe oficial e
implementar, en caso necesario, un operativo de búsqueda en el campo, en
coordinación con la gendarmería.
Sumaya saludó con entusiasmo aquella misión porque suponía un recreo,
en comparación con lo que venía realizando hasta entonces. Por haberse diplomado
en criminología, había decidido incorporarse a la Seguridad Nacional tras
aprobar las oposiciones a Policía Judicial y apenas dos años después pasó a
formar parte de la primera promoción de mujeres policías del país. Su reciente
expediente laboral, que infundía satisfacción y admiración en sus superiores,
la promovía en cuestión de semanas al grado de oficial. Había realizado ya variadas
prácticas en diferentes servicios, como el procesamiento de la información, la
consulta de archivos, el control de tiro y la escuela de equitación. Luego sus
superiores, por ver que no era de estos que se duermen en los laureles, le
confiaron ocuparse de la lucha contra el crimen en todas sus variantes, en
especial la gestión de la escena del crimen, el control del tráfico ilícito de
estupefacientes y la investigación científica. Total, en un universo
completamente masculino, donde la competencia era lo único que importaba,
Sumaya había logrado forjar una carrera y ganar la confianza de sus superiores,
mostrando paciencia, sacrificio y diligencia.
Eran las diez de la mañana cuando la inspectora franqueaba el umbral
del citado psiquiátrico. El director del centro salió a su encuentro, en compañía
de dos asistentes, ataviados todos con uniformes blancos. Era un hombre de unos
sesenta años, menudo y tieso, rostro con rasgos irregulares y ojos risueños, con gafas de montura de acero. Se intercambiaron
apretones de mano. Sumaya notó de inmediato que la estaban mirando de soslayo,
visiblemente sorprendidos al ver a una mujer policía y hermosa, por añadidura.
Hizo ademán de sacar su tarjeta de identificación plastificada pero el médico
la disuadió con una sonrisa de bienvenida:
—Nos avisaron de la llegada inminente de la policía pero... —En vez de
terminar la frase, el médico se limitó a rascar la barbilla, perplejo,
observando ahora de hito en hito y con admiración la indumentaria masculina de
la mujer: un polo marinero nacarado, unos jeans nuevos bien ceñidos a las
curvas del cuerpo, un blazer ligero verde azulado, puesto probablemente para ocultar
su arma, una gorra de Béisbol que le ocultaba el pelo dorado recogido en la
nuca y unos mocasines color marrón abierto. Sus uñas lucían un esmalte
brillante y pulcro. Los dos asistentes mantuvieron la mirada clavada en el
generoso escote, fascinados al ver por primera vez en su vida a una mujer tan
glamorosa.
—Pero —completó la inspectora con
una sonrisa meliflua, inclinando la cabeza, correspondiendo a los saludos—, no imaginaron ni un segundo que fuera una
mujer. Sin embargo, señores, nuestra presencia en la policía se remonta al día
posterior a la independencia y nuestro rango de "auxiliar de policía"
se inició hace ya 20 años, en 1975.
De la boca del director salió un mudo “¡Oh!” a guisa de disculpa, al
mismo tiempo que invitaba a la mujer a entrar en la pequeña oficina y tomar
asiento junto al despacho, después de indicar a sus asistentes que los dejaran
a solas. Humedeció los labios, abrió un cajón, sacó varias fichas con fotos y
las esparció sobre la mesa frente a la inspectora.
—Aquí tiene el historial médico de los fugados.
—¿No le importa que tome nota para mi informe, verdad, doctor?
—En absoluto. No hay secreto profesional para este caso. De todas las
fichas solo nos interesan tres, por representar extrema gravedad para la
población.
—Perfecto, doctor. Pero antes quisiera que me hable de las causas de
esta rocambolesca evasión.
—No hay mucho que contar. Usted misma ha visto el mal estado en que está
el establecimiento. Hemos escrito al Ministerio varias veces denunciando el
deterioro. La institución sufre de graves disfunciones tales como la ausencia
total de iluminación exterior, un saneamiento defectuoso, las múltiples fugas
de agua, las paredes agrietadas y las ventanas de las habitaciones de los
internos con barrotes oxidados y estropeados. El paciente que inició la
evasión, Rayan Benkasem, aprovechó la oración
del alba, momento en que el guardia del portal principal se ausenta para hacer
sus abluciones y rezar, para arrancar dos barrotes, pasar al patio, abrir la
cerradura del portal con una ganzúa y escapar, dejando vía libre a los demás.
Así fue cómo desaparecieron todos, como si se los hubiera tragado el suelo.
—Yo misma he leído algo en los periódicos sobre la inquietante
situación de estas instituciones. Hace dos semanas hubo una huelga en el
psiquiátrico Abulafra, tras la evasión de dieciocho pacientes y el homicidio de
dos asistentes.
—En efecto. Lo recuerdo. El caso causó gran escándalo porque, según se
supo luego, el fugitivo principal logró hipnotizar a dos guardias de seguridad
practicándoles el exorcismo. Estos, convencidos de que estaban poseídos por los
"Djinns", se dejaron manipular, albergando la esperanza de curarse. Dos
enfermeros intervinieron pero uno recibió un tremendo codazo en la garganta y
el otro, un porrazo en el estómago y ambos quedaron noqueados.
—Lamentable, doctor. Coménteme ahora las fichas, por favor.
Sin más pormenores, el médico separó del resto las tres fichas señaladas
y pasó a comentarlas.
La primera trataba de un fanático religioso de 54 años. La foto
mostraba a un hombre barbudo y calvo, la mirada extraviada y siniestra. Responsable
del asesinato de siete adolescentes de bajos recursos y diez niños de la calle.
Los mataba a golpes, después de beber su sangre. Según sus declaraciones, lo hacía
porque le daban lástima; quería así salvarlos de las vejaciones de la vida e impedir
que delinquieran en el futuro; bebía su
sangre para reencarnarse en su juventud e inocencia. Fue detenido hacía tres
meses y diagnosticado con una psicosis alucinatoria aguda. Sometido actualmente
a tratamiento intensivo con neurolépticos.
El segundo enfermo, de 35 años, secuestraba a los invertidos a
quienes descuartizaba antes de quemar
sus restos en bolsas, "para limpiar la sociedad de esta chusma y ganarme el
Paraíso como recompensa", decía. Fue detenido hacía seis meses y
diagnosticado con una psicosis alucinatoria crónica y sometido también a un
tratamiento intensivo con neurolépticos.
Sumaya sabía, por sus estudios en criminología, que ambas psicosis se
caracterizan por un cuadro de automatismo mental que asocia alucinaciones y
delirios: el paciente percibe voces amenazantes o recibe sermones religiosos. Se
elabora entonces un síndrome de influencia que, asociado con fenómenos de ecolalia
y ecopraxia, empuja al sujeto a matar, creyendo que actúa por justicia divina.
El tercer caso era el más atípico de todos. El individuo tenía una
mórbida e inexplicable pasión por los dedos femeninos que amputaba, además de
su otra pasión, la de pintar retratos y paisajes naturales, mientras cocinaba
dichos dedos.
La inspectora se irguió en su
silla para observar la foto: Rayan Benkasem, 30 años, alto, de complexión
esbelta, sonrisa ancha, piel curtida, pelo ondulado, tirando a castaño, último
año en pediatría.
—Un caso extraño —observó la mujer—.
Un joven tan apuesto y con un trastorno tan morboso. Difícil creer
que sea un psicótico. Bien es verdad que estamos ante la metáfora del camaleón,
en el sentido en que todos tenemos algo
del famoso doctor Jekyll and Hyde puesto
que podemos amar u odiar, ayudar o envidiar, torturar o socorrer y hasta matar,
¿no es así, doctor?
El aludido hizo pasar el puro de una quijada a otra, aturdido por la
pregunta, terminó quitándoselo de los labios para declarar con asombro
adulador:
—Dónde se separa la cordura de la locura, that's the question, como diría Hamlet. Tiene usted razón,
inspectora. La psicopatía no implica fatalmente criminalidad. Los psicópatas
coexisten con nosotros. Iba a decir en nosotros. En cambio, la psicosis sí que
lo implica. Los psicóticos, en vez de sublimar sus delirios, los exteriorizan y
al hacerlo causan tragedias humanas, como en el caso de los tres pacientes
citados.
—Pero, doctor, hay psicóticos que también coexisten con nosotros, me
refiero a los que no se les recluye y quedan impunes por sus crímenes.
—Usted habla de crímenes perfectos. Estos existen, por desgracia.
—¿Qué le pasó exactamente a
Rayan, doctor?
