SINOPSIS
Ramírez, un viejo desdichado, premedita asesinar en su casa de Málaga a su joven y hermosa mujer, Lubna, porque sospecha que le pone los cuernos. Pero como el crimen perfecto sólo existe en las novelas, el plan del viejo psicópata se verá embrollado en circunstancias dignas de un desgarrador thriller. El trasfondo temático de este relato es la obsesión irracional que embarga al marido, por querer matar a su pareja, a la que acusa de adulterio.
Lunes,
11 de la mañana.
Lubna
se metió en el cuarto de baño y se observó reflejada en el espejo: cintura
estrecha, piernas largas, senos firmes y voluminosos, labios voluptuosos.
Detestaba depilar las ingles. Su trasero mostraba bien dibujados dos hoyitos a
la altura de los riñones. Sabía que en la playa causaba torturas en los hombres
y envidia en las mujeres.
Se
duchó y se secó. Con un lápiz negro agrandó sus ojos y con el rímel retocó sus
pestañas finas, luego perfiló las comisuras de sus labios con una barra roja y
se roció un poco con el perfume Éxtasis.
Vestía
en general ropa gris y rosa que le caía formando pliegues hasta los pies.
Llevaba en ocasiones un brazalete con incrustaciones de brillantes en su muñeca
izquierda y su aspecto denotaba educación y opulencia. Pero aquella mañana de
otoño aún hacía calor y le antojó llevar una camisa transparente sin cuello
donde anidaban unos pechos enhiestos sin sostén, prominentes y con pezones erectos
y provocantes. Unos pantalones blancos estrechos y sus cabellos recogidos en la
nuca en un pulcro moño. Desprendía gracia y suavidad por sus ademanes y la
muchedumbre devoraba con la mirada su
bello cuerpo.
Los
hombres la veían alta, esbelta y con talle cimbreante. Piernas perfectas. Su
rostro irradiaba siempre una profunda alegría de vivir. Su melena era lisa y
abundante. La mirada turbadora y vivaracha. Sus vestidos, falda o chilaba o
camisas transparentes, le ceñían con elegancia las sinuosidades de su cuerpo
generoso y ágil. Extraordinariamente hermosa, era una de estas raras marroquíes
rubias y de grandes ojos azules, ensoñadores y de crecidas pestañas, que hacen
que los hombres se vuelvan a echarle piropos y a suspirar de ansias por lograr
una sonrisa. El pelo, suelto, le invadía
casi las nalgas, sin ocultar sus curvas admirablemente proporcionales y
eróticas. Enloquecía más a los clientes porque sus amigas de trabajo, en
cambio, eran casi todas gordas o flacas, piernas escuálidas, pecho apenas
perceptible y el pelo, pobre y rizado. Se maquillaban con exageración para suavizar su físico. Este contraste daba
más belleza y carisma a Lubna.
Caminó
al trabajo graciosa y atrevida, ondulando las nalgas.
Como
de costumbre sus compañeros de trabajo la estarían esperando para devorarla con
los ojos y su jefe se mostraría exageradamente solícito.
Nadie,
sin embargo, sospecharía que detrás de esa inocente sonrisa se ocultaba una
insoportable y trágica pesadilla: ella y su marido, Ramírez, formaban la pareja
más infeliz del mundo.
Tras
salir de casa a las 08:00 y conducir el coche hacia la empresa, Ramírez se
quedó pensativo. Estaba al borde de la locura a causa de las infidelidades de
Lubna.
Todo
empezó hace un mes con los informes que le suministraba Pedro, contratado por
él para espiarla. Condujo por la avenida Andalucía, dobló luego por la calle
Virgen del Carmen, rumbo hacia Rosales. Rememoró. Cuando se casaron, él dejó de
tener hasta la más mínima aventura con otras mujeres, no por deber sino por convicción
y satisfacción personales. Lubna le consentía voluntariamente todo. Aunque él
le llevaba años —ella 25, él, 54—, ella se mostraba satisfecha y colmada. En
cuanto a su trabajo, que él suponía, no tenía ningún problema: siendo una
cocinera de primera, trabajaba a la luz del día y volvía al caer la noche para
ocuparse del hogar. Pese a la crisis, ganaban ambos lo suficiente y no sufrían
de ninguna clase de privación.
