I. Preámbulo
Quisiera primero
discrepar del señor Grimau (Cf. Prólogo de la novela [1]) en dos aspectos
fundamentales:
1- Al escritor no le
incumbe obstinarse en interpretar el mundo complejo que le rodea para hacerlo
más comprensible al lector, utilizando un juego de espejos, es decir
imitándolo, tal como lo preconizaba Stendhal en el siglo XIX. Lo que sí hace es
codificar y amueblar, mediante palabras,
un mundo imaginado “de toute pièce” por él y que le es particular y sui
generis. La función del escritor es
producir y no reproducir, inventar y crear y no copiar e imitar. En realidad
expone y describe intencionadamente un mundo de seres de sueños y papel
impreso, generados por sus preocupaciones artísticas y deseos íntimos.
Es el lector-crítico
quien ha de interpretar aquel mundo novelado, invirtiendo la función del
escritor, es decir: decodificando, recreando, reescribiendo, dilucidando y
elucidando aquel mundo de seres oníricos, aquella fábrica de sueños e de
infinitas ficciones que es una novela.
Autor y lector trabajan pues simultáneamente de forma invertida y simétrica y sin esta contribución, la existencia de la novela sería imposible.
El autor no se nutre
pues de la realidad para exponerla después textualmente: en su obra, Bouissef
describe y transcribe emociones y sentimientos auténticos que él o mucha gente
siente por haberlos vivido, pero los elabora discursivamente a su manera y con
su estilo peculiar, dándoles una orientación de matices personales y un
desenlace totalmente libre, cosa que no puede ocurrir en el mundo natural. Y es
la combinación de estos dos elementos la que presenta una lectura asequible o como
decía Barthes, un placer del texto.
2- Aplicado al
género narrativo actual, el concepto de realismo, muy de moda en los años
sesenta [2], y menos aún si es fantástico,
difícilmente convence hoy en día. Tanto el autor como el lector no pueden estar
viajando entre dos mundos, el natural y la proyección de ése en una novela,
comparándolos, buscando diferencias o semejanzas, identificando personajes y
espacios, para demostrar una posible semejanza. Tarea inútil cuando se sabe que
hay una multitud impresionante de lectores de diferentes horizontes y de
formación que interpretan dicha novela. No hay conmutación entre ambos mundos.
Sin embargo, ¡qué
legítima queda dicha tarea si la llevan a cabo sociólogos, historiadores,
políticos y periodistas!
Autor y lector están
enfrentados a un solo mundo y único, autónomo y cerrado: el que aquél imagina y
el que éste interpreta. Ambos no pueden vivir y escribir simultáneamente[3].
Creo que en el caso
de Bouissef, y ateniéndome a los dos elementos que cité arriba, combinados por
el autor, es legítimo hablar del concepto de “ficción realista” [4], porque en la
pura ficción del autor, siempre subsiste un suplemento, no de realidad, pero sí
de verosimilitud, destacada por el lector al
interactuar con el texto.
Mientras el realismo
fantástico remite a lo fabuloso y sobrenatural sin más, la ficción realista
preside a la coherencia y cohesión del texto; pasa de la imaginación a lo
imaginario, configura semánticamente, mediante procedimientos retóricos, la
veridicción y verosimilitud de los hechos.
Es esta
desantropomorfización de la representación, creo, la que caracteriza la novela
de Bouissef y la hace interesante.
II. Ubicación
espaciotemporal del adulterio
So pretexto de ver a
su director de tesis, Lamia abandona a marido e hijos en Rabat y llega a
Tetuán, a principios de noviembre. En vez de hospedarse razonablemente en casa
de su hermana Nora, también casada, se instala intencionadamente sola en casa
de su madre, ausente, para empezar a satisfacer en secreto una libido acumulada
y reprimida durante años.
El íncipit, asumido
por el narrador, es explícito: “Acaba de
salir y ya siente que lo añora y desea”.
Se trata de
Mohamadi, que, dejando a esposa e hijos, acude de madrugada al lecho de Lamia.
Ya de día, mientras
dura la espera de la siguiente visita nocturna del amante y se alarga la
ausencia, Lamia evoca un pasado que fluye en tres direcciones: su triste e
insatisfecha vida matrimonial con un marido al que sólo interesa acumular
dinero en su consulta; su preocupación materna por sus dos hijos varones y su
entera disponibilidad a saciar su explosiva sed de ninfómana con sus amantes,
cuya lista es impresionante, incluida su relación con las lesbianas.
