EL DIABLO DEL JARDÍN
DE LAS HESPÉRIDES
La Comisión de
Investigación había acudido aquella noche al Cuartel General de Artillería para
escuchar la versión de los trágicos hechos de la propia boca del viejo Si
Mohand, un héroe de la Guerra Civil española y ahora encargado del
abastecimiento militar de la región de Larache. El médico forense tosió para
aclararse la garganta y dijo en tono grave:
—Tres cabos desaparecidos,
cinco sargentos ahorcados, cuatro tenientes ingresados en el psiquiátrico de
Tetuán y seis generales se levantaron la tapa de los sesos y todo esto en menos
de un mes. Lo curioso del caso es que son todos de nacionalidad española.
Inútil hablarles de las familias que dejaron deshechas. Según usted —añadió
escéptico, volviéndose hacia Si Mohand—, todas estas víctimas fueron poseídas y
luego asesinadas por Satán...
—Así es, señor —contestó
muy afectado el viejo—. El sereno
y yo les disuadimos a que visitaran de noche el Castillo de las Hespérides, llamado
también Castillo de las Cigüeñas. Pero no nos hicieron caso.
—¿Afirma que ese lugar está
encantado? —carraspeó el general, malhumorado.
—Por supuesto, mi general.
Todo el mundo aquí se lo puede confirmar. Vienen ocurriendo allí hechos
siniestros desde la época griega. Cuentan que hasta Aicha Candisha suele hervir
allí sus pócimas maléficas, para unir matrimonios o deshacerlos. —Concluyó el viejo con un estremecimiento en
la voz.
—¡Bobadas! Pues yo estuve
ayer y no me pasó nada —declaró el
comisario con una mueca de sarcasmo.
—Los planes del diablo son
impenetrables —puntualizó
enigmáticamente el sereno.
—¿Dice que las victimas
iban armadas con pistolas automáticas? —preguntó el general con una mirada
inquisitiva y recelosa.
—Sí. —aclaró Si Mohand—.
Los tenientes que ingresaron en el manicomio declararon que vaciaron sus
cargadores, treinta y seis balas en total, sin que el fantasma se hubiese
inmutado. Dicen que le dispararon a quemarropa. Los sargentos, tras descargar
sus pistolas, huyeron pero más tarde se suicidaron.
—Dicen que el demonio surge
detrás de sus víctimas y les quiebra el cuello antes de que reaccionen. —Tartamudeó
el sereno, conteniendo el temblor de su voz.
Hubo un silencio
insoportable. El general avivó la lumbre añadiendo otro leño en la chimenea y
dijo con voz enojada:
—¡Historias de fantasmas!
¡Sandeces! ¿Acaso estamos en la Edad Media? Esta historia es pura patraña. ¡Vaya tela! Dejaros de majaderías….De nada
sirven estos potingues y ungüentos...Tenemos que buscar a un asesino de carne y
hueso que nos tiene a los españoles entre dientes por alguna razón que
desconozco.
—Yo creo que es tan verdad
como el Evangelio —vociferó enfadado el sereno del Castillo, luego añadió—: ¿Y
qué me dicen de las Hespérides que tenían el poder de inmortalizar con sus
filtros a los humanos o de Aicha Candisha que no deja de sembrar tragedias
entre nosotros o de aquellas santas que tuvieron el poder de transformarse en
cigüeñas, cosa que dio el nombre al Castillo? ¡No son leyendas, señores!
—¡Tonterías! —gritó el
general fuera de sí y, lanzando una mirada retadora a Si Mohand y al sereno,
añadió—: No lo aguanto más. Esta misma noche voy a desafiar a vuestro “diablo”.
—No se le ocurra, general,
se lo suplico —le lanzó Si Mohand con los ojos desorbitados y la lengua
atascada.
—Tranquilo, general
—Farfulló el comisario—, no se lo tome a pecho, ya indagaremos más
tarde. Ahora es mejor que nos vayamos a dormir después de terminar de beber
este delicioso té con hierbabuena —y,
dirigiéndose a Si Mohand, agregó—: ¿Qué le añade al té para que tenga este
aroma tan deleitable?
—Unas lágrimas de azahar y
ron, que Alá me perdone, siendo yo musulmán
—aclaró el viejo, orgulloso por la lisonja.
Se dirigieron todos a casa,
pero por razones de orgullo o curiosidad, el general giró apresuradamente sobre
sus talones y enfiló el camino del Castillo "encantado", en dirección
al puerto.