Se
detuvo ante un semáforo, cerca de la Facultad de Letras y, mientras tamboreaba
sobra el volante, recordó las circunstancias que posibilitaban el adulterio por
parte de su mujer. Cuando pasó a verde, maniobró y salió en tromba. Los
informes de Pedro eran abrumadores.
Corroboraban
sus sospechas.
En
varias ocasiones Pedro vio a Lubna pasearse con individuos sospechosos, al
salir del trabajo, y dirigirse a otros lugares en vez de ir a casa.
A
veces se quedaba muy tarde en el restaurante donde trabajaba, cuando él tenía
turno de noche.
Contrastando
pistas, Ramírez rebuscó por aquel entonces en algún rincón perdido de su
memoria para corroborar los informes de Pedro y vislumbró indicios
insignificantes al principio pero agravantes al final: la manía que tenía
Lubna de cuidar su atuendo, despilfarrando
cantidades exageradas de dinero; las múltiples escapaditas en que reincidía en
su tiempo libre, alegando compromisos femeninos y profesionales; su negativa en
la alcoba a practicar perversiones, alegando pudor y concupiscencia religiosa;
sus visitas esporádicas al ginecólogo; sus misteriosos viajes a Tánger, para
“ver a su madre”; las onerosas facturas de teléfono que pagaba ella misma…
Sin
distraerse de la conducción, recordó que sus rivales eran reales y tangibles y
concordaban con las narraciones de Pedro. Su jefe, Antonio Luis, era
amabilísimo con ellos, insistiendo siempre en invitarles los fines de semana.
Apoyó su promoción a cargos superiores en dos ocasiones y en presencia de
Lubna, perdía los estribos. Había que
verlo tan solícito y servicial estando en su finca.
Saltaba
a los ojos que él y Lubna…
El
patrón de Lubna era aún más cortés. La autorizó a ausentarse en múltiples ocasiones
sin pedirle tramitar papeleo. También insistía en invitarles a su vivienda en
la alcazaba de Los Rosales. El pobre no soportaba la presencia de su mujer que,
para ocultar su precoz vejez, utilizaba cosméticos y llevaba pesadas alhajas
caras.
Era
también obvio que él y Lubna…
El
ginecólogo de Lubna, un solterón de cuarenta años, era el más apuesto y
gallardo de todos. La última vez en que ella fue a visitarle, le había colocado
un dispositivo intrauterino para aplazar el embarazo.
En
cuanto al cuarto rival, era el vecino impertinente, al que vio en varias
ocasiones, rondar por la acera de su vivienda. ¿Qué placer podía darle él a
Lubna en la cama?, siendo un pelmazo fatuo, una especie de microbio viviendo a
expensas de las mujeres casadas. Además era delgaducho, bigotudo y de ojos
maliciosos.
Los
cuatro rivales eran, sin duda alguna muy reprimidos en su vida sexual. Y según
Pedro, no hay humo sin fuego…
Agrupando
coincidencias y sacando conclusiones dio finalmente crédito al informe de
Pedro: Lubna había visitado sola y en varias fechas las viviendas de sus
respectivos jefes, por separado.
Recordó, por otra parte, haberla visto él mismo con el vecino vicioso:
más que discutían en aquella callejuela, parecían reñir. Tenía él más de
chantajista que de amante. Sabría cosas, el muy malvado. ¿Le sonsacaba dinero a
cambio de su silencio?
En
cuanto al ginecólogo, las visitas se repetían de forma muy exagerada.
Se
detuvo de nuevo ante un semáforo. Recordó nítidamente la conversación-trampa
que tuvo con Lubna hacía 15 días, cuando llegó a casa de noche. Quería
contrastar pruebas. Y las estratagemas para cebar a su mujer dieron en el
blanco sin despertar ninguna sospecha.
Se sentaron a cenar y él le lanzó el primer cebo.
—Hace
un minuto, me crucé con nuestro vecino y ¿me creerás si te digo que ni siquiera
se dignó saludarme?
Ella
se sobresaltó un instante, como movida por un resorte, pero pronto se contuvo y
dijo, como si no le interesara el caso:
—A
veces la gente está en la luna y no ve a los que pasan y saludan.
—Me
pregunto en qué se ocupará este curioso personaje...
—Me
dijeron que su mujer trabaja en un banco y él está empleado en el Hotel Ibis.