“He tenido hombres a
punta de pala”, confiesa en la página 33.
Pero el pasado es
evocado hiperdeterminado por el sexo: cualquier viaje es aprovechado para
abandonar su cuerpo frenético a sus verdugos de amantes: en Rabat, antes y
después de casarse; en Fes, visitando a su hermana Samira, en Marrakech, donde
se inicia al lesbianismo y ahora en Tetuán, donde la satisfacción y el placer
llegan a su paroxismo al volver a ver a Huría y Nahida y sobre todo al conocer
a Mohamed, el pintor que le presentó Nora.
A partir de allí
empieza una pasión sexual ciega y desenfrenada que sólo apagará la muerte.
Pronto el narrador
es aplastado por las voces de los mismos personajes que narran y comentan en
diferido sus experiencias sexuales con Lamia. El diálogo desaparece y se
transforma en monólogo del estilo indirecto libre para impresionar más al
lector.
Bouissef logra
llevar la tragedia a sus extremos cuando el pintor, temiendo que su novia Hayat
descubra las orgías, decide renunciar a pesar suyo a las dos hermanas.
III. Componente
narrativo discursivo
Puesta en escena de los actantes-actores
Los primeros son
roles sintácticos que sólo adquieren sentido en un contexto discursivo donde
revisten roles temáticos y adquieren el estatuto de actores [5].
Me propongo aquí
mostrar cómo se pasa de una escritura del autor, cuyo texto es definido según
su modo exclusivo de producción, a una lectura, que es la mía, cuyo texto es
definido según mi modo de interpretación.
Para no cansar al público reduciré los 10 componentes de la semiótica textual a 5 y resumiré en lo esencial la terminología de Greimas, abordando aquí sólo la estructura superficial de la novela.
Creo que el
verdadero personaje de esta novela es la libido o pulsión sexual, semiotizada
en el adulterio y figurativizada por el componente patémico.
IV. Sintaxis narrativa. Universo pasional y patémico
¿Qué se entiende por
patémico?
La pasión obra en
nosotros, contra nosotros; nos inviste y construye nuestra voluntad.
Ya Aristóteles
definía este concepto como “pathos”, es decir,
enfermedad del alma, cualidad mala del ser, impulso descontrolado,
tendencia deplorable y perjudicial [6].
La pasión, dice,
obra en nosotros, contra nosotros, inviste y construye nuestra voluntad.
Siguiendo a Greimas [7], es fácil destacar en el texto las marcas que denotan un universo pasional: se
trata de operadores patémicos que provocan transformaciones extremas en los
sentimientos de los personajes.
Se puede reducir
todas las secuencias narrativas donde aparecen en una fundamental, para evitar
repeticiones.
Paradigmáticamente
hablando ésta aparece en disyunción y se desarrolla en tres momentos:
Deseo de satisfacer la libido
↓↓
Satisfacción efímera
↓↓
Libido no
satisfecha.
Sintagmáticamente
hablando esta secuencia es expuesta de forma iterativa y redundante para formar
un programa narrativo lógico y cronológico donde aparecen las diferentes
acciones de los actantes/actores.
Los estragos
psicosociales que causa dicha pulsión y las secuelas que deja en sus víctimas
son descritos en el componente discursivo.
En el componente
narrativo vemos cómo los actantes citados están investidos y manipulados por la
libido para hacerles hacer de forma compulsiva lo que hacen, es decir, saciar
una insaciable sed sexual, aunque han de pagar un alto precio por ello. Aunque
son sujetos operadores, no alcanzan el objeto valorado por apropiación o
desposeimiento personal. Es la pulsión libidinal, que reviste aquí el papel de
destinadora/destinataria de la satisfacción a nivel de la manipulación pero que
se realiza a nivel de la performancia,
la que los provee a nivel de la competencia del querer-hacer,
deber-hacer, poder-hacer y saber-hacer.
Se puede transcribir
el paradigma citado arriba en una sola estructura narrativa de base como
homología de dos enunciados en oposiciones:
H-S2 ® [(S1 U Ov)
® (S1 ∩ Ov)]
Donde, S2 es sujeto del hacer-hacer de la manipulación, o libido como destinadora/destinataria; S1 o los actantes manipulados; Ov u objeto valorado, o felicidad al satisfacerse la libido.