Estaba seguro de que
aquello no tenía ni pies ni cabeza y que era pura imaginación del viejo Si
Mohand. El pobre moro —pensó— regresó fuera de sus cabales de la Guerra Civil
española, donde perdió un pie y el ojo izquierdo, cosa que pudo haberle
perturbado el raciocinio y hacer de él un mitómano y un paranoico.
El general llegó al
Castillo, recorrió la vereda, empujó con fuerza la pesada puerta de madera, no
sin notar la ausencia del sereno, cosa que no le sorprendió, dadas las trágicas
circunstancias.
Anduvo hasta llegar al
lugar oscuro, lúgubre e inhóspito, donde según se cuenta, aparecía la bestia
junto al árbol de las Hespérides.
Sacó la pistola y comprobó
que estaba bien cargada y dispuesta a disparar. Tuvo de repente un ligero pero
efímero mareo y buscó donde apoyarse. Se sintió inesperadamente cansado, como
si tuviera sueño. Hubo un clic. Un ruido semejante a un chirrido de una puerta
que se abría y se cerraba. Aunque no había puertas.
Se le aceleró el pulso.
"Los diablos no abren y cierran las puertas" —pensó irónicamente.
Abruptamente, le pareció
atisbar una silueta blanca destacarse ante él.
Tardó unos momentos en
discernir lo que estaba viendo.
Se estregó los ojos para
despejarse, creyéndose víctima de una alucinación. Pero lo que vio era real: la
silueta blanca se puso bruscamente a alargarse verticalmente de varios metros
de alto. Desenfundó la pistola, apuntó parpadeando y avisó con voz quebrada que
dispararía si la "cosa" no se identificaba.
Pero el fantasma se echó
sobre él antes de que terminara su frase. Aturdido y con el corazón latiéndole
con violencia, el general apretó el gatillo varias veces, hasta vaciar el
cargador, sin que la "cosa" cayera al suelo.
Se inmovilizó de sopetón.
Su pavor fue aumentando poco a poco; frunció el ceño. Le castañetearon los
dientes.
Súbitamente, el diablo
extendió sus etéreos y blancos brazos hacia el cuello del general. Este sintió
un profundo escalofrío correrle a lo largo de la espina dorsal mientras que el
sudor le invadía toda la cara.
Soltó la pistola y se
dispuso a huir, pero una pared se irguió ante él y se vio acorralado como un
animal sin defensa.
Dio la vuelta y en ese
momento le sorprendieron unas heladas garras de hierro atravesándole el cuello.
Se debatió. Soltó un alarido inhumano. Se desprendió por fortuna y echó a
correr, pero el diablo, pisoteándole los talones, le hincó esta vez sus
mortíferos colmillos en los riñones. Un ronco rugido de dolor escapó de la
garganta del general. Intentó luchar desesperadamente.
Finalmente se desplomó, con
los ojos desorbitados, bajo la mirada fulminante y sardónica de la bestia.
—Crisis cardiaca provocada
por sofocación y varias lesiones cerebrales
—declaró el médico forense, al día siguiente, cuando un marinero alertó
a la policía armada, tras encontrar el cadáver del general sobre la vereda,
fuera del Castillo.
—Se lo advertí —apuntó Si Mohand con voz de reproche—, pero no quiso escucharme. Por Alá, señores,
¿Siguen aún sin creerme? —preguntó con
desdén, mirando al comisario y al médico forense.
—Tienes razón. No te
censuramos —le aseguró el médico para
tranquilizarle.
—¿Y el sereno, qué hay de
él? ¿Sabéis por qué no estuvo de guardia?
—Curioso —carraspeó el policía, luego se calló.
—Bueno, señores —concluyó el médico—, vamos a recapitular los hechos mientras
saboreamos otra taza de este té tan aromático
—luego agregó mirando agradecido a Si Mohand—: ¿te importa añadir un
poco más de azahar?
—En absoluto —contestó
satisfecho el aludido, mientras rellenaba las tazas de sus compañeros con su
delicioso brebaje, luego añadió suspirando—: ojalá nos deje en paz esa maldita
bestia…
—A eso quería llegar —aclaró el médico con voz apagada—, me toca
ahora a mí retar al diablo. Bueno ¿qué traen hoy los periódicos?
Si Mohand dijo
guturalmente.
—Marruecos sigue pidiendo a
España que conceda a los soldados marroquíes que participaron en la Guerra
Civil española y a sus familias reparaciones por los daños que sufrieron. El
artículo dice: "Marruecos invita a España a una nueva lectura audaz de la
memoria común, con serenidad y lejos de todo prejuicio."
—¿Algunas
estadísticas? —preguntó el médico.