¿Te ha hablado? —inquirió irritada y
parpadeando.
—No.
Dime: ¿qué proyectos tenemos para este fin de semana?
—¡Ah!
Ahora que me acuerdo: estoy invitada al cumpleaños de Elena.
—Eso
queda cerca de la casa de tu jefe
—observó con enojo y voz asqueada.
Ella
dio otro sobresalto, como si recibiera una carga eléctrica.
—Claro...
Es verdad. Bueno, ¿y tú qué vas a hacer?
—No
sé. Estar de Rodríguez. Ver la tele, o ir al cine... Ya veré.
Ya
tarde, revolviéndose en la cama, recordó, pasó a otras artimañas. Empezó a
desabrochar el camisón de su mujer. Su mano derecha alcanzó zonas prohibidas,
deslizándose por las ingles. Sus dedos
emprendieron el sendero tan anhelado. Pero ella se movió, abrochó el
camisón y dijo excusándose:
—Cariño,
el ginecólogo me recitó otro tratamiento de quince días. Lo siento.
Acto
seguido, le dio de espaldas. Él aprovechó esta postura para reanudar con su
vicio predilecto. Arremangó el camisón de satén. Dejó que sus dedos hicieran lo
necesario antes de embestirla. De nada le sirvió. Lubna se apartó y se echó a
dormir a pierna suelta, como un lirón.
Ramírez
recordó que apagó las luces, frustrado y, en vez de dormir, se puso a juntar
los pedazos desparramados del puzle. Todo estaba claro. Hacía tiempo que su
matrimonio había empezado a erosionarse, sin saberlo él, el muy idiota, pese a
haber estado al loro todo el tiempo.
Aquella
noche vislumbró una serie de escenas obscenas que harían palidecer de vergüenza
al más atrevido de los perversos. Sintió que la razón se le abdicaba al
comprender que el altar en que situaba a Lubna se desvanecía. La imagen del
cuerpo desnudo de su mujer tomó proporciones inauditas. Lo entrevió jadeante y
fogoso, acogiendo, gustosa, las torturas de sus cuatro amantes. El barrigón de
su jefe se erguía y se encorvaba sobre ella, gritando de dolor placentero; el
jefe de ella soltaba risitas patológicas, enloquecido por los quejidos de su
amante; el fatuo vecino transpiraba como un cerdo bajo el peso de ella,
mientras que el ginecólogo, variaba a lo infinito sus asaltos y retozos más
atrevidos.
Aquellas
escenas le produjeron súbitamente una tremenda jaqueca y sufrió alucinaciones.
Miró entonces despavorida y fulminantemente hacia el cuerpo apacible y
angelical de su mujer y le asaltaron deseos de estrangularla con la almohada
pero temió desencadenar una reyerta con gritos que alertarían a los vecinos. “La
muerte por envenenamiento, pensó, es la más eficaz”. Mas el reloj de pared del
salón adquirió bruscamente una tonalidad inaudita y el tictac insistente
taladró en sus oídos, enturbiándole los pensamientos. “Una puñalada podría ser
mejor… ¡Zzaasss! El cuchillo se hundiría en sus tripas como si penetrara en un
bloque de mantequilla. ¿No sería mejor cortarle las venas y simular un
suicidio? O simplemente decapitarla, como se suele hacer en las novelas y
tirarla al río”.
El
semáforo pasó a rojo y Ramírez frenó para dejar pasar a los peatones.
Entonces
otro remolino de imágenes y recuerdos aislados y desparramados se apoderó de su mente y sintió de repente
que la vida de su mujer hasta entonces viciosa era más enigmática y tenebrosa
de desenmarañar y recomponer.
Recordó
con espanto que ella, siendo musulmana, no había exhibido el tradicional paño
que, para dar prueba de su virginidad, tendría que estar ensangrentado tras el
coito, cuando celebraron la boda en Tánger, hacía dos meses. Más que eso:
aquella noche hicieron el amor estando él borracho. ¡Y fue ella quien insistió
en traer coñac! ¡Coñac! ¡Una musulmana pidiendo coñac! Más tarde dijo que había
tirado el paño de prueba a la basura. ¡Les hizo creer a él y a su familia que
era virgen! ¡Menuda cínica y mentirosa! Y eso que rezaba allí como una buena y
ferviente agarena. Ahora que lo recordaba bien, él también fue partícipe de
aquel cinismo aberrante al tener que convertirse ostensible e hipócritamente al
Islam para autentificar el matrimonio. ¡Qué oportunistas e hipócritas habían
sido todos! Él, subyugado por el hermoso cuerpo de la joven. Ella, por obtener
residencia y papeles españoles. La familia de ella viendo en él al salvador
bendito. Los adules haciendo la vista gorda, al ser sobornados. ¡Los adules! ¡Representantes
de la ley musulmana! ¡Todos infringiendo descaradamente la ley coránica!