En el primer enunciado vemos como los actantes están en disyunción (U) con el Ov, luego, tras la manipulación, aparecen en el segundo enunciado en conjunción con el Ov. A este nivel se habla del eje del deseo.
Pero el sexo es un
objeto valorado que se intercambia, transmite y comunica. Y se habla aquí del
eje de la comunicación, que podemos transcribir así:
H-S2 ®
(S1 U Ov U S2) ® (S1 ∩ Ov S2 ∩)
(S1 U Ov ∩ S2) ® (S1 ∩ Ov S2 ∩)
En el primer
programa vemos cómo Lamia y Mohamed se buscan y desean ansiosamente y cómo en
el segundo aparecen satisfechos.
En el segundo
programa S2, satisfecho, satisface a S1.
Pero estas transcripciones
son sólo efímeras y momentáneas a lo largo de la novela, porque en el desenlace
se invierten inexorablemente.
De hecho la prueba
definitiva o disyunción final la inaugura el protagonismo del cuadro, del que
hablaré más adelante.
V. Configuración
discursiva y roles temáticos de la pasión
La Señora es un
conjunto de cuerpos obsesos que se buscan frenéticamente en el secreto del
adulterio para fundirse en uno, a lo largo de 13 capítulos.
Es un conjunto de
voces que narran esta despiadada e implacable fuga de la libido hacia el
delirio, porque, siendo conscientes de su neurosis, los actores saben que su
satisfacción sexual sólo les sirve para acrecentar y excitar más su pulsión.
Sólo Hayar, la novia del pintor, parece curiosamente escapar a esta perversión.
De hecho esta novela
plantea serios problemas de interpretación. En sus novelas anteriores, Bouissef
ubica lógica y nítidamente tiempo espacio y personajes, respetando a la letra
las estrategias narrativas consagradas.
Aquí, sin embargo,
tiempo y espacio son hipersubsumidos por la pasión libidinal, es decir, ésta
los moldea o anula según la llegada inminente o no del amante; aquí aquellas
estrategias sólo sirven de factores correferenciales para dar coherencia y
cohesión a la novela, ni más ni menos.
La vida íntima de
Lamia, y de Nora, pero en proporciones bajas, oscila entre dos universos: un
universo eufórico donde satisface su instinto materno con sus dos hijos y su
instinto sexual con sus amantes; un universo disfórico cuando piensa en su
marido y cuando se siente abandonada por sus amantes. Vive continuamente entre la serenidad de la satisfacción y la
angustia de la no satisfacción. Toda la narración obedece compulsivamente a
esta oscilación.
Los patemas
(relaciones pasionales precisas lexicalizadas) que afectan a Lamia, se
figurativizan en estas figuras lexemáticas: pena, aflicción, pesadumbre,
abatimiento, congoja, nostalgia, pesar, consternación, derrota, etc. El léxico
antónimo remite a una situación de euforia sólo momentánea.
Aquí Bouissef parece
orientarse hacia una temática intimista aún no abordada en nuestra literatura.
VI. Indicios de
ficcionalidad
Creo que Bouissef es
más interesante al escribir que al narrar.
La semiosis textual
es lograda por el autor mediante dos procesos:
- La redundancia de
indicios de ficcionalidad (información generalizada sobre la libido y la
muerte, efecto kinésico del cuadro, alucinación por neurastenia de Lamia y
Nora…)
- Correferenciación
textual (Tetuán, Zaouia, El Feddan, Rabat, Fes y Marrakech)
Así, con el acto
enunciativo y pragmático, la estructura semántica de la novela se articula
nítida y magistralmente.
Respecto a este nivel quisiera ahora resumir la segunda problemática de esta novela.
En muchas ocasiones
y de forma intermitente (Cf. Pág. 15, 25, 56, 91 y SIG,) la narración se
paraliza, la novela cesa de ser lo que es y se metamorfosea al pasar del género
narrativo al género icónico.
El lienzo descrito
en pág. 15 (leerlo) representa de hecho la libido que corroe a los amantes,
semiotiza el adulterio, fosiliza tiempo y espacio y personajes, estigmatiza la
pasión manipuladora e impacta, como
Medusa, en Lamia y Nora (las llevará al suicidio) y también en los
espectadores.