—Los dañados oscilan entre
70.000 y 100.000, con unos 7.000 niños entre los reclutados de los cuales más
de 2.000 siguen vivos en las provincias
del norte. "Ha llegado el momento de que se haga justicia a estos
combatientes y a sus herederos, —concluye el artículo.
—Esta noticia sobre
Marruecos me parece justa —sentenció el médico—.
Sin embargo hay españoles que no quieren que se pague esta pensión porque creen
que los marroquíes eran mercenarios que ayudaron a Franco a destruir y acabar
con la República, ayudados por la aviación nazi y los cañones, tanques e
infantería italiana. Por otra parte, este grupo de españoles denuncian los
saqueos, pillajes y violaciones que cometieron los marroquíes contra los
españoles mismos.
—Pero Franco quiso dejar
bien claro a la sociedad española cuáles eran los poderes que le habían llevado
a la victoria en la guerra civil española: se hizo rodear por una escolta
militar de soldados marroquíes en los primeros años de su larga dictadura. La
Guardia Mora fue casi tan popular como el Real Madrid. Franco quería enseñar
quiénes fueron los que le dieron la victoria, y esos militares de élite, que
vestían capas blancas y montaban a caballo, eran la flor y nata de los cerca de
100.000 combatientes que reclutó entre los rifeños.
—Es verdad, Si Mohand. No
es ninguna osadía afirmar que la participación de la fuerza militar marroquí
fue decisiva en la guerra, y que favoreció que se inclinara la balanza a favor
de los generales alzados frente al Ejército de la República, inferior en
cuadros de mando y en efectivos. Sobre la intervención de las tropas marroquíes
en España durante la guerra hay, sin embargo, grandes leyendas, y no es del
todo equivocado decir que fue el propio franquismo quien alentó esas historias
de ferocidad irreflexiva contra la población civil. Hay un componente de
racismo obvio, y el afán de amedrentar a quien quisiera alzarse contra el
régimen dictatorial de Franco. Para eso estaban ahí las capas blancas de los
lanceros, la terrible, temida, feroz Guardia Mora.
—Creo que la participación
de los marroquíes en la Guerra Civil no se ha abordado de manera científica. Lo
ideal sería realizar una serie de entrevistas en profundidad con algunos
supervivientes para entender cómo percibieron su participación y los motivos,
tanto económicos como ideológicos, que los empujaron a incorporarse a una contienda
cuyos retos, orígenes, protagonistas y referentes políticos desconocían
totalmente.
—Claro. No olvidemos que
estos soldados que salieron desde el antiguo Protectorado para ir a una guerra
eran tropas reclutadas en lugares donde reinaba la miseria y la ignorancia, y
fueron estas las que los empujaron a luchar por los caminos y pueblos de
Andalucía, Extremadura, Castilla, Madrid, Aragón, Valencia, Cataluña... Al
Ejército franquista no le faltaba dinero. El apoyo de la oligarquía económica
española y de sus colegas fascistas de Europa (Hitler y Mussolini), y las
corrientes de simpatía que venían de Estados Unidos permitieron que los alzados
fueran hasta cierto punto opulentos. Tanto, como para contar con un ejército
colonial, de acuerdo con los modelos que se seguían tanto en la Legión como en
los tabores de Regulares.
—A mí lo que más me sigue
doliendo —se quejó Si Mohand—, es que nos mintieron y engañaron a todos:
para reclutarnos fácilmente se utilizó también el argumento de la guerra santa.
Nos dijeron que íbamos a pelear en esta guerra, en nombre de un Dios único, al
que los republicanos querían quemar y eliminar de la faz de la tierra. Las
zonas de extracción de estos soldados fueron mayoritariamente las montañas del
Rif. Cuando acabó la guerra, y salvo los lanceros moros de El Pardo, esos
100.000 combatientes resultaban muy incómodos de mantener. Así que unos pocos
se quedaron en el Ejército Regular español, consiguieron la nacionalidad
española en algunos casos y sus familias se establecieron en las ciudades del
Protectorado, o en Ceuta y Melilla. Pero la mayoría aplastante volvió a sus montañas, más o menos a la misma
miseria de antes. Como en mi caso.
—Pero el Estado español
sigue pagando regularmente algo, aunque una miseria…
—Sí. A mí me dan unas migajas al mes. ¿Cómo puede uno vivir con eso teniendo 5 hijos? Muchos han tenido que pleitear, pero los pagadores del Ejército viajan raramente al Rif, a Castillejos y a El Aaiún a pagar a los que pelearon al lado de Franco y a sus deudos. Tampoco cobran las viudas de los que fallecieron o fallecen por muerte natural. Esta situación es injusta, porque al principio las viudas eran aún jóvenes y podían trabajar, pero ahora se quedan en la miseria más absoluta.