¡Estarían todos en la cárcel, de saberlo las autoridades!
A
él le importaba un pepino, siendo ateo. Pero todos ellos ¡salpicando por
interés su propia religión!
Esta
súbita y execrable verdad redobló su odio hacía Lubna y justificó aún más la
ceremonia macabra que le tenía como sorpresa aquella noche.
La
solución final por la que había optado al principio se evidenciaba ahora con
más rigor y convicción. La había aplazado por razones incomprensibles. Pero sí
había resentimiento y deseo de humillarla y martirizarla.
Por
eso, antes de asesinarla, quería vengarse de la forma más cruel: prostituirla
en su propia presencia. Como en las narraciones de Sade. Demostrarle que él
sabía que ella era una asquerosa puta.
Le
excitó la idea de ver a dos o tres amigos suyos torturando a Lubna en la cama
mientras que él los observaría e incluso participaría en las perversiones más
prohibidas.
La
excitación llegaría a su cumbre, lo sabía y lo deseaba, al cruzarse su mirada, en ese estado, con la de su ídolo de siempre, el emperador
Heliogábalo, inmortalizado por un pintor surrealista en un famoso lienzo donde
se le ve en orgía con dos gladiadores.
Todo ello acompañado por la banda sonora “Psychedelic Trance”, interpretando
Make me feel love till death.
Así
fue como elaboró ese tremendo programa inspirado en Sade: cuando llegaba de noche a casa con sus
amigos, ya borrachos todos, empezaba amenazándola con un cuchillo de cocina, a
insultarla, a golpearla incluso cuando no consentía a hacer lo que le imponía.
Siendo muy violento, a ella no le quedaba más remedio que acceder a satisfacer
sus delirios, contra su voluntad, ante el inmenso y constante temor que sentía
cada vez que empuñaba la navaja. Durante días ejerció sobre ella un total
sometimiento que al final le infundió asco y odio, sobre todo las prácticas
perversas. Sabía lo que podía llegar a hacerle si desobedecía sus órdenes. El
cinturón y la navaja eran muy
elocuentes. Resistió el primer día. Pero él hizo crujir los nudillos,
dominó su furia y le asestó un puñetazo en plena cara que le hizo escupir
dientes. Tapándose el rostro huyó y se encerró en el cuarto de baño donde se
quedó sollozando y limpiándose la sangre. La habría estrangulado si no hubiesen intervenido sus
amigos. El hedor a alcohol impregnaba el aire. Luego optó por obedecer, sumisa,
esclava. Ahora ni siquiera necesitaba él ejercer violencia alguna sobre ella.
El
semáforo pasó a verde y Ramírez salió en tromba.
Evocó
la causa que lo indujo a abandonar las orgías.
Durante
aquellos delirios se había dado cuenta con estupor que ella gozaba de infinitos placeres en vez de sufrir
por humillación, como él lo había supuesto. La sorprendió en varias ocasiones,
mientras gozaba, mirarle victoriosa, feliz e irónica. Recordó cómo ella se
estremecía y sentía infinitos orgasmos, luego, en un arrebato, sumisa e
inocente, sin dejar de mirarle desafiante, apretaba sus labios contra los de su
amigo, besándolo frenéticamente. Se oyeron chasquidos provocativos. Viéndola
sonriendo, impetuosa y socarrona, le humilló por completo. Se estremeció al
recordar que el gordo, el colmo del asco, era negro. Aquello le descalabró
profundamente. Se sintió bruscamente el hazmerreír de sus amigos. ¡Se burlaban
de él y no de ella! ¡Lo martirizaban a él y no a ella! Su plan de venganza
había fracasado estrepitosamente. Se desmoronó como un castillo de naipes. Se
sintió traicionado, defraudado y vergonzoso ante sus amigos.