Creo que este
leitmotiv evoca implícitamente a Eros y a Tánatos, donde triunfa el segundo
sobre el primero y donde, creo, innova más el autor. Quien no ha captado este
nivel de lectura no entenderá gran cosa a la novela.
VII. De lo legible a
lo visible
El cuadro, que de
repente se transforma en protagonista de muchas peripecias en la novela,
aparece como una pantalla de cine donde se estigmatiza el acto de desnudamiento
como invitación al acto sexual. La perspectiva del autor es sin duda la del
neoexpresionismo. El objeto fundamental, creo, es capturar al lector que pasa a
ser observador/espectador de la escena prohibida.
Personajes y
observadores se identifican, absortos, illico e irresistiblemente con los dos
personajes del cuadro, según su sexo. Se excitan y se funden en su animación
onírica.
Esta transitividad
introspectiva del observador lo sumerge en la alucinación del deseo de forma
tal que el mismo cuadro se desvanece y abre sobre un paisaje paranoico que
permite al espectador deleitarse y satisfacerse.
En el caso de Lamia
y Nora, asistimos a una
antropomorfización y fusión de los cuerpos, éstas identificándose con la Venus
desnuda para entregarse al personaje/observador, que toman por el pintor. Pero,
como ya dije, el precio a pagar es grande: tienen que suicidarse para fundirse
en el cuadro.
Por lo tanto la
estética de la representación icónico semiótica que propone el autor exige dos
lecturas:
-Una, irracional, al
insistir el autor sobre la transparencia; aquí la descripción transitiva alude
a una escena exterior al cuadro, de allí la motivación del icono y el impacto
onírico directo sobre el observador.
-Otra, racional, al
insistir el autor sobre la inmanencia, aquí la descripción reflexiva alude a un
simulacro y provoca ipso facto la identificación citada antes.
La tematización es
lograda gracias al juego de luces y matices en la superficie y el relieve. La
hipotiposis se invierte, lo que da un simulacro de realidad, justificada por el
concepto de “ficción realista”, antes citado.
Lamia y Nora lo
tienen asumido: son ellas las protagonistas del lienzo, las que se desvisten en
separado, las que dejan que su cuerpo se funda con el del pintor.
Es a este nivel
trascendental donde se separan los dos componentes, el narrativo y pictórico.
Bouissef parece aquí transgredir, quebrantar y violar el sistema lingüístico
estructuralista y establecer una semiótica de los sentidos prohibidos: ver y
sentir, amar y sufrir, gozar y morir…
La inversión de los
signos se realiza al animarse el cuadro y fosilizarse la narración, pág. 149.
El pintor decide
recuperar el lienzo, llevado por Lamia a Rabat, para destruirlo y salvar, no a
su amante, sino su relación con su novia Hayar. Pero llegará demasiado tarde
porque el cuadro es investido también por la libido y provoca locura y muerte…
Con el
advenimiento del lienzo, el texto pasa
de lo enunciable (el discurso) a lo perceptible (la imagen). Y se puede hablar
a este nivel, siguiendo a M. Foucault [8], del pasaje de las prácticas discursivas
constituidas por el saber narrativo a las prácticas no discursivas constituidas
de visibilidades. Para este autor, tanto Las palabras y las cosas, como La
arqueología del saber, son inmensos archivos audiovisuales. Mientras en lo
decible los niveles de legibilidad son accesibles a la interpretación, en lo
visible las leyes de significación abren sobre programas complejos de acciones
pasionales: Lamia, por ejemplo, aparece
como un ser de pasiones inconfesables e insaciables, un cuerpo torturado por el
deseo y el dolor. Pronto pierde la noción del lenguaje y se sumerge en el mundo
de la imagen, del silencio y de la sombra de
la psicosis, al compás de un reloj que se detiene, señal de que la muerte triunfa al final.
Para Greimas también
las pasiones discurren mejor proyectadas en prácticas no verbales. Lo que se
percibe impacta más que lo que se dice, porque la estética, conocimiento
sensible, ciencia de lo bello y macabro, práctica moral, precede al sentido
(mera orientación intencionada) y a la significación (producto organizado por
un análisis discursivo); los preside y rige porque no hay sentido sin la
percepción y captación del objeto valorado; En esta novela, la significación
nace de la articulación de lo sensible y de lo inteligible. Según Fontanille[9],
la percepción que llama dimensión propioceptiva fundamenta nuestra
existencia, puede ser interna o interoceptiva, y externa o exteroceptiva.