—No olvidemos que hubo
alrededor de 8.000 árabes en el ejército republicano, que vinieron de
Palestina, Argelia y otras partes. Existe una importante diferencia entre estos
y los marroquíes que lucharon al lado de Franco. Ellos eran voluntarios que
llegaron a España para luchar contra el fascismo, mientras que los marroquíes
traídos por Franco fueron obligados o bien engañados, como dice Si Mohand, para
que empuñaran las armas.
—La mayoría de ellos
comprendieron que habían sido engañados. Así por ejemplo, y según mi tío,
alrededor de 3.000 rifeños fueron llevados a Sevilla con la promesa de que se
les darían tierras allí. Cuando llegaron, se les dijo que “los rojos” habían
robado sus tierras y que tendrían que luchar contra ellos con el fin de
recuperarlas. En realidad, se convirtieron en carne de cañón. Estuvieron todo
el tiempo en el frente y fueron situadas otras tropas franquistas detrás de
ellos con orden de dispararles si intentaban marcharse.
»Después de la guerra,
fueron maltratados y discriminados. Pese a que ganaron la mayoría de las
medallas en el ejército de Franco, incluyendo la Laureada de San Fernando, se les concedieron pensiones mensuales
miserables que fueron congeladas en los años cuarenta, a diferencia de lo que
sucedió con las pensiones de los militares españoles, que eran actualizadas
cada año. Sus viudas, a diferencia de las de los militares cristianos, no
recibieron ninguna pensión. Todo esto tuvo dramáticas consecuencias para la
región del Rif. En primer lugar, la región perdió unos 100.000 de sus mejores
trabajadores. La mitad de ellos nunca retornaron. Otros hombres regresaron
paralíticos o mutilados, pero no recibieron ningún salario o pensión.
»Se dice que el 90% de las
personas que están mendigando en busca de comida en la región del Rif son hijos
de antiguos soldados marroquíes que habían luchado en España, ahora muertos. Me
parece que el gobierno español está esperando a que ellos se mueran también
para solucionar el problema por medios naturales —concluyó tristemente Si Mohand—. El mundo
entero cree que el tratamiento que los soldados marroquíes recibieron fue
vergonzoso.
—¿Y qué me dicen del papel
de la Iglesia Católica en esta guerra?
—preguntó un soldado, con un rictus de enfado en la cara.
—Algunos dicen que jugó un
papel tremendo en la discriminación contra los soldados marroquíes, por ser
musulmanes. —Observó Si Mohand.
—Pues sí, desgraciadamente.
Durante cinco siglos, la Iglesia insistió en que España era únicamente un país
católico y suprimió cualquier tipo de libertad religiosa para las demás
confesiones. Sin embargo, cuando la Guerra Civil estalló, la Iglesia bendijo la
llegada de soldados musulmanes con el fin de luchar contra el “comunismo.”
Durante la guerra, sin embargo, la Iglesia no permitió que mujeres españolas se
casaran con los soldados marroquíes y cuando el conflicto finalizó, presionó a
Franco para que retirase inmediatamente a estas tropas moras de España.
—¡Qué barbaridad! ¡Cómo
utilizan estos la religión para derramar tanta sangre! ¡En nombre de Dios matar
les está permitido! He leído bastante sobre Torquemada, la Expulsión final y la
exterminación de los indios: Es una verdadera vergüenza histórica. ¡Cargarse a
ocho siglos de civilización para volver a las tinieblas de antes! ¡Habrá que
escribir un libro dedicado a los crímenes perpetrados por la Iglesia en nombre
de Dios! —anunció el soldado, asqueado y
receloso. ¡Por lo menos Hitler y Stalin no se escondieron detrás de la
religión!
—A mí lo que más me saca de
quicio también es que nadie habla del bombardeo químico del Rif por los
militares españoles —se quejó con voz
ronca Si Mohand.
—Pero eso es viaja historia
—aclaró el comisario.
—¿Vieja? ¿Y qué me dice de
los nefastos efectos de los que aún sufre toda la población del Rif? Hay casos
de cáncer bajo todas sus formas...
—Perdone —exclamó el
soldado, aturdido, con el ceño fruncido—, ¿Están hablando de guerra química
española? No recuerdo haber leído algo sobre el particular.
—Eres joven —apuntó Si Mohand, indulgente, frunciendo los
labios—. Se intentó con todos los medios
ocultar aquella tragedia.
—¿Qué pasó exactamente? —inquirió
el soldado, confuso, arrugando la frente.