Fue
entonces cuando la idea de identificarse a Heliogábalo se concretó largo rato
en su mente. Él y su ídolo se fundieron en
una y sola persona. Él era Heliogábalo.
Llegó
a la empresa, aparcó el coche, subió pensativo las escaleras y se metió en su
despacho.
Su
plan era sencillo, infalible y perfecto. No implicaba meterse en ninguna camisa
de once varas ni armarse ninguna marimorena. La llevaría a su viejo apartamento
secreto, en la calle Cañaveral donde, le mentiría, les estarían esperando
“nuevos amigos” para “nuevos rituales” que ni Sade hubiese podido imaginar.
Compraría lo necesario al salir de la empresa a las 17:00, iría al apartamento
para estudiar los detalles de la escena final y pasaría a recogerla a las
21:00.
Las
4 de la tarde.
Lubna
se desembarazó del delantal y fue a la cafetería a comer un bocado. Una pausa
de casi tres horas.
En
su cabeza hervían muchas ideas. La obsesión sexual de Ramírez no tenía fin. Se
acordó de su amiga Maribel quien le había hablado de una eminente psiquiatra
que podría ayudar a Ramírez a recobrar su cordura. La llamó y se citaron en el consultorio del
médico a las 17:00.
Mientras
saboreaba el café la asaltaron las imágenes insoportables donde ella protagonizaba a la inmolada. Las
sesiones solían repetirse como dos gotas de agua, sumergidos todos en la música
psycho trance con el macabro título de Make me feel love till death y bajo la
mirada satánica de Heliogábalo. A Ramírez le enloquecía este personaje. ¡No
paraba de mirarle mientras participaba en la orgía! Los tres amigos llegaban a casa y hacían de su cuerpo lo que les
dictaba su locura, bajo la mirada delirante de Ramírez. Le imponían posturas
abyectas. Empezaba a sudar como una posesa. Sentía las manos viriles y sabias,
sobre todo los dedos, iniciar unas incursiones imposibles de imaginar. Él veía
cómo ella se estremecía, participando. Recordó que Ramírez sostuvo un insulto.
Visiblemente estaba fuera de sí. Sus celos eran reales. Lo veía fijarse
obsesiva y alternativamente en ella y en el rostro lascivo de Heliogábalo, como
si esperara que este le felicitara por lo que hacía.
“¡Ojalá
se sintiera ofendido, y abandonara estas humillantes e inhumanas prácticas!”,
había pensado entonces.
Lubna
quiso antes prevenir las autoridades para poner fin a este martirio. Pero le
dijeron que ella era adulta, casada y que aquellas orgías se hacían de común
acuerdo entre los interesados. Que en caso extremo podía solicitar el divorcio.
Que una violación con vejación debe quedar exteriorizada de un modo manifiesto
y concreto y con pruebas explícitas como secuelas físicas, golpes y arañazos o
heridas. Y como nadie presenta estas pruebas, por temor a vergüenza o a
represalias, le dijeron, no suele haber acusación por un delito de maltrato
sexual y la inocencia del marido siempre queda confirmada.
Las
17:15.
Tras
escuchar el resumen que le hizo Lubna de su triste vida matrimonial, la
psiquiatra aclaró la voz y dijo, frunciendo el cejo:
—¿Cómo
se te ocurrió casarte con él?
—Me
prometió sacarme de la pobreza y darme un hogar, un trabajo…
—¿Qué
aspecto tiene?
Viendo
que Lubna se mostraba indecisa y deprimida, Maribel tomó la palabra:
—Deja
que te ayude, Lubna. Y me perdonarás si seré directa: Ramírez tiene aspecto de
un grotesco payaso: cara redonda, macilenta e insulsa; cejas espesas, barbilla
luchadora y ojos hundidos. Barrigón, bajito y casi sesentón, lleva gafas
gruesas y tiene moretones en la calva. Carácter desaforado y muy
empalagoso. Suele ponerse borde con
todos. Tiene además mucho morro y solo piensa en sexo. Y esa horrible manía de
hurgar y manosear la nariz con al dedo índice es simplemente nauseabunda.
—Ya
veo. El tipo gordinflón machista que repele a las mujeres —dijo irritada la médica—. El personaje
obseso sexual concuerda con la narración que acabas de hacer. Es obvio que su
caso es patológico. Tengo que convocarle para diagnosticar el grado de gravedad
de estos celos. Es posible que lo internen.