—Por ser huérfanos él y su hermana, su tío les dio cobijo. Pero muy
pronto tuvo que encadenar al niño a una reja durante años para impedirle que lo
denunciara mientras abusaba de la sobrina. Logró al final escapar en un descuido, y amputarle a su hermana las
falanges de la mano izquierda, por haberse deleitado en el vicio y no haber denunciado
al verdugo.
—¿Y cómo explica su otra pasión por la pintura, doctor?
—Creo que Rayan, en busca de superar su patología, tiene dotes
artísticas. En su celda abandonó algunos retratos de personajes célebres de
cine y literatura y muchos bosquejos de naturaleza muerta con impresionantes
paisajes ensoñadores. He aquí sus dos rostros, inspectora.
—Lo hermoso y lo ominoso —concedió Sumaya, perpleja—. Hablando de
canibalismo, ¿Alguna causa biológica, doctor?
—Si. La enfermedad es causada por una proteína infecciosa (un prion)
que se encuentra en el tejido cerebral humano contaminado. Es la misma proteína
que en los animales causa la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob y el mal de las
vacas locas. El paciente comienza por ser “autocaníbal” al comerse las uñas,
los mocos, la piel de los dedos o los labios. Ello es debido a trastornos de
ansiedad, auto-rechazo, humillaciones, etc. La etapa patológica sucede cuando
el paciente se autolesiona para comerse partes de su propio cuerpo o ataca a
otros, movido por alguna parafilia que genera placer y dolor sexuales.
—Y no olvidemos, doctor, que
nuestro propio cuerpo practica la autofagia mediante el ayuno.
—En efecto, inspectora. El ayuno es una forma de autocanibalismo que
tiene muchos beneficios. Y Ahora me toca a mí hacerle una pregunta, inspectora:
¿qué dice la ley al respecto?
—El Código Penal no califica de crimen al canibalismo. Sí se acusa y
condena al caníbal de homicidio o asesinato, agravado por la práctica de comer
carne humana. Es el caso del caníbal que mata a su víctima para comérsela
luego. Otro caso, de menor gravedad pero que la ley condena, es cuando el
caníbal solo "mordisquea" al vivo, causándole lesiones con sus
dentelladas, como suele ocurrir en una relación sadomasoquista.
Viendo que su reloj de pulsera marcaba las 11:15, la inspectora dio a
entender que la entrevista había terminado. Se levantó, agradeciendo al médico
su colaboración y este, solícito, la acompañó al coche, mientras que los
asistentes hacían gestos de despedida a diestra y siniestra. En ese momento
vieron que un furgón policial llegaba en tromba. Se detuvo a su altura y varios
agentes uniformados se apearon y se dirigieron hacia ellos.
—Acabamos de detener a seis de los fugados, entre los cuales está el asesino
de los diecisiete adolescentes —declaró
emocionado el más joven de los agentes, mirando a la inspectora, luego añadió,
dirigiéndose al médico—: necesitamos ayuda para trasladarlos a sus celdas.
Este llamó de inmediato a sus asistentes quienes verificaron la
identidad de los enfermos antes de escoltarlos.
—El séptimo paciente, el secuestrador de los invertidos —aclaró sin
aplomo otro agente—, terminó ahorcándose en el baño de su casa. Utilizó su
propio cinturón que pasó por una cañería descubierta. Tenemos el informe, la declaración
de su familia y las fotos.
—En este caso —apuntó el
psiquiatra, muy serio— falta Rayan, el más peligroso de todos.
—Precisamente doctor —se quejó
el tercer agente—, los familiares de los dos delatores del fugado nos
alertaron, hace una hora, de que estos fueron lesionados salvajemente.
—¿Estuvieron en el lugar de los hechos? —inquirió Sumaya, impertérrita.
—Sí. Redactamos nuestro informe, luego llamamos a una ambulancia para
llevarlos al servicio de urgencias del hospital Benúr.
—Buen trabajo, agentes. ¿Qué grado de gravedad presentan?
—Al primero, el demente le amputó los cinco dedos de la mano derecha y
se los llevó, según confesó la víctima, para cocinarlos a la plancha con ajo y
perejil y comérselos; al segundo le quemó los genitales. Intentó extirpárselos
para tirarlos a los perros, según confesó la víctima, pero al interponérsele la esposa, prefirió
abandonar la lucha y poner pies en polvorosa. Registramos su casa. Ni rastro.
—Si no detiene a este monstruo lo antes posible —gimió el médico,
suplicando a la inspectora, después de que los demás se hubieron marchado—,
podría causar por desgracia varias víctimas entre los habitantes.
—Haré lo que pueda, doctor. ¿Tiene alguna idea sobre dónde podría
estar, algún escondite particular?
—Ahora que me acuerdo, me comentó una vez que, para pintar a gusto,
solía refugiarse en una cabaña lejos de la muchedumbre. Pintar o comer carne
humana, vaya usted a saber... —ironizó
el médico.
—No veo cabañas apacibles por ninguna parte en la ciudad. ¿Se
referiría quizás a una casa agrícola?
—Recuerdo que hablaba de un huerto donado por su tío a su hermana. De
allí viajaba a Esauira para vender sus lienzos y prestar atención médica en el
hospital estatal.
—La única región agrícola que veo, doctor, es la de Aït Yatut, cerca del río Tamust,
saliendo hacia Esauira. ¿No sabe cómo se llama su tío?
—Murió hace tiempo pero es muy conocido. Pregunte por el Caíd Ben
Uhadú. Aunque dudo que Rayan esté allí
después de aquella lamentable tragedia.
—Bueno, doctor, voy para allá. Encantada de conocerle.
—Ha sido un honor. Y no lo
olvide: en caso de que lo encuentre, procure no acercársele. Y tenga siempre el
arma en ristre —sermoneó el psiquiatra,
carraspeando las palabras, luego añadió en un susurro, con un doloroso rictus—:
no queremos que Míster Jekyll and Hyde la
desuelle viva.
DOS
El calor se hacía más asfixiante y el aire parecía haberse parado.
Sumaya salió del centro de la ciudad y se detuvo en un teléfono público para
informar a su madre de que no la esperara para el almuerzo. Se acercó luego a
un pequeño restaurante y pidió una Dfina, un exquisito plato judeo-marroquí que
se prepara con aceite de oliva, carne de cordero, judías verdes, ciruelas,
patatas, aceitunas y varias especias. Cuando hubo terminado de comer, tomó la
dirección donde supuso que encontraría a Rayan. No era la primera vez que salía
a cazar a delincuentes peligrosos, aunque sí, tratándose ahora de un psicótico.
Por supuesto, en ningún momento sintió miedo o cobardía al enfrentarse a ellos
y arrestarlos.
Mientras conducía recordó su
primera experiencia de peligrosidad. Se trataba de perseguir y detener a dos
traficantes de droga, al sur de Warzazate, una noche, con una densa niebla. La
persecución terminó en un aduar donde los malhechores abandonaron su coche robado
para refugiarse en alguna parte. Fiándose a su instinto, Sumaya logró
localizarlos en una casa de adobe de una planta. Llamó varias veces, gritando
"¡policía, abran!" y al no recibir respuesta, descargó tremendas
patadas en la destartalada puerta de madera que cedió con un fuerte estruendo.
Desenfundó la pistola y avanzó en la oscuridad, dispuesta a lo que fuera.
Amedrentar, disparar al aire o a partes no vitales, ateniéndose a los tres
principios básicos que rigen la actuación policial en el caso de tener que usar
un arma de fuego: proporcionalidad, oportunidad y congruencia. Solo se dispara
a matar en legítima defensa, cuando la propia vida del agente está en peligro.
Una tenue luz lunar, reflejada a través de una ventana en forma de ojo de buey,
le permitió ver que en la habitación había dos muebles, una mesa y una cama y
un baño moruno al fondo, con lavabo. Aguzó la vista y pudo percibir a la
derecha una puerta entreabierta. Se acercó, la empujó suavemente y, pese a la
semioscuridad, vio a uno de los criminales, retraído en la esquina de la
estancia, empuñando una navaja, visiblemente descarriado al ver a una mujer
policía. Sumaya levantó el brazo y, apuntándole con la pistola, le intimó que
se rindiera. Pero comprendió demasiado tarde que caía en una emboscada, estando
el segundo hombre, oculto detrás de la
puerta. Este descargó un fuerte golpe en el brazo de la mujer que hizo que el
arma se disparara súbitamente y la bala le rozara el oído. Su agresor se echó
entonces sobre ella y ambos rodaron por el suelo. Sumaya recibió varios golpes
en la cara, luego el hombre le arrancó la chaqueta, le rodeó el cuello con las
manos y apretó fuerte. La habría estrangulado si su cómplice no se hubiera
mezclado en la pelea. Acudió sin el cuchillo, pasó un brazo alrededor de la
cabeza de la mujer y le mantuvo prisionera una mano a la espalda. "Quítale
ahora los pantalones, mientras la tengo inmovilizada. Le daremos por donde más
duele, para que las mujeres no se atrevan nunca a ser policías", gritó a su
compañero. La mujer se debatió ferozmente, soltando el arma al querer
desprenderse. El hombre tiró de su blusa y varios botones saltaron, dejando su
pecho al descubierto y, bajo el embrujo de su perfume, empezó a besarla al
mismo tiempo que la desvestía. Ella intentó zafarse de sus brazos, pero se
quedó sepultada bajo su cuerpo, retorciéndose y jadeando. El contacto de las
manos en su pecho le provocó cólicos en el estómago y sintió náuseas. El otro
hombre se inclinó, atrajo con fuerza su cara hacia él para estamparle también un
beso. Con la boca anestesiada, dejó que este la besara, pese al ultraje y la
humillación que ello implicaba, para arrancarle la lengua con sus dientes. Se
estremeció al ver que obraba como un caníbal. Y fue lo que ocurrió. El aullido
a voz en cuello que el hombre lanzó inundó la estancia. El hombre se echó
atrás, movimiento que aprovechó ella para propinarle al cómplice varios
puntapiés en el estómago. Este gruñó como una bestia pero no abandonó su empeño
en desnudarla. Entonces, como la respuesta a una plegaria, Sumaya recuperó el
arma y con la culata descargó varios golpes sobre su cráneo y luego en la nuca
y su cuerpo se desmadejó como un saco de patatas. El hombre tosió y quedó
inconsciente, la boca abierta como un embudo. En cuanto a su compañero, había
vuelto a retraerse en su esquina, presa de un infinito dolor, tapándose la boca
con un trapo para contener la hemorragia. Ambos quedaron derrotados, uno con el
culo al aire y el otro con el rabo entre las piernas. Sumaya se levantó a duras
penas, sintiendo que sus pies eran de gelatina y la flojedad apoderándose de
todo su cuerpo. Le costaba respirar. Se había lastimado un pie y un dedo.
Corrió al lavabo para enjuagarse la boca y lavarse la cara. Sintiendo rabia
pero también alivio y triunfo por haber recuperado la droga y mandado a la lona
a los malhechores. Volvió a colocar el arma en la funda y a continuación llamó
a la central y pidió una ambulancia.
Sumaya dejó de recordar aquella primera experiencia para centrarse en
la conducción. El pueblo se hallaba enclavado a unos kilómetros al suroeste,
construido en torno a un zoco en las afueras, tierra adentro. Las
reverberaciones hechas por el calor le impedían ver a distancia pero pronto
percibió casas de adobe que se encaramaban cuesta abajo. No formaban bloques
como en la ciudad. Estaban diseminadas y al fondo aparecían solares y huertos.
Se desvió de la calzada, cruzó una calle adoquinada y preguntó por la vivienda
del Caíd Ben Uhadú a un viejo que andaba al retortero con su carro de legumbres.
El aludido le indicó con la mano una pequeña explotación agrícola a lo lejos.
Cuando llegó allí, aparcó el coche de lado, dejó su blazer dentro y se apeó
porque el sendero era estrecho, una vereda, por lo que el coche no podría
pasar. Se puso la gorra sesgada sobre sus ojos, ocultándole el pelo, de forma
que pudiera pasar por un varón. Aceleró el paso, miró alrededor para estar
segura de que no hubiese nadie en los parajes del huerto. Franqueó luego la
empalizada y redujo el paso avanzando hacia la casa. Era una pequeña vivienda,
ubicada en el centro del huerto. Constaba de una planta baja y de un piso en
retroceso. Cuando llegó al porche, advirtió que estaba sudando por la caminata.
Se paró un momento para enjugarse el sudor de la frente, quitándose la gorra.
La puerta estaba cerrada. Sacó del bolsillo una llave maestra y la insertó en
el ojo de la cerradura, moviéndola con cuidado. Esta giró suavemente sin hacer
ruido y Sumaya entró sigilosamente, lista a afrontar todo tipo de terrores y
demonios. Avanzó a hurtadillas por el pasillo, el arma en ristre. Nadie a la
vista. Barrió con la mirada la estancia: un salón árabe, modesto e incompleto,
dos puertas a ambos lados, una a la izquierda que supuso era la cocina y la
otra, una habitación. Se quedó apostada un momento junto al umbral de la cocina
y escuchó. Silencio absoluto. Subió entonces de puntillas por la escalera, una
mano en la barandilla, la otra empuñando la pistola, aguzando el oído, mirando
hacia un lado y otro. El rellano daba a un salón moderno con, a la izquierda una
estantería llena de libros y objetos decorativos y un pequeño espacio en forma
de taller de pintura, ambos separados por un biombo, y a la derecha, dos
puertas contiguas, un dormitorio y un cuarto de baño. Se acercó al marco de la
habitación y entró. Ningún movimiento. Sobre la cama había un bolso de cuero
con ropa, un pantalón kaki, un slip y una camisa azul de manga corta. Aquello
significaba que Rayan no estaba lejos. Volvería de un momento a otro o estaría
duchándose. La agente pasó a registrar rápidamente el armario, el bolso y las
prendas tendidas en la cama. Del bolso sacó una billetera y una botella de
Ballantines; del bolsillo del pantalón, un trozo de papel con una frase que
rezaba: "Recepción, hotel Sindibad – Agadir”.
De repente se oyó resonar el repiqueteo del agua de la ducha al fondo,
señal de que alguien se estaba duchando. Sumaya se inmovilizó, conteniendo la
respiración y notando que los latidos de su corazón aumentaban
espasmódicamente. Volvió a poner el papel en su sitio, intentando disipar su
pánico. Y, como un lince cuando huele gato encerrado, empuño de nuevo su
Beretta y avanzó en silencio hacia el cuarto de baño, pulgada a pulgada. La
puerta estaba entornada y pudo ver al hombre de espalda. Estaba aplicándose
colonia a la cara y las axilas. El
espejo estaba empañado por el vaho y el reflejo de su rostro quedaba borroso.
Sobre la tapa del inodoro, reposaba una toalla amarilla. La mujer observó
furtivamente la espalda masculina. Nunca había visto antes a un hombre desnudo,
salvo en el cine, y el que tenía enfrente era de una belleza escultural. Tipo
griego. Verse en las garras de ese hombre para ser violada o estrangulada le
hizo ver imágenes pesadillescas y sintió varios escalofríos en la médula
espinal. Para no desfallecer eliminó mentalmente esas imágenes, inspiró hondo y
gritó con voz tranquila y convincente, como en las películas de gánsteres:
—Soy la inspectora Sumaya Benani y vengo a detenerle y a acompañarle
al asilo. No se haga el listillo si no quiere que le dispare.
Con un movimiento brusco, el hombre colocó el pulverizador de perfume
en el estante de vidrio, sobresaltado al oír una voz femenina.
—¿Puedo volverme? —preguntó con voz serena, girando solo la cabeza.
Sus miradas se cruzaron y aquello fue impactante para ambos. Él,
desnudo, y ella observándolo sin pestañear ni poder desviar la mirada por temor
a ser atacada, pese al revólver que esgrimía.
—¡No! —maulló, abochornada y
con voz temblorosa—. Primero cúbrase.
El hombre siguió observándola con intensidad. Su jean ajustado,
ciñéndole la entrepierna. Su generoso pecho sostenido por el polo. Piernas
largas y bien torneadas, piel suave y tersa, cejas finas, nariz aguileña,
labios perfectos, caderas maravillosamente bien curvadas. Notó que su rostro
estaba a pocos centímetros de él. Le hurtaría el arma en un abrir y cerrar de
ojos y, con un golpe seco con la culata en la sien, la dejaría inconsciente por
un buen rato. Pero descartó la idea. Una mujer de tal irresistible sensualidad
se merecía algo más suave y placentero. La imaginó en la cama y pensó en una
gigantesca tempestad marítima donde ella interpretaría las olas y él, el
acantilado rocoso. Sumaya le correspondió con la misma curiosidad. Vio en sus
ojos un relámpago de versada languidez y en el brillar de sus dientes una
sonrisa perversa que hizo que su estómago se contrajera impetuosamente. "Prefiero
echarme a una piscina llena de tiburones antes de dejarme follar por este monstruo",
pensó. Su mente retrocedió entonces a la conversación que tuvo con el
psiquiatra por la mañana y la imagen del doctor Jekyll and Hyde se destacó como
una bandera roja: el mismo rostro que viera en la foto salvo que ahora sin
barba, bien afeitado, el pelo liso, peinado con una raya al lado, la cara inicua
y a la vez encantadora, la actitud impulsiva y a la vez bondadosa. Un verdadero
camaleón. Sumaya oyó una voz interna decirle insistentemente: "no, mujer.
Este hombre no tiene pinta de un monstruo ni trazas de un delincuente astroso,
así que puedes tranquilamente confiar en él."
Rayan vio la pistola apuntándole a la cara y obedeció la orden. Ocultó
sus partes íntimas con la toalla y dijo con una risita sardónica:
—¿Y qué hacemos ahora?
—Vaya delante y entre en la habitación y vístase sin hacerse pasar de
listo. De lo contrario no dude que le dispararé en el mismísimo culo.
La inspectora lamentó el vocabulario utilizado pero tenía
que intimidarle.
Cuando Rayan se hubo vestido, volvieron al salón donde él se dejó
esposar las manos a la espalda sin ninguna resistencia, antes de acomodarse en
una silla, con un súbito aire de cansancio en el rostro. Sumaya supuso que esa
sumisión era debida a que al hombre no le importaba volver al asilo puesto que
no lo consideraban como un criminal sino como un paciente. Pero esa actitud
podría también obedecer a alguna truhanería para tenderle una emboscada y
dejarla K.O. En ese caso tenía bien definidas las pautas a seguir para prevenir
cualquier peligro: mantenerse siempre a distancia, no quitarle el ojo de encima
y disparar a herir, en caso grave.
—Y ahora quédese quieto mientras pido a la central que vengan a
acompañarle al hospital. —Viendo que el hombre no reaccionaba, añadió,
mirándole con cara de buenos amigos, como para distender el ambiente—: nos
tenía en vilo desde la madrugada, sabe, y hemos sudado mares para dar con su
paradero.
—Lo siento. ¿Puedo fumar un cigarrillo? —preguntó sin desenvoltura.
—-Aguante un poco más, hombre. Nos iremos pronto.
Sumaya Intentó mostrarse menos arrogante y sonrió de un modo familiar.
—-¿Vive solo aquí? —inquirió,
fingiendo no conocer su pasado.
—-Vivo en el centro. Esta vivienda es de mi hermana que está ahora en
la Meca, realizando el peregrinaje.
Sin dejar de escucharle, Sumaya tomó la radio que llevaba suspendida
del cinturón, presionó el botón adecuado,
seleccionó el canal correcto y esperó el pitido para transmitir las coordinadas
del lugar. La lucecita del Talkie-walkie crepitó de pronto y la mujer mandó el mensaje.
—Mi caso está muy traído de los pelos —apuntó el hombre, con ganas de explayarse—. Si
quiere se lo puedo explicar.
—Por supuesto —repuso ella,
pensando en ganar tiempo más que otra cosa, sin importarle enredarse en la
conversación. De nada le serviría recordarle que al fugarse del asilo obstruía
la justicia. Pronto llegarían los refuerzos y todo saldría a pedir de boca.
—Tuve que escaparme del asilo para no perder la razón. Y de no haberlo
logrado, me habría suicidado.
—Pero usted estaba precisamente bajo tratamiento médico.
—Me obligaron a ello. El fármaco que nos administraban consiste en incrementar
la enfermedad más que en curarla.
—¿Se trata de ziprasidona?
—No. Olanzapina. La dosis diaria normal es de 15 mg pero para
mantenernos en estado catatónico y dejarnos inocuos, los asistentes nos la
triplicaban. El primer día casi me muero: tuve somnolencia, mareos y
alteraciones visuales además de los efectos secundarios, como rigidez muscular,
dificultad para orinar, exceso de saliva, boca seca, etc. Al día siguiente simulé
tomar las cápsulas que ocultaba bajo la lengua para tirarlas después.
—Esto es inadmisible. Tendré que informar al Ministerio de Sanidad.
—Los pacientes le agradecerán esta ayuda humanitaria.
—Yo solo intento sacarle las castañas del fuego.
—Los antipsicóticos son de entre los medicamentos más tóxicos que
existen. Solo sirven para dañar el cerebro y dejar a los pacientes en estado de
zombis. Y si se fabrican es solo para generar dinero.
—¿Quiere decir que la mayoría de las enfermedades mentales no existe?
—Hay solo cuatro: dos asociadas al
sexo y otras dos, a la escatología.
—Pero ¿qué me dice de su obsesión caníbal?
—Soy adicto a un juego especial. Apuesto dinero contra dedos de la
mano.
—Dedos que luego usted cocina y come. ¿Cuántas manos ha devorado ya y cuántas
quedan por devorar? ¿Y no sabe que este tipo de juego es ilegal?
—Siempre he tenido el consentimiento de mi rival. Cuando me detuvieron, en vez de darme un juicio
justo, me dieron un juicio sucio, encerrándome con los dementes de aquel asilo
inhumano.
—Querían primero determinar su responsabilidad criminal y establecer
su inimputabilidad o no.
Sumaya no quiso preguntarle por qué elegía exclusivamente a mujeres en
esas apuestas porque conocía la triste razón. Tras escuchar aquellas
revelaciones, se percató de que ahora aunaba el asombro con la credulidad y
sintió remordimiento por haberlo esposado, teniendo en cuenta las vejaciones
que había sufrido y también su cargo actual de pediatra. Sus miradas se
cruzaron de nuevo y ella no supo si era fascinación o temor lo que aquel rostro
le inspiraba. ¿Eran ojos de un asesino o los de un ángel caído?, se preguntó,
desconcertada. También él la miraba con profundidad, como si quisiera
hipnotizarla para devorarla. Si entre animales la vida consiste en cazar o ser
cazado, entre ellos, el que mira lo hace con una intención canina para
desgarrar carne viva y el que "es observado" tiene que elegir entre
dejarse engullir o tomar las de Villadiego, como dice el refrán. Sumaya sintió
fugazmente que entre sus ojos grises y blandengues y los de él, castaños y
adustos, fluía algo parecido a la atracción física, a una pasión subterránea.
—¿Puedo ir al baño, por favor?
—pidió súbitamente el hombre.
—Por supuesto.
—No puedo abrir la cremallera con las manos atadas a la espalda. A
menos que usted lo haga. Y se lo digo sin
ninguna intención concupiscente.
—¡Ni hablar! —le atajó ella con
rudeza, bajando un momento la mirada, la cara roja como un ladrillo—. Le libero
pero primero he de cerciorarme que no me estará tendiendo una trampa. No se
mueva. Deme un momento.
Y sin perderle de vista, inspeccionó con un rápido vistazo el cuarto
de baño. No había ventanas. Apenas una rejilla de ventilación. El empapelado de
las paredes exhibía un extraordinario e impresionante paisaje frondoso.
—Vale. Haremos lo siguiente: usted se pone de espaldas contra el biombo, extendiendo las
manos y yo, desde el lado opuesto, le quito un aro y lo encierro en el baño
hasta que me diga que quiere salir. Luego lo vuelvo a esposar.
El hombre ejecutó la orden. Ella pasó una mano por una rendija del
biombo, introdujo la pequeña llave en una de las cerraduras de las esposas y liberó
una de sus muñecas. Sintió el tacto de sus dedos y, eludiendo un funesto
presentimiento, retiró la mano, transida de pavor. El hombre se volvió,
esbozando una ligera sonrisa que le curvó los labios y, bajo la amenaza del
revólver apuntándole en la nuca, se
dirigió al baño, donde se quedó encerrado.
Pasaron algunos minutos sin que nada sucediera. Sumaya oyó que tiraban
de la cadena. Sus oídos captaron el chorro de agua del grifo. Rayan no tardaría
en pedir que le abriera. Esperó un poco más, exhalando un suspiro de
desesperación. Nada. Entonces lo llamó con acritud, dando golpecitos con los
nudillos en la puerta. Al no recibir respuesta, abrió la puerta y la empujó con
violencia contra la pared para ver si él se ocultaba detrás, sin dejar de
inspeccionar la estancia: no había nadie. Las esposas reposaban sobre la tapa del
inodoro, un clip en forma de llave en el suelo. El hombre se había volatilizado
como por arte de magia. Sumaya se quedó patidifusa pero pronto lo entendió todo,
sin devanarse los sesos: el marco de la puerta comunicante con el dormitorio
era invisible a causa del paisaje frondoso del empapelado. Hasta la diminuta cerradura
quedaba oculta si no se prestaba una atención minuciosa para descubrirla. El
truco utilizado era ahora simplísimo: Míster Jekyll and Hide pasó al
dormitorio, cerró la puerta del baño con llave, cogió su bolso y se deslizó por
el balcón, dándose a la fuga.
No le costó trabajo encontrar un taxi colectivo con destino a Agadir.
La policía tendría un dos por ciento de probabilidades de detenerlo
porque iba ahora ataviado de un niqab y llevaba un brazo falsamente escayolado
para inspirar condescendencia. El segundo control policial, en el cruce de
Tazidra, se desarrolló en las mismas condiciones que el primero, a la salida de
Marrakech, aunque en esta su corazón tuvo que dar un respingo de angustia al
tenerse el taxi y ver acercarse no a dos sino a seis gendarmes de diferentes
edades. El silencio se cernió sobre el coche. Por conocer al conductor, sonrieron
y echaron solo unas miradas rápidas a los pasajeros, tres hombres y dos mujeres, una vestida a lo
europeo y la otra a lo musulmán, ocupando el asiento del copiloto, con un brazo
lastimado. El coche arrancó de un
volantazo, haciendo tronar el embrague y rugir el motor. Poco después, el
taxista conectó la radio para escuchar música pero en lugar de ello tronó la
voz de un locutor, iniciando las noticias de las 16:30:
“... El caníbal
llamado Rayan Benkasem sigue en fuga. Según las autoridades el individuo es
sumamente peligroso. A continuación les damos su descripción para ayudar a su
captura...”
—La prensa siempre dramatiza
los hechos buscando sensacionalismo —observó
el conductor con un deje de dureza en su voz.
A Rayan le hubiera gustado agradecerle esa forma tan bondadosamente
humanitaria de dorarle la píldora...
TRES
Las playas de Agadir son extensas, de arena dorada y fina y de una
temperatura suave todo el año. La más famosa es Arena Beach. Tiene la ventaja
de estar en una bahía, hecho que la protege de la fiereza del Océano Atlántico
y le permite tener unas aguas tranquilas, cristalinas y bellas. Esto hace que
sea frecuentada por la gente que busca descansar o practicar diversas
actividades deportivas. El paseo marítimo está bordeado de hoteles,
restaurantes y cafeterías y se extiende desde el puerto hasta el nuevo barrio
balneario y el palacio real en la desembocadura del río Sous. En el centro de
esta área, se eleva el famoso y lujoso hotel Sindibad, un imponente edificio
que cumple con todos los requisitos de comodidad europea: lujosas habitaciones,
deslumbrantes aseos, aire acondicionado, una amplia terraza-mirador con grandes
opciones de ocio, un bar, un fastuoso restaurante, una discoteca, una piscina y
un solárium.
Aquella tarde la playa estaba más bulliciosa y masificada que nunca.
Algunas nubes salpicaban el cielo azul celeste de donde manaba una
brisa suave que amortiguaba el calor. Una pareja de turistas abandonó su
habitual sombrilla después de tostarse al sol de la playa y se dirigió a la
terraza del hotel para tomar su habitual aperitivo-almuerzo junto a la piscina,
antes de subir a su habitación a descansar y prepararse para las fiestas
nocturnas. Incluso en traje de baño, la pareja parecía muy elegante. Ella,
Maribel Domínguez, menos de 30 años, ojos pardos de tigresa, pelirroja, melena
corta con flequillo y con un exuberante y sexy cuerpo bronceado que su diminuto
bikini de dos piezas y de tela fina exhibía. Una auténtica ninfa. Él, Antonio Iscariote,
rondando los cuarenta, calva lustrosa, barrigudo, ojos vivarachos, moreno,
bigote grueso y espeso. Ambos lucían una alianza y su comportamiento de
enamorados denotaba que viajaban de luna de miel.
Las voces estridentes de niños en plena conversación en la piscina y
la vibrante música de jazz dificultaban la escucha y Antonio tuvo que acercarse
ahuecando la mano en torno a la oreja de su esposa para susurrarle algo íntimo.
Llegó el camarero y pidieron su bebida favorita: un Bacardi con hielo para él y
una tónica para ella.
Al otro lado del bar, una mujer ataviada con un niqab pasó a los aseos
y se encerró en una cabina. Al quitarse el atuendo oriental, Rayan adquirió su
aspecto real. Metió la vestimenta en una bolsa de plástico y sacó del bolso los
objetos recién comprados. Tras realizar algunos retoques en el rostro, se puso
unas gafas de intelectual y un sombrero de paja americano. Se observó en el
espejo y notó la diferencia. Ahora sus pestañas eran más abundantes y negras,
las sienes ligeramente grises y la expresión de la cara jovial. Pasaría
fácilmente por un presentador de televisión o un escritor. Dejó pasar algo de
tiempo y luego salió, guardó con llave la bolsa en la consigna del hotel, con
intención de recuperarla más tarde, y se dirigió a la recepción para
encontrarse con el hombre a quien llamó por la mañana. Algunas muchachas
hermosas, en bikini, se volvieron y le sonrieron. Vio a un individuo alto,
hombros anchos y complexión atlética, acercársele. Tenía cara de hacha, nariz
prominente, frente raquítica, el mentón inexistente y los ojos demasiado
juntos. “Un tío desagradable y resentido”, pensó Rayan. La silueta correspondía
a la descripción que el hombre le había comunicado por teléfono. Era
Abdelkhalek Buizarridn, propietario de un barco de pesca.
—He reservado a su nombre un billete de avión para Madrid, tal como me
lo había pedido.
—Perfecto. Es para despistar a la policía. Así, poco antes de las
20:30, mientras que ellos esperan detenerme en el aeropuerto, yo estaré en su
barco, rumbo a Tenerife donde escogeré otro destino más seguro. El problema
ahora es en qué ocupar las dos horas que nos separan del viaje.
—Paciencia, hombre. Entre pitos y flautas, pasarán rápido. Vamos a la
terraza para distraernos un poco. Dígame: ¿me paga ahora?
—No. Cuando embarquemos, por temor a que me detengan antes.
Los dos hombres pasaron a la terraza y barrieron con la mirada la
concurrida estancia en busca de una mesa libre. Abrieron paso entre la multitud
y se apresuraron hacia una mesa que acababa de estar desocupada. Tomaron asiento con un suspiro de
alivio y se disculparon con una mueca de culpabilidad ante los dos ocupantes de
la mesa contigua por el tumulto provocado al derribar una silla. Maribel sonrió
al hombre del sombrero de paja, a guisa de indulgencia, no sin dejar de
examinar con interés el aspecto de ambos hombres. Uno era halterista, con
mirada de halcón y sonrisa cínica, un tío repelente; el del sombrero, en
cambio, tenía pinta de intelectual, ágil y pulcro y muy atractivo. Maribel notó
que la miraba como quien mira una hamburguesa y tuvo la neta impresión que la
deseaba como la culebra desea al conejo. "O puede que me equivoque",
pensó. En cualquier caso esa mirada no la dejó indiferente. Se ajustó las gafas
de sol para ocultar su turbación mientras que una corriente de pasión la
embargó al pensar que él la deseaba. Su
distraído marido preguntó con voz pastosa, tirando de su pipa:
—Hola, ¿parlez-vous français?
—Oui, bien sûr —contestó Rayan, y notando que su interlocutor
pronunciaba la "r" con la lengua y no con la garganta, añadió—: pero
podemos hablar en español.
—¡Qué bien! Pues permítanme que me presente: soy Antonio, empleado en
la casa Renault y esta es mi esposa, Maribel, maestra.
—Encantado. Soy el doctor Rayan y este es mi amigo Abdelkhalek. ¿Qué
tal su viaje por Agadir?
—Nos ha encantado su país —declaró con euforia Maribel, mirando a
Rayan con cálida coquetería—. Gente amable y muy hospitalaria. Una gastronomía
incomparable que copiamos mucho en España. Lo hemos pasado de maravilla. Estuvimos
en las playas de Tamraght, Tagazout e Inmesuán.
—Y paseamos a lomo de camello por los desiertos cercanos —corroboró el marido, chupando su pipa.
—Es nuestro último día —aclaró Maribel—. Tenemos pensado ir a Ifrán
mañana.
Un camarero interrumpió la conversación y Rayan se ofreció a invitar a
todos a una ronda. Antonio se opuso un momento pero, viendo cómo insistía el
hombre, terminó aceptando, alisándose el bigote, los ojos acuosos. Maribel le
agradeció el gesto, con la mirada cargada de afecto. Lo que en realidad buscaba
Rayan era ocuparse lo máximo para matar el tiempo que quedaba antes de viajar.
La terraza estaba ahora menos concurrida debido a que muchos pasaban
al restaurante para almorzar pero la multitud seguía armando un tiberio: copas
entrechocándose, voces entremezclándose, olores a cerveza, café y tabaco por
doquier, además de la música en disco que sonaba al fondo, reproduciendo la
famosa melodía "The Shadow Of Your
Smile", con voz de Andy Williams.
El camarero volvió con el pedido: cerveza con espuma lechosa para los
dos hombres, una ginebra con tónica para Rayan y zumo de uvas con una pajita
para Maribel, además de las tapas y los frutos secos. El atleta vació la jarra
de cerveza de un tirón, soltó un eructo agudo e hizo señas al camarero para que
les sirviera otra ronda. Antonio bebió la suya también de un sorbo. En
contraste, Rayan levantó su copa ancha y baja y, tras proponer un brindis por
la salud de todos, saboreó con lentitud y delicadeza primero la piel de limón,
removió luego el hielo y por último degustó la bebida en varias tomas sin
sorber ni hacer ruido. Encendió luego un cigarro y le dio una profunda calada,
echándose atrás para lanzar una bocanada de humo sin molestar a nadie. Maribel,
a quien no le escaparon aquellos detalles, se quedó fascinada por la pulcritud
de aquel hombre que se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua. No
era ningún petimetre. Pensó en darle un guiño de adulación, pero al notar que
su rostro adquiría un tono rojizo, prefirió no pasarse de rosca. Su marido y el
atleta no les prestaban atención por estar absortos observando a unos niños
haciendo ejercicios acrobáticos en la placeta adyacente a la piscina. El
ejercicio consistía en formar una pirámide humana. Apoyándose los unos en los
otros y utilizando los hombros como apoyo, los chicos lograban formar una
cúspide en equilibrio. Cuando el grupo se hubo ido bajo fuertes aplausos, llegó
otro grupo pero de jovencitas para realizar un desfile de caftanes
tradicionales y por último aparecieron los famosos Guenaúa para ejecutar sus
diabólicas cabriolas, envueltos en la mágica y milenaria música del blues.
Volvió el camarero con el pedido y el hombre de cara de hacha insistió
en pagar la consumición. Antonio le dio efusivamente las gracias y preguntó
luego a Rayan:
—¿Y a qué dedica su tiempo
libre, si no es indiscreto preguntarlo?
—A diferentes juegos...
—Nosotros solo jugamos a las cartas.
—Pero yo apuesto dinero a cambio de otra cosa —recalcó Rayan.
—Ah, creo entender...
—Bien es verdad que mi rival ha de ser una mujer.
—¿Entonces?
—Si pierdo, pago con dinero; si gano, amputo un dedo o dos de la mano.
—¡Santo Dios! Pero eso es ilegal. Además de morboso.
Maribel, que seguía la conversación impávida, se sobresaltó de
repente, notando que su corazón se helaba de terror. Sin saber por qué, se
sintió como una cierva frente a un león. Adelantó la cabeza y dijo, sin
reconocer su voz:
—Pero se trata de la amputación de órganos. Hay sangre, dolor y
hemorragia. Oiga. ¿Seguro que no se trata de una fúnebre broma?
—No. Se trata de cirugía menor, una técnica quirúrgica de corta
duración que requiere anestesia local y su realización no conlleva ningún
riesgo.
—Ah, vale —concedió Antonio con una risa que terminó en un cacareo
ahogado—, es igual que esas operaciones
que se hacen en las urgencias, como la circuncisión o la escisión genital.
—Igual. Cortar un meñique —apuntó Rayan— es como hacer una
lobuloplastia o un simple piercing en la lengua, los labios, la nariz, las
cejas, los pezones, el ombligo y los genitales.
—¿Y qué instrumentos se utilizan en este caso preciso? —preguntó Antonio,
tras una pausa meditando, secándose la calva.
—Poca cosa: un bisturí, tijeras, pinzas y agujas y material fungible.
—¿Y la hemorragia?
—Ninguna. La hemostasia permite el total control del sangrado. El
resto es coser y cantar: se hace una presión directa sobre la zona de sangrado
mediante una gasa y un vendaje compresivo.
—¿Y cuánto dinero paga por un meñique, en caso de que pierda?
—¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso piensan participar en el juego? Aunque
no creo que a su mujer le interese, viendo el estado de repugnancia que
muestra.
—¿Por qué preocuparse por un dedo si la ganancia es importante?
—Cariño, espera —intervino entonces Maribel, experimentando una
sensación de desaliento—, este no es un
juego ordinario.
—Tienes razón, amor mío —concedió él, cogiéndole las manos, luego
añadió, mirando a Rayan—: nos interesa el juego pero permítanos tomar una
decisión.
Siguió un silencio. Rayan miró
su reloj de pulsera y vio que tenía bastante tiempo que perder antes de
embarcar.
—Muy bien, vale —dijo—, nos
vemos aquí a las 19:00. Iremos a comer algo, mientras tanto.
—No. Mejor acudir a nuestra habitación número 33, tercer piso.
—Estupendo. Y para no perder tiempo, procuren tener lista una baraja de
póker y yo traeré el material quirúrgico.
...
Poco después de que escapara Rayan, Sumaya recobró sus fuerzas y se
dirigió al coche. En ese momento oyó ulular una sirena. Era el vehículo de los
gendarmes cuya ayuda había solicitado. Después de relatarles lo ocurrido,
concluyó con voz inexpresiva y en tono perentorio, rozando la rabia:
—El individuo tiene cita en el hotel Sindibad de Agadir. ¿Se alojará
allí? ¿Tendrá un cómplice que le ayude a viajar a otra parte? No lo sabemos.
Podemos especular horas y horas. Ya he pedido que bloqueen las dos salidas de
la ciudad y que establezcan una fuerte barrera en la nacional en el cruce con
Tazidra. Si no lo cogemos antes de las cuatro, pediré autorización para
trasladarme a ese hotel y colaborar con la policía local para detenerlo, pese a
lo aleatoria que pueda parecer esta misión. Tengo que volver ahora a la
central.
Sumaya arrancó el motor y condujo despacio. Abrió la ventanilla,
buscando una ráfaga de aire fresco que le golpeara la cara. Cuando llegó a la
comisaría, intercambió información con sus jefes quienes tomaron luego dos
medidas: seguir buscando al fugado en la ciudad y al mismo tiempo mandar a la
inspectora Benani a aclarar la pista del hotel Sindibad. Acatando la orden,
Sumaya subió al coche y salió en tromba, haciendo saltar la gravilla de la
explanada, cagando leches, rumbo a Agadir. Su cabeza era un revoltijo de
pensamientos atropellados. Tenía que detener a Rayan, como se lo dictaba el
deber, pero al mismo tiempo sentía algo profundo por aquel misterioso
individuo. Recordó el incidente del baño y el de sus manos al rozarse con las
suyas y empezó a temblar como una hoja al viento.
Cuando llegó al hotel, se dirigió sin parar a la recepción. Después de
presentarse, mostrando discretamente su placa al encargado, sacó una foto de
Rayan y se la enseñó, deletreando el nombre y el apellido de este. El aludido
realizó una minuciosa verificación en el libro de registro, buscó en la rúbrica
de las reservas y terminó sacudiendo la cabeza. Tras lo cual, la inspectora le
entregó una tarjeta.
—Llámeme a este número, es el del puesto de policía que está a dos
manzanas de aquí, detrás del hotel.
En el momento en que Sumaya salía del hotel, Rayan lo hacía también, pero
adelantándola. Ella alzó los ojos para abrirse paso entre la densa multitud, lo
vio de espaldas pero no lo reconoció.
Maribel y Antonio subieron a su habitación para cambiarse y hablar de
los pros y los contras de aquella morbosa apuesta. Dinero sí que necesitaban
pero corrían el riesgo de perder la partida y con ella, los dedos de la mano.
La habitación era amplia y constaba de un dormitorio y un cuarto de
baño que dos pilares en forma de umbral decorativo separaban del salón,
cómodamente amueblado. El balcón tenía terraza con vistas sobre el parque.
Después de ducharse, marido y mujer se vistieron. Ella se puso la ropa
interior, una falda blanca, una blusa gris y unos zapatos de tacón bajo, y él
optó por un pantalón kaki, un polo piqué marinero y sandalias. Tras lo cual el
hombre sacó del armario una botella de Bacardi y dos vasos anchos y bajos. Los
llenó y ofreció uno a su esposa. Después de echar el suyo al coleto, rellenó
otro y exclamó con emoción, retorciéndose en el asiento:
—Bueno, cariño, ¿qué te parece si nos prestáramos a ese juego?
—¿Y tú qué piensas? —interrogó
ella con la mirada, algo quisquillosa.
—La idea me parece de perlas —repuso él con voz patosa—. Sabes muy
bien que estamos sin blanca, cariño, y un buen fajo de billetes de los grandes
nos vendría bien. Te comprarías vestidos nuevos y pagaríamos nuestras deudas.
—Y hablando de dedos, ese dinero nos vendría como anillo al dedo, ¿no
es así? —ironizó ella con una vocecilla
acaramelada, pero él no pareció entender el juego macabro de palabras al que
ella hacía alusión, o quizás hiciera oídos sordos a la insinuación. Le dirigió
en cambio una mirada acuciante y dijo:
—Cariño, no olvides que sobresales en el juego de póker y que la
probabilidad de que pierdas es mínima. E incluso en este caso, cariño, podemos
pensar en otra solución que no implique la amputación de tus dedos, aunque sé que
la idea te repugnará.
—¿Qué idea? —preguntó con voz alterada, presa de una súbita agitación
indescriptible.
—Tú no te diste cuenta pero yo sí que vi cómo te miraba Rayan y con
qué intención.
La frase salió de su boca como
un puñado de dardos y Maribel tuvo que aferrarse al brazo del sillón para no
perder la compostura. Una maraña de nervios la asaltaron, aspiró hondo para
mitigar su indignación y, tocándose la sien con el índice, dijo con displicencia
y chispas en los ojos:
—¡Por Dios! Te has vuelto loco. ¿Cómo puedes permitir que me suceda un
ultraje como este, tú que eres tan celoso? No me creo ni una mierda de lo que
me estás pidiendo. Dime que estás de guasa.
—Cariño, tú sabes lo mucho que te quiero —exclamó él, soltando una
risita descascarillada—, por eso he pensado en esta alternativa.
Maribel pensó en estamparle
una bofetada. En otras circunstancias le hubiera armado un barullo de los mil
demonios pero prefirió evitar ser beligerante, por lo que dijo mirándole con
ojos como cuchillas:
—¡Que me parta un rayo si te entiendo! Me pides que folle con ese
morboso individuo y no ves el daño moral que esto pueda acarrearnos.
—Cariño, créeme. Será como en una mera escena de cine que durará apenas
unos momentos. Piensa en las actrices casadas y que hacen películas de porno.
¿Acaso sus maridos muestran ser celosos?
Se produjo un embarazoso
silencio y ambos se miraron azorados. Ella le lanzó una mirada abrumadora y
dijo con voz campanuda:
—¿Pero quién te dice a ti que Rayan, si gana, aceptará esta
descabellada propuesta?
—Cariño, no te quitaba los ojos del bikini —silabeó él, luego añadió
con la sonrisa de un aligátor—: en su caso se trata de una atracción fatal por
la que incluso puede pagar un alto precio si consientes acostarte con él, no te
quepa duda.
Esa declaración la llenó de
irritación pero para su gran sorpresa se vio esbozar una sonrisa sarcástica:
—Veo que te lo crees todo a pies juntillas. Supongamos que Rayan fuera
un psicótico de tomo y lomo y que en esa relación me someta a una sesión sádica
con un desenlace letal.
El hombre negó con la cabeza,
mirándola con ojos tranquilizadores. Encendió un cigarrillo, dio una calada y
afirmó:
—No tiene pinta de ningún psicótico, mi vida. Es un médico inofensivo
que solo busca fantasías con ese atípico juego.
—Muy bien, vale, acepto la idea: se lo propondré, si pierdo la
partida. Pero no me trates luego de puta o adúltera.
—Nunca, cariño. De todos modos, tenemos 80% de que ganes y en caso
contrario, ¿no es mejor perder tu dignidad que tus dedos?
A la pregunta siguió un
silencio del que se podía oír la caída de una aguja. Luego Maribel dijo con voz
ronca:
—De acuerdo. Van a llegar de un instante a otro. Voy al baño un
momento.
Maribel se dirigió al baño cabizbaja, aturdida por lo que acababa de
descubrir sobre su marido. Se encerró y empezó a retocar su maquillaje. Sintió
súbitamente que se le abría un nuevo horizonte, una nueva página en su vida, la
de su libertad. El que Antonio no tuviera pelos en la lengua le permitió verle
las orejas al lobo. ¡Qué vanidosa había sido al creer que la respetaba y
consideraba! Y ahora por dinero le importaba un comino su dignidad. ¿Padecería
por casualidad alguna de esas parafilias insanas? o ¿tendría alguna inclinación
por el swinger? Se dio súbitamente
cuenta que formaban una pareja desigual y que no tenían ninguna afinidad salvo
la de ir de compras, compartir soledad, cama, bueno, lo de la cama, ahora que
se lo pensaba, era “mucho ruido y pocas nueces", porque llevaban ya diez
días juntos y “el asunto” dejaba mucho que desear. Hasta le pidió que tomara
unas de esas pastillas que dejan a una mujer "derrotada" por una
semana, y aun así, no dio resultados. Cuando se conocieron, tres meses atrás,
él andaba pegadito a ella como un perro faldero, literalmente un chicle
pegajoso, tan solícito y abnegado. Y ahora resultaba que lo que veía en ella
era un ama de casa, otro sueldo a compartir. Y el colmo de los colmos, la mandaba ahora a prostituirse. Pensó en
Rayan y sintió una oleada de emociones nuevas, mientras se miraba en el espejo y se ajustaba los pendientes. Su
rostro, antes ensombrecido, adquiría ahora un aspecto alegre, casi risueño. La
idea de relacionarse con Rayan, y que antes la repelía, le provocó ahora un
ligero hormigueo en la espalda y de repente el matrimonio le pareció como una
tonelada de acero sobre sus hombros, una roca incandescente en su pecho. Tenía
ahora que poner coto a su pareja, hacer el borrón y cuenta nueva. Antonio, al
que tenía ojeriza, era ahora agua pasada.
El sonido del timbre de la puerta la sacó de su ensimismamiento.
CUATRO
Los dos hombres pasaron al salón. Rayan traía un maletín.
—¿Cómo se va a desarrollar el juego?
—inquirió Antonio, poniendo en la mesa una baraja de 52 cartas.
—Por falta de tiempo —aclaró
Rayan—, reduciremos el juego a una partida única, en la versión Texas Hold'em, sin rondas de apuestas y
con dos oponentes, su esposa y yo. Si igualamos, repetiremos el juego.
—Muy bien. Y si gana mi mujer, ¿cómo piensa pagarnos?
—En efectivo, tal como lo suelo hacer. Le voy a enseñar ahora mismo el
dinero y también el material quirúrgico que utilizaré en caso de que gane.
Rayan sacó del maletín dos
estuches y los puso en la mesita contigua al sofá. Uno era transparente y
contenía dinero en billetes de los grandes y el otro era compacto y contenía
material esterilizado de disección.
—Queda una última condición que tiene que ver con usted.
—¿Conmigo? —gruño Antonio,
sorprendido al verse interpelado.
—Sí. En caso de que yo gane, temo que usted se comporte de forma
sentimental y entorpezca la amputación.
—¿No querrá que salga o que me encierre en el baño? —reprochó el
hombre, ofendido.
—Nada de eso. Usted tiene derecho a estar presente, pero inmovilizado.
¿Qué me dice si lo ato a una de estas columnas que dan acceso al baño y al
dormitorio? Nos podrá así observar sin constituir un estorbo.
—Vaya. ¿Tanto peligro represento a sus ojos? —Se burló, reprimiendo una risa que acabó como
un cacareo—. Pues muy bien. De acuerdo. Áteme como le guste.
Acto seguido, el marido se situó de espaldas contra la columna,
extendió las manos para rodearla y Rayan lo ató con unas esposas que sacó del
maletín. Luego se sentó a la mesa frente a Maribel y a la derecha de
Abdelkhalek quien hizo de repartidor, aunque nada entendía de póker. Este
barajó las cartas, dejó que la mujer cortara y procedió al reparto preflop. Descartó una carta y les echó
dos a cada uno, en sentido horario, todas boca abajo. Los dos oponentes las
cogieron y observaron detenidamente. Un As de picas y un 7 de trébol para ella
y para él, un 6 de corazón y un 8 de
corazón. El repartidor pasó al flop,
descartó una carta y puso tres cartas comunitarias en el centro de la mesa,
boca arriba: un 7 de picas, un As de diamantes y un 9 de corazón. Los oponentes
las estudiaron, buscando posibles combinaciones para mejorar su mano. Maribel
vio enturbiarse las facciones de Rayan. Este compuso una sonrisa fingida. Alzó
los ojos para mirar el reloj de pared. El silencio era tal que se oía hasta el
tic tac de la manecilla del segundero. El minutero tardaba una eternidad en
avanzar. El rostro de Antonio, que daba ya señales de exasperación, parecía una
máscara de emociones contradictorias. Todos lanzaban miradas inquisitivas a
cada uno. La mujer cogió un vaso de agua y tomó un largo trago sin apartar la
mirada de las cartas comunitarias. Rayan, con una sonrisa singular, indicó al
repartidor que pasara al turn. Este quemó una carta y añadió otra al flop: salió un 7 de corazón. Maribel dio un ligero vuelco mecánico
que no escapó a Rayan. Parecía satisfecha. Aquello significaba que su mano,
antes debilitada, estaba ahora consolidada. Antonio alzó la mirada con
brusquedad, esperanzado, y gruño hacia su esposa: "todo saldrá bien,
amorcito." Ella hizo oídos sordos.
Rayan tamborileó un momento en la mesa con sus dedos, sin hacer ostentación de
sus emociones, luego dio la señal al repartidor para
que pasara al ríver. Este quemó una
carta y añadió otra a las cartas comunitarias: un as de corazón. Tic, tac, tic,
tac, tic, tac, tic, tac. En pocos
segundos los dos oponentes, pasarán al Showdown
para combinar sus cartas con las ya expuestas, armar la mano para tener la
mayor y ganar. Antonio giró la cabeza, resoplando, como si hubiera estado
corriendo. Tenía la calva bañada de sudor, el rostro entumecido y sus ojos
parpadeaban sin cesar. Maribel sintió temblores por todo su cuerpo. Declaró con
voz atiplada, las comisuras de la boca a guisa de sonrisa:
—Full house.
Tras lo cual Rayan anunció,
en un tono comedido:
—Escalera de color.
En ese momento el marido se pasó la lengua por los labios, esperanzado
y, con voz entrecortada, lanzó a su
mujer:
—Cariño, puedes ahora proponerle lo que ya convenimos.
Pero, en vez de ello,
Maribel dijo a su oponente:
—Enhorabuena, Rayan. Estoy lista ahora para la operación.
Haciendo caso omiso a las
protestas e insultos que lanzaba Antonio a todo el mundo, tirando de sus
esposas para liberarse, Rayan invitó a Maribel a retreparse en la esquina del
sofá y extender la mano izquierda, dejándola reposar sobre la mesita. Luego se
puso unos guantes de látex, después de lavarse las manos, y abrió el estuche
quirúrgico. Sacó una jeringa y una aguja, un bisturí, tijeras, gasas,
porta-agujas, agua oxigenada, algodón y vendajes.
La mujer abrió los dedos, separándolos. Quedó inmóvil, serena, la
respiración normal. Ya no le importaba nada después de lo ocurrido. La pérdida
de un dedo le servirá sin duda de lección y de recuerdo.
Rayan acercó una silla y se inclinó un poco para administrarle la
analgesia. Antonio y el atleta observaban la escena con estupor e intriga,
aunque el primero reaccionaba como si le viniera encima una excavadora.
—La operación, como verá, es simple —tranquilizó Rayan—. En pocos
minutos, una pequeña incisión le removerá el dedo y la herida quedará cerrada e
indolora.
En el salón reinaba un silencio absoluto, salvo el compás del reloj de
la pared que seguía desgranando desesperada y lentamente el tiempo, tic, tac, tic,
tac, tic, tac, tic, tac. El marido lanzó
otras maldiciones contra la operación, sintiéndose ahora como un gusano clavado
en la columna que lo retenía. Se percató de repente que su esposa se había
prestado a la operación para contrariarle y más tarde librarse de él por la
deshonra causada. Habrá comprendido sin duda su empeño en añadir agua a su
molino. "Menuda sucia jugarreta que me está gastando el destino",
pensó para sus adentros, rompiendo a reír como un demente. Notó que le fallaban
las rodillas y pidió a Rayan, la boca como una ratonera, que lo liberara. Pero
el aludido rehuyó sus súplicas y se dedicó a contemplar a Maribel, antes de
proceder a la incisión. No entendía esa total sumisión que mostraba la mujer,
ni esa hostilidad que manifestaba a su esposo. Luego esa mirada enigmática que
le dedicaba ahora a él, oscilando entre un absoluto consentimiento y una
inminente petición de ayuda. Rayan cogió el bisturí, a la manera en que se
maneja un lápiz, para aumentar la precisión del corte. Con la mano izquierda
empezó a palpar la falange discal de la mujer, la epífisis proximal y presionó
el hueso pisiforme antes de amputar. Ella se volvió para no ver la incisión.
Sintió un vuelco en el corazón y la cabeza empezó a darle vueltas. Oyó cómo el
reloj seguía manteniendo su implacable tic, tac, tic, tac, tic, tac, tic, tac, y
pensó en el adagio filosófico según el
cual “el tiempo es el peor enemigo de la vida”.
Simultáneamente, y al otro lado del hotel, Sumaya recibió la tan
esperada llamada telefónica del recepcionista quien le informó de que el
personal de las habitaciones notó "algo sospechoso" en el número 33
del tercer piso, hecho que podría interesar a la inspectora.
Sin pensárselo dos veces, Sumaya salió inmediatamente de la comisaría,
acompañada de tres agentes.
—Vamos andando porque está cerca —explicó, luego dio órdenes, poniendo
cara de póker.
Ya en el hotel, apostó a un agente en el portal, otro en el aparcamiento y el
tercero, junto al ascensor. Comunicarían por radio. Luego subió las escaleras a
grandes zancadas, hacia el número 33. En su mente la escena macabra adquiría
ahora unas proporciones enormes: Rayan amputando las manos de aquellos
inocentes turistas, antes de tomar el vuelo de las 20:30 con destino a Madrid,
según acababan de informarla, poco antes de la llamada del recepcionista. Lo
que ignoraba Rayan era que la policía del aeropuerto estaba ya en alerta para
detenerlo, en caso de que escapara del hotel. Volver a encontrarse con Rayan le
provocó una descarga de desmesurada adrenalina. Sintió que la sangre le hervía
en las venas. Rezó para que esta vez no cometiera lo irreparable ni se escabullera
como antes. Frunció el ceño al pensar en él con mansedumbre. Sí. Tenía que
arrestarle primero y defender luego su causa, contra vientos y mares, para que
lo rehabilitaran y volviera a su vida normal de médico y artista. Un rubor tiño
sus mejillas y exhaló un suspiro de desahogo.
El descansillo del tercer piso estaba bien iluminado. Sumaya detuvo a
un empleado de seguridad y le pidió colaboración. El timbre de la puerta
retumbó en la habitación, con las conocidas palabras conminatorias "Abran,
policía", pero nadie acudió. El empleado abrió entonces la puerta y dejó
entrar a la inspectora. Todo estaba sumido en la oscuridad total. Se oyeron
tumultuosos ruidos y una voz pidiendo auxilio. El empleado le dio al
interruptor y las luces volvieron. Era Antonio. Su rostro estaba ahora congestionado
y tenía un tinte cadavérico.
—Acaban de escapar —gimió con
una punzada de dolor, luego, apretando los dientes, aulló—: ¿y a mí quién diablos me va a quitar estas
malditas esposas?
Sumaya lanzó un gruñido de frustración e impotencia, conectó
rápidamente la radio y comunicó con el agente apostado a la entrada del hotel.
—Solo salieron dos mujeres, una turista pelirroja y una musulmana con
niqab, y un hombre —apuntó el agente.
—Es mi mujer huyendo voluntariamente con esos dos malvados —gritó el
hombre, bufando con furia, luego añadió en un acceso de tos, al borde de los
llantos—: no hubo ninguna ablación, mi mujer se encandiló de ese diabólico
cirujano.
—No se preocupe. Sabemos hacia donde se dirigen —repuso con calma Sumaya, pensando en el
aeropuerto—. No tienen escapatoria. Es
cuestión de minutos.
Las últimas luces del atardecer surtieron un color espectacular al
horizonte y, mientras que un barco levaba el ancla para un destino desconocido,
el firmamento adquirió súbitamente unos matices de una arrebatadora e infinita
belleza.
FIN
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