—Todo el mundo le dirá que
este genocidio lo perpetró el Ejército Español usando agentes químicos
esparcidos desde aviones, para sofocar la rebelión rifeña. El gas utilizado en
dichos ataques fue producido por la Fábrica Nacional de Productos Químicos, en
La Marañosa, cerca de Madrid. Los españoles fueron asistidos por los alemanes
nazis.
—¡Dios mío! ¿España hizo esto? —prorrumpió el
joven, atónito y con chispas de rabia en sus ojos.
—¡Aún recuerdo el olor! —lloriqueó
el viejo, luego añadió, tartamudeando, con desconcierto—: Era como el de un
medicamento letal. Los rifeños seguimos llamándole "Arrhash" a ese
maldito veneno.
Era medianoche cuando el
médico decidió a su vez adentrarse en el laberíntico castillo, sin informar a
los demás.
Empezó a oír unos ruidos
estremecedores.
Algunos rayos estallaron.
Las paredes del castillo
parecieron derrumbarse, cuando dos figuras siniestras se destacaron, delatadas
por un relámpago deslumbrador: la silueta del sereno que colgaba de un árbol,
cuello torcido y otra silueta que ahora empezó a adquirir proporciones
gigantescas para luego abalanzarse sobre el médico. Era la bestia.
—¡Alto! —gritó el médico,
empuñando la pistola—. Descúbrase o disparo a matar. No se haga el idiota.
El fantasma avanzó atrevido
pero cuando el médico disparó, alcanzándole en una pierna, profirió
inesperadamente un alarido de dolor, saltó hacia atrás cojeando y en su inesperado
desequilibrio se desembarazó sin querer de las inoportunas sábanas que le
cubrían, tras lo cual apareció un rostro humano, con cara de berenjena y
aspecto enfurecido.
Era Si Mohand, hecho un manojo de nervios.
De pronto la sorpresa se
mutó en una expresión de terror. Vociferó odiosos sonidos guturales, sus
gemidos fueron aumentando.
Lanzó improperios a voz en
grito, zafio y rojo de ira.
Se lanzó sobre el médico,
esgrimiendo una navaja en la mano izquierda y estallando en una orgía de quejas
y reivindicaciones, acusando a Franco por haber engañado vilmente a Marruecos y
por no haberle debidamente recompensado a él por sus heroicas hazañas
militares.
—¡Hijos de perra! —gruñó como un loco, lanzando chispas con sus
ojos—. Asesinos, fascistas, malditos, habéis expoliado a mi país cínicamente.
Habéis causado todas las guerras y las miserias del Rif. Lo habéis empobrecido
y dejado en la ignorancia total. Habéis matado a sus héroes y abandonado sin
recurso alguno a los que os consiguieron la victoria final. Habéis desvirgado a
nuestras niñas, humillado a nuestras mujeres. El norte de Marruecos lo habéis
transformado en un cementerio ¡Cabrones! ¡Marranos! ¡Mierda!
Los dos hombres iniciaron una lucha
encarnizada y feroz, pero el médico logró al final inmovilizar al viejo.
—¿Cómo lo supo todo? —preguntó más tarde el comisario, atónito.
—Ayer, cuando estuvimos
tomando té, observé un diminuto frasco en la palma de su mano, que mantenía
abierto mientras vertía té en la taza del general. Deduje que lo de las
lágrimas de azahar o ron eran en realidad un somnífero.
—¿Se lo vertía entonces a
quien proclamaba recoger el guante por desafío?
—Exacto. Y mientras las víctimas descabezaban un sueño
en el Castillo, bajo el efecto del somnífero, el viejo se apresuraba para
sustituirles el cargador por otro vacío. De forma que cuando luego hacían fuego
sobre él los pobres no entendían por qué
disparaban sin herir, ocasión que aprovechaba él para asesinarlos.
—¡Santo Dios! ¿Pero cómo se
las arregló usted para no tomar el somnífero y alcanzarle con los
disparos? —preguntó fascinado el
comisario.
—Fingí tomar el brebaje,
luego, mientras él vertía té en los demás vasos, vacié el mío en la hierba, sin
que me viera. Me llevé otro cargador al Castillo, que disimulé en mi calcetín. De modo que cuando el viejo me
sustituyó el cargador de la pistola,
simulé que dormía y no se enteró de nada.
—¿Y el cuerpo del viejo:
cómo es que tomaba esas gigantescas proporciones?
—Ocultaba una escoba debajo
de la chilaba o de las sábanas. Al accionarla hacia arriba, estas tomaban esas
fantásticas proporciones. Se echaba a correr para dar credibilidad a la imagen
fantasmal que aterrorizaba tanto a sus víctimas.
FIN
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