—Quisiera
saber, doctora, si es peligroso seguir con él
—inquirió Lubna, intimidada.
—Me
temo que sí. Pero primero tengo que hacerle ciertas preguntas. Crímenes por
celos los hay cada día. Precisamente ayer hubo uno. Te enseño el artículo.
La médica alargó la mano, cogió un periódico, lo desplegó y las dos amigas
pudieron leer:
“Una madre de familia, de
origen marroquí, desaparecida desde el pasado mes de abril, fue hallada sin
vida, enterrada en una vivienda, en las afueras de Estepona. El esposo de la
víctima confesó el crimen —informó la policía—. El homicida, identificado como
Juan Medinas, contó que actuó cegado por sus celos enfermizos al creer que su
pareja le era infiel con un vendedor ambulante de frutas. Miembros de la
División de Búsqueda de Personas Desaparecidas y de Homicidios ya iniciaron las
excavaciones en el lugar del crimen para
recuperar el cuerpo”.
—¡Dios
mío! Es alucinante. Creí que los celos eran cosa normal.
—Los
hay de diferentes orígenes. Podríamos definir los normales como un estado
emotivo ansioso que padece una persona y que se caracteriza por el miedo ante la posibilidad
de perder lo que se posee, (amor, poder, imagen profesional o social...).
Existen otros celos más mórbidos como proyección de deseos de infidelidad,
donde el celoso está siendo infiel. Como en el caso de tu marido. Veré si tiene
relación alguna con una homosexualidad latente reprimida donde él pone en juego
complejos mecanismos de identificación y proyección, al permitir en su
presencia que otros hombres te hicieran el amor, como si se lo hicieran a él.
¿Lee algún libro raro o tiene algún ídolo?
—¡Qué
casualidad, ahora que me lo dice! Pues las orgías empezaron curiosamente desde
que compró el Heliogábalo, al que visiblemente admira… Está también loco por la
música Psychedelic Trance.
—Entonces
todo concuerda. Hay identificación con ese depravado emperador.
»El origen de los celos de tu marido
hay que buscarlo sin duda alguna en situaciones psicopáticas, ya que pasó
súbitamente de sentir celos normales a permitir orgías colectivas sádicas pero
donde él es masoquistamente víctima. Estos cambios de ánimo delirantes solo se dan
en un psicópata que pasa de activo a pasivo. Y esa rara música le permite este
paso. Fue lo que le ocurrió también a Heliogábalo. Es un caso típico en
psiquiatría. Los celos patológicos, como en este caso, siempre conllevan violencia en el
momento de la inversión sexual, según S. Freud.
»Tu marido presenta un cuadro de
celotipia que puede en efecto llegar a culminar en el crimen de pareja,
destruyendo al “objeto amado” por ser obstáculo o Súper Yo, para dar luego vida
a su nuevo papel de pasivo masoquista. Y el que no haya querido tener hijos
contigo es también un síntoma en el conjunto de la psicosis. Habría que tomar
medidas por tu seguridad, Lubna. Paradójicamente tú representas un peligro para
él. Por eso querría deshacerse de ti. Incluso matarte.
—Dios
mío. Tengo que ausentarme algunos días. Iré a Tánger. ¿Se curan en general
estos casos, doctora?
—Difícilmente.
Según el caso, yo indico lo más adecuado, un tratamiento individual, de pareja,
grupal, o diferentes combinaciones entre los mismos. Pero me temo que tu marido
esté en la fase más grave. ¿Entonces crees que acudirá a la consulta?
—Intentaré
convencerlo. Diré que la terapia es para ambos.
—Una
última aclaración —inquirió la médica,
molesta e intrigada a la vez—, supongo que
no has cometido ningún adulterio fuera del que él mismo instigó.
—Ninguno,
doctora, le doy mi palabra de honor y de mujer honesta e íntegra. Me tomó
además virgen cuando nos casamos. Tampoco le dio importancia al hecho y
prefirió hacerme el amor borracho, pese a mi oposición.
—Acudan
mañana a la misma hora —ordenó con tono grave la psiquiatra.
Nueve
de la noche.