Es la que regula los
valores axiológicos figurativizados en las figuras de euforia/disforia.
Despliegue de la
pasión libidinal de Lamia, antes de morir.
Dimensión
propioceptiva.
Sería improcedente
hablar a este nivel de un serio compromiso del autor, el de describir y
denunciar las prácticas perversas de una sociedad determinada, sumida en el
vicio del adulterio. Como si estas prácticas no fueran universales y más viejas
que el mismo mundo.
Muchos así lo
creerán por catalogar al autor en la corriente del realismo y sobre todo a
causa del personaje anacrónico y atípico representado por Hayar, la novia del
pintor, porque es la única mujer que lleva velo y no se presta al juego perverso
de la pasión, pese a múltiples ocasiones que se le ofrecen tanto con los
colegas y amigos, como con su novio que no cesa de provocarla cariñosamente
pero al que no permite ni una sola caricia íntima. Aplaza cualquier intención
sexual al día de la boda, para preservar, dice, su virginidad hasta ese momento
(el incidente del paño ensangrentado pasa de comentario), y añade el autor: tal
como viene legislado en la religión musulmana.
¿Qué pretende el autor? ¿Defender esta postura contra la de Lamia y Nora y de los demás personajes?
Creo que Bouissef
presenta al lector un estado de cosas y espera su reacción. Muchos se
identificarán con esas ilícitas actividades; algunos las condenarán
simplemente; otros se interesarán en buscar causas y efectos. La interpretación
es infinita y siempre quedará abierta. Cada versión bifurcará en otras
versiones…
Bouissef nos
transporta a un mundo de escondites y de dédalos múltiples del secreto pasional
donde se cierran puertas y se borran pistas, donde lo que parece no es y lo que
es no parece. El lenguaje puede chocar por su concisión y rigor: una novela
imposible de traducir por ejemplo en árabe. Menos mal que el autor no describe
la actividad libidinal in extenso. El secreto es doble: el lector se afronta a
metáforas y elipsis; para el público de la novela sólo los amantes saben lo que
hacen, pese a algunos chismorreos de la vecindad que peligran la relación
pintor/Hayar… Postura retórica bifurcante, momentos máximos de tensión sexual
abordada en el parecer del secreto; pero quedan imágenes atemporales y
personajes míticamente erotizados.
Se podría hablar,
siguiendo a Leroi-Gourhan [10], de
pictogramas y mitogramas que el autor describe con maestría y destreza. Sería
interesante comentarlos en otra ocasión.
Conclusión
El placer, la
frustración y desesperación de Lamia, luego las de Nora, provocan una fractura
irreversible y terminal en su identidad: pasan de ser razonables (es decir,
quiebran las reglas sociales) a rechazar la cultura individual (religión, ética
y principios morales) en la que fueron educadas; dan rienda suelta a los
instintos naturales que dicha cultura reprime y prohíbe y se adentran en la
pasión del tabú y del vicio sin poder volver a la realidad.
Tales son los elementos semánticos en oposición que articulan la estructura del texto entero.
Naturaleza
4 ←
cultura 2
[1] Bouissef Rekab, M. La Señora, Sial/Casa de África, Madrid, 2006.
[2] Pauwels, L. Le Matin des Magiciens, Paris Seuil, 1960.
[3] Todorov, T., “Représentation”, in R. Barthes, Littérature et réalité, Paris, Seuil, 1982.
[4] Albadalejo, T. Semántica de la narración: la ficción realista, Madrid, Tauros, 1992.
[5] Greimas, A.J. Sémantique structurale, Paris, Larousse, 1966.
[6] Aristóteles, Metafísica, Escasa Calpe, 1972, Libro V.
[7] Greimas y J. Fontanille, Sémiotique des passions, Paris, Seuil, 1991, p.54.
[8] Deleuze, G. Foucault, Paris, Flammarion, 1984, p. 103
[9] Fontanille, J. Sémiotique et littérature, essais de méthode, Paris, PUF, 1999.
[10] Leroi-Gourhan, A. Le geste et la parole, Paris, Albin Michel, 1964, p. 275.
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