Ramírez
se presentó ante el restaurante con diez minutos de antelación. Esperó en la
esquina sin hacerse percibir. Empezaron a salir las amigas de Lubna. Salieron
los hombres.
Al
final salió Lubna… En compañía de su jefe.
“La
hija de perra, la muy desequilibrada, no para” —pensó Ramírez. Se adelantó. Le
vieron. Habló el jefe.
—Hombre,
Ramírez, ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estamos? Iba precisamente a acompañar en coche a
Lubna a su casa.
—Pues
no se preocupe, pensé recogerla para ir al cine
—mintió—. Gracias de todos modos.
—No
hay de qué. Bueno, qué pasen pues una buena noche.
Momentos
más tarde, emprendiendo la calle Maldonado, Ramírez soltó su ira en injurias.
—Te
das cuenta, perra de mierda. Sales con él ante las narices de todos. ¿Dónde
ibais a hacerlo esta vez?
—Te
juro que te equivocas, me iba a llevar a casa porque no me siento bien.
—Pues
ya te sentirás mejor cuando lleguemos al piso de mi hermano, donde nos esperan
nuevos amigos.
—Pero
si el apartamento está cerrado. Y tu hermano está en Bélgica.
—Tengo
llave. Es allí donde haremos nuestras futuras guarradas. En mi casa los vecinos
pueden husmear, escuchar y hablar… Iremos andando.
—Pero
si son veinte minutos y estoy cansada.
—Cállate,
mierda, siempre mintiéndome, siempre la última en llegar a casa. Y no lo
olvides, tengo la navaja oculta en mi chaqueta, por si acaso no obedeces.
—De
acuerdo, haré lo que digas. Luego descansaré en casa, mientras tú vas al
trabajo. Ah, se me había olvidado, Maribel me comentó que podríamos ver a una
psiquiatra para mejorar nuestra relación.
—Lo
hablamos mañana. Primero a ver a nuestros amigos —ordenó él con rabia, pensando en el
asesinato.
“La muy descarada y descerebrada, no sabe que
nunca volverá a casa; que su cadáver desaparecerá para siempre en el río Guadalmedina”.
Había
comprado ya por la tarde el plástico donde envolvería el cadáver, el alambre
para atarlo junto con grandes barras de acero que harían imposible que flote a
la superficie.
Lo
tenía todo dispuesto en la bañera.
El crimen se anunciaba perfecto. Como en las
películas. Le asestaría una serie de puñaladas con la navaja y tiraría el
cadáver al Rio, cargado de peso.
“¡Uau!” —Suspiró eufórico— unas
puñaladas y adiós a todos mis problemas de sufrimientos e inferioridades de
toda clase. Buscaré por fin una relación
masculina para evitar todas estas pesadillas”.
—¿Decías algo? —preguntó Lubna, desasosegada.
—No,
nada —mintió él, ensimismado, luego añadió irritado—: me cago en la puta, otra
vez con las sirenas de la poli, seguro que persiguen a un indocumentado
marroquí de mierda. Estaríamos mejor sin estos malvados extranjeros, sucios e
incultos. Esta ciudad es hoy en día el paraíso de los inmigrantes, ladrones
todos y bandidos, hijos de perra. Y encima ahora estos asquerosos negros. El
infierno para nosotros. Me pregunto para qué sirven los impuestos que pagamos.
Hitler los habría exterminado a todos. No habría paro. Ni esta puta crisis.
¿Por qué crees que no quise tener hijos contigo? ¿Para parir otros malditos
monos como vosotros todos? ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
En
efecto, no muy lejos el mugir de las sirenas se hacía cada vez más agudo, como
el ladrido de un perro de caza, rompiendo la quietud de la noche. Se adentraron
en la calle Mármoles, sorprendentemente sombría y silenciosa, a pocos metros
del apartamento fatídico.
Las
21:40.
Iban
a cruzar la calle rumbo al piso cuando de repente un coche negro, contornando
con gran velocidad la esquina de la calle, los adelantó con un chirrido de
neumáticos estridente, antes de que se dieran cuenta. Detrás del coche venía a
toda velocidad también una motocicleta de policía, persiguiendo al vehículo. Al
llegar a la altura de la pareja hubo tiroteos estrepitosos por ambas partes. El
coche desapareció por la calle Cañaveral y la moto volcó, se deslizó
atronadoramente por la acera y terminó golpeando el dique del puente del río
Guadalmedina. El policía cayó al lado, inerte. Estaba muerto.
La
calle volvió a ser silenciosa y sombría.
Aparentemente
la gente estaba entretenida por un partido de fútbol. Y lo que acababa de
suceder era como una exorbitante alucinación para la pareja.
Lubna
se agachó y recogió la pistola automática que algún pasajero del coche había
soltado, tras haber sido posiblemente herido por los disparos del policía.
—¿Qué haces, idiota?, suelta el arma, maldita
sea, ¿no ves que se puede disparar? Ponla donde la encontraste. Entremos en el
apartamento antes de que llegue la policía. Esos asquerosos inmigrantes mataron
al poli. Nos harán preguntas. Y yo no quiero mezclarme con esa chusma.
Lubna
sopesó el arma, incrédula y miró fijamente a Ramírez.
Sus
ojos brillaron y sus mejillas se sonrojaron. Luego, levantando la mirada hacia
el rostro del hombre, enrojecido por la cólera y el odio, dijo, sin reconocer su voz:
—Sí. Podría dispararse. De hecho declararé que
te disparó accidentalmente alguien del coche. Tampoco hace falta decirlo ya que
así se reconstruirá científicamente el tiroteo: la bala que te alcanzó estaba
destinada al policía, allí muerto. ¡Te mataron por equivocación!
—Por favor, Lubna, no lo hagas —gritó el hombre despavorido, luego, viendo
que la situación estaba en su contra, cambió de vocabulario y de tono, antes
amenazador y ahora suave y suplicante—: sabes que en el fondo te quiero y
siempre te querré. ¡No aprietes el gatillo!
Lubna levantó estupefacta la pistola a la
altura de Ramírez y apuntó hacia el corazón. Creyó que aquello solo se daba en
las películas de Hitchcock. Que la muerte solo bailaba en Hollywood y no en
Málaga.
—Te lo ruego, Lubna —suplicó gimoteando ahora el malvado—. Te
daré todo el dinero que tengo guardado en el apartamento cerrado, acumulado
desde hace años. Te mentí. El apartamento no es de mi hermano, es mío. Es tuyo
ahora. El dinero también. Mucho dinero. Nunca te haré más daño. Retiro también
lo que he dicho de los inmigrantes y de los moros. Te lo suplico, ¡nooo!
Sus palabras fueron ahogadas por la detonación.
El disparo hizo retroceder violentamente a
Lubna.
El movimiento le provocó un agudo dolor en la
muñeca y en el brazo.
Ramírez
se llevó las dos manos al corazón, dolorido y cayó de bruces. Sus pies se
agitaron convulsivamente un momento, luego quedó inmóvil.
Estaba
muerto.
Las
diez de la noche.
Lubna
miró alrededor. Nadie a la vista.
La
calle volvió a ser silenciosa y sombría, tras el disparo.
El
fútbol tenía a la gente cautivada.
Ella
sola en aquella calle, con la muerte bailando en la cercanía.
Se
oyó de nuevo un débil pero largo alarido de las sirenas.
Era
seguramente la policía. Llegarían dentro de poco.
Lubna
tenía que apresurarse.
Borró
primero sus huellas en la pistola y la dejó donde la había recogido, a algunos
metros entre los dos cadáveres.
Volvió
prontamente al de su marido, retiró sigilosamente la llave del apartamento
donde recuperaría más tarde el dinero.
Cobraría
también la póliza en su debido tiempo.
Se
puso después a gritar como una loca, al notar
que el lamento de las sirenas se hacía cada vez más ensordecedor y la
luz giratoria del vehículo policial, más cercana:
—¡Socorro,
auxilio! —aulló con todas sus fuerzas— acaban de matar a mi marido.
Llegó
el furgón de la policía, con las sirenas rugiendo como demonios, precedida de
una ambulancia.
Entonces
se encendieron más luces en los apartamentos de la calle. Se abrieron ventanas. Surgieron rostros.
Salieron muchos a ver lo que sucedía. Se animó la calle Cañaveral.
Todos
se apresuraron a socorrer, tranquilizar y a consolar a esa hermosa
pero abatida viuda que
accidentalmente, en un tiroteo entre fuerzas del orden y algunos delincuentes,
acababa de perder a su querido marido.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario