CITA CON LA MUERTE
Ahmed Oubali
Se estremeció al pensar en el suicidio. ¡Qué
tétrica palabra y qué esperpéntica idea! El acto en sí era demasiado macabro en
la realidad. Mas su muerte era diferente de la que describen en las novelas: no
llevaba guadaña, atuendo, sombrero negro, ni asa escuálida ni tenía ojos
desorbitados. La suya era liberadora, heroica y espumosa, al personificarse en
las famosas cascadas de Uzúd, precipicio de más de cien metros de altitud,
horrible abismo sin fondo, una verdadera tumba
para ella, donde nadie podrá encontrar jamás a ese cuerpo suyo,
martirizado y violentamente violado.
Mientras planificaba el itinerario de su último
viaje, resucitó en su mente fragmentos desordenados de las “Rimas”, que hizo
suyos: Olas gigantescas que os rompéis bramando; ráfagas de huracán que lo
arrebatáis todo; nubes de tempestad que rompe el rayo; envuelta en las sábanas
de espuma y arrastrada en el torbellino: llevadme con vosotras; llevadme, por
piedad, adonde el vértigo me arranque la memoria; tengo miedo de quedarme a
solas con mi dolor.
La imagen del simpático profesor de literatura
le excitó la pupila y casi logró desviarla de su secreto. ¡Qué bien estuvo
explicando las razones que, según él,
indujeron a Cervantes, alias Avellaneda,
a escribir el Segundo Quijote!
Cerró los ojos e intentó memorizar la carta de
despedida que le tenía escrita. La recibirá dos días después del fatídico acto.
“Querido profesor y amigo:
He decidido dar término a
mi vida. Sé que es un sacrilegio para un musulmán y pido a Dios misericordia y
clemencia. Me dirijo a ti porque no tengo a nadie más en esta vida. Mis padres
me obligan a casarme con un emigrante inculto y mayor de edad, con quien no
tengo ninguna afinidad. Argumentan que es rico y que ayudará a mis hermanos a
emigrar, iniciándoles en el tráfico de los estupefacientes. Viene en agosto
para el noviazgo. En cuanto a mi compañero de clase, Bilal, ha cortado conmigo
después de abusar de mí. ¡Ya no soy virgen! Ahora sale con la rica heredera
Fadwa. Te agradezco tu fructífera instrucción. Perdóname. Quiero desaparecer de
este mundo injusto y cruel, donde impera aún la relación amo/esclavo,
verdugo/víctima, depredador/presa, donde el ciudadano es vilmente pisoteado por
el poder y las mujeres cada vez más humilladas. Diles a las autoridades que soy
responsable de mi muerte y que es inútil buscar mi cadáver. Adiós.
Marrakech, 12
de mayo de 1990.
Firdaus Diouri”.
Una última imagen le invadió dolorosamente la
memoria. Están en el aula. Sin volverse, Firdaus sabe que detrás de ella, Bilal
tiene prisionera debajo de la mesa la mano izquierda de Fadwa. La está
estrujando cariñosamente, como solía bien hacerlo con ella. Pero esta vez está
estrujando las múltiples empresas y hectáreas del padre de la niña. Concluye el
curso. Salen todos del aula. Ella se queda atrás para echar una última mirada a
esa pareja cuya felicidad se hizo en detrimento de su desdicha.
Empezaba a amanecer. Se despojó ahora de su
pijama, de las bragas y del sujetador para cambiarse. Observó su cuerpo y una
amarga sonrisa le torció las comisuras: no había ninguna posible comparación
entre su cuerpo y el de Fadwa: cintura estrecha, nalgas redondas, vientre liso,
piernas largas y consistentes, pecho firme, con pezones agresivos, melena suave
y rostro armonioso. La cintura de Fadwa era casi inexistente, sus piernas
escuálidas, sus tetas apenas perceptibles y su pelo, pobre y rizado. En cuanto
al rostro, lo tenía en forma de una torta, vulgar y adefesio. Su nariz era
chata y sus ojos, apagados. Se maquillaba con exceso para suavizar su fealdad.
Y era inculta como una cabra.
Retiró de repente sus manos de su pecho que
sopesaba con orgullo y experimentó un sentimiento de repulsa y asco por ese
cuerpo mancillado y humillado por aquel maldito oportunista cazafortunas. La
engañó con promesas falsas y proyectos utópicos. Estaba hechizada y convencida
aquella noche en la cama cuando accedió a su propuesta: “Lo hacemos para
disuadir la petición de mano de ese viejo y asqueroso traficante de drogas con
quien tu padre quiere casarte, sellando
así para siempre, nuestra unión."
Por suerte no la dejó preñada. Cuando más tarde
descubrió sus tejemanejes y al ver que su amor se apagaba deshilachándose a
beneficio de Fadwa, lloró a moco tendido.
Mientras se contemplaba en el espejo recordó
súbitamente a Mounia, su amiga de toda
la vida. “¡Qué curioso! —Recordó—, tenemos el mismo fin. La pobre se echó al
río, después de casada”.
Sus padres
—según le contó a Firdaus— la
habían obligado a casarse con un hombre muy rico, también mayor de edad —ella, 15 años; él, 50— pero alcohólico. El hombre solía cada
noche amenazarla con un cuchillo de
cocina, a golpearla incluso cuando no consentía a mantener relaciones sexuales
prohibidas por la religión. Siendo muy violento, a ella no le quedaba más
remedio que acceder a satisfacer sus perversiones, contra su voluntad, ante el
inmenso y constante temor que sentía cada vez que él llegaba borracho a casa.
Durante meses ejerció sobre ella un total sometimiento que al final le infundió
asco y odio, sobre todo cuando trajo a su segunda mujer, también menor, a vivir
bajo el mismo techo y practicar sexo juntos. El alcohol lo embrutecía y lo
dejaba a un paso del manicomio. Era en
ese estado —subrayó su amiga,
dolorida— cuando se empeñaba en
imponerles sus delirios. Ambas sabían lo
que podía llegar a hacerles si desobedecían sus órdenes. El cinturón y el
cuchillo eran muy elocuentes. Halima, su
segunda esposa, sumisa y perversa, terminó finalmente aceptando sus guarrerías.
Mounia intentó una vez encontrar una solución a
esta horrible pesadilla. Lo concertó con Firdaus y con algunos adules. Pero le
dijeron que estando casada tenía que someterse ciegamente a la voluntad de su
esposo. Que podía denunciar maltratos, sí estos eran concretamente visibles y palpables, como golpes o heridas.
Pero aun así —le explicaron, concluyentes—, ninguna esposa iría a denunciar
estos agravios, por vergüenza o temor a represalias. Incluso en casos de abusos a los menores de
ambos sexos, la situación era similar. Y el escándalo y la pesadilla suelen
estallar y terminar solo con la muerte de la víctima, por suicidio o crimen.
Una noche, tras abusar él de ellas como de
costumbre y caer en un profundo sueño, borracho, Mounia salió de casa para no
volver más: se echó al río.
Historias como la de Mounia se repiten a diario…
Firdaus dejó de mirarse en el espejo e intentó
olvidar momentáneamente aquella trágica muerte. De nada le servía admirar su
cuerpo de Venus y jactarse de ser
"la perla del Atlas", como muchos solían llamarla…
Se vistió con sus vaqueros claros y su camisa
malva. Ordenó sus cosas con parsimonia, cogió El Quijote, donde intercaló la
carta de despedida y salió a la calle, rumbo a la vorágine.
El turismo empezaba tempranamente por aquellas
regiones y no era de extrañar que los jóvenes, sobre todo los estudiantes,
hicieran autostop, en vez de tomar el autobús. Resultaba más económico y
emocionante.
Firdaus salió del centro de la ciudad ocre con
su bullicio del día. Echó una última mirada a la torre de la Kutubia, a los
minaretes de la mezquita rodeada de palmeras y naranjos aromáticos. El frescor
de la sierra era extraordinario, sobre todo al
escampar. Se puso a la izquierda de la calle del palmeral, por donde se
toma la carretera para Beni-Melal.
Apenas levantó el pulgar para parar a algún
generoso conductor, cuando un reluciente R21 empezó a aminorar la velocidad y
detenerse a su altura. Se inclinó ante la portezuela que le abrió un joven
apuesto, de facciones agradables, rubio, bien afeitado y con la mirada
penetrante y bondadosa. Tras preguntarle por el destino y obtener una respuesta
positiva, la joven subió al coche sin vacilar y se acomodó en el asiento
mullido del viajero.
—Merci, monsieur.
—Je parle un peu français, mais je suis
espagnol —explicó él con una sonrisa
efusiva.
—¡Qué bien! Pues hablemos en español. Soy
Firdaus Diouri. Estoy preparando un doctorado en filología hispánica. Trabajo
sobre El Quijote.
—Encantado. Me llamo Rodrigo Santander.
—No sé si pasará por Bzou...porque pienso
quedarme en Uzúd.
—¡Qué curioso y vaya coincidencia! Yo también
pienso visitar de paso ese maravilloso paraje. Llevo vídeo para grabarlo todo.
Puedes tutearme…
—Veo que tienes un hijo precioso —le dijo ella mostrándole unas fotos
incrustadas en el cuadro del maletín—; ¿la mujer es tu esposa? Es muy guapa.
—Sí. Murieron ambos en un accidente aéreo el año
pasado.
—Lo siento. Es horrible. La vida es injusta.
—Todo puede ocurrirnos en este mundo. Somos
mortales y débiles.
—¿No es mejor, entonces, acabar de una vez? —gimió ella.
—Nunca hay que perder esperanza. Un túnel siempre tiene una salida.
—¿Incluso cuando uno ha fracasado en todo?
—Sí. Tenemos que luchar hasta lograr lo que nos
proponemos, sin arredrarse por nada ni flaquear.
—Admiro tu perseverancia y tenacidad.
Un viento gélido le mordía la nuca. Observó la
estatuilla que se balanceaba colgada del retrovisor. Era de ámbar negro.
En ese momento, el coche inició una difícil y
peligrosa curva y el libro donde ella tenía la carta de despedida se escurrió y
cayó a sus pies dejando al descubierto el sobre aún abierto pero ya franqueado.
Se agachó y lo recogió.
—Lo siento. Veo que lees una novela. ¿Es
interesante?
—En ella el autor se propone ridiculizar a
Cervantes.
Viendo que él no la entendía, cambió de tema:
— ¿Piensa quedarse mucho en Beni-Melal?
—Tenemos un contrato de dos años con Marruecos
para construir viviendas económicas, tras lo cual volveré a mi puesto en
Valencia. Hay mucho que hacer: tu país está cambiando vertiginosamente en lo
positivo.
—Tuerce ahora a la derecha. Este es nuestro
itinerario definitivo.
—¿Lo has recorrido ya?
—A veces. En general suelo tomar la carretera de
Casablanca.
Desapareció ahora a sus ojos el ambiente ocre de
la ciudad imperial y su bullicio cotidiano. Quedó atrás también el Alto Atlas
en cuyas cumbres el astro solar parecía derretir los últimos restos de nieve.
Rodrigo notó una cierta preocupación e
indisposición en la joven.
“Pese a su belleza deslumbrante, alguna
chamusquina la enturbia” —se dijo. Encendió la radio para escuchar las
informaciones de las diez. Lo hizo con gesto desenfadado y deportivo. Intentó descongelar
la situación crispada. Pero en su fuero interno notó que lo que atormentaba a
la joven era mucho más grave. “Hay gato encerrado” —pensó, mirándola a hurtadillas. Le extrañó
que la joven viajara sin equipaje. Le gustaría saber qué enigma encerraba esa
carta que recogió ella con estupor en los ojos, dando un respingo, como si
temiera que alguien se la quitara.
Una música andalusí sucedió al informativo y
endulzó el ambiente.
Apareció al mismo tiempo el puente sobre Ued
Drar. Firdaus aprovechó esta ocasión para romper el silencio.
—Es uno de los ríos del infierno que, según los
habitantes, lo desolaba todo en su arrastre, cosechas, casas y almas. Tuvo que
intervenir el propio santo Sidi Rahal, para estabilizar su cauce. Ahora el
morabito yace en aquella zauía que ves cerca de la alcazaba que antes era su
morada. A la izquierda está el antiquísimo santuario judeo-musulmán, visitado
hoy en día por muchos judíos.
—¡Cómo sabes tantas cosas!
—Este trayecto lo he hecho varias veces en ambas
direcciones y una termina por saberlo todo. Si quieres te puedo comentar la
historia de las tres siguientes ciudades que pronto vamos a cruzar. Si no te
aburro.
—En absoluto. Me gusta. Admiro la forma en que
lo haces. Además hablas perfectamente mi idioma.
Por la ventanilla vieron a algunas mujeres encorvadas
lavar ropa sucia, cantando. La frotaban sobre piedras enjabonadas. Al otro
lado, vieron a algunas adolescentes quitarse sus zaragüelles para lavarlos. Lo
hacían jugando. Se rocían con agua lanzándose mutuas ensalzas. Algunas
levantaban sus faldas para mojarse el bajo vientre, dejando al descubierto sus
relucientes pantorrillas y nalgas.
Momentos después apareció primero Tazert, famosa
por sus múltiples alcazabas y la zauía de los Nazaríes, que Firdaus no dejó de
comentar. Luego descubrieron Demnat, ubicada sobre una ladera, a casi cien
metros de altitud, encima de un valle fértil. Sus casas en adobe se escalonaban
sobre abundantes gradas de olivares irrigados. Por fin, llegaron a Tanant,
pequeño centro administrativo, ladeado sobre la cima de un montículo que
ofrecía un pintoresco panorama sobre los impresionantes yebeles Ghat y Azurki,
de más de cuatro kilómetros de altitud.
—Al otro lado del valle, se elevan los
siniestros Tighremt o habitaciones colgantes, provistas de aspilleras.
—Amiga mía, te mereces un buen refresco. Nos
paramos un momento a descansar.
El joven aparcó el coche y ambos se sentaron a
una mesa, donde seguidamente los atendió un camarero corpulento, con un enorme
bigote y una sonrisa de oreja a oreja.
—Servimos dos manjares exquisitos: un tayín de
carne de cordero aderezado con frutas o verduras y un meshuí con salsa de Las
Mil y Una Noches. En cuanto el postre se lo sirvo como sorpresa.
En vez de pedir refresco, Rodrigo se volvió
hacia Firdaus:
—Si quieres que te diga la verdad, me muero de
hambre, un tayín de carne y ciruelas jugosas no me iría mal, pero me gustaría
que me acompañases.
—No. Yo no... No tengo apetito. —Musitó ella pensando en el suicidio.
—Te lo ruego... Además pareces tan cansada y
débil.
—Ya que insistes, opto por el meshuí.
Encargaron el menú al camarero quien asintió con
vehemencia y desapareció en la cocina de la cafetería. Poco tiempo después,
reapareció, arbolando dos bandejas humeantes, una de ternera aderezada con
verduras y otra de pinchitos condimentados.
—Madame, Monsieur —exclamó teatralmente, pensando que se
trataba de una pareja de recién casados—,
que aprovechen. —Luego añadió solícito con su risa desdentada—: Mi
ayudante les traerá agua mineral y luego, el postre.
Una pareja llegó y se sentó cerca de ellos. El
hombre era delgado y vestía una chilaba a rayas y un turbante blanco sobre la
cabeza. La mujer que lo acompañaba era más joven que él. Llevaba un haik negro
que solo le dejaba el rostro al descubierto. Tenía las pestañas pintadas con khúl
y las mejillas y los labios maquillados con exceso. No cesaban de lanzarles
miradas inquisitoriales, mientras cuchicheaban en bereber.
—Parecen hablar de nosotros —observó él.
—Sí. Creen que estamos casados y que, por no
poder tener hijos, hemos venido aquí igual que ellos, a implorar al santo Sidi
Uzmán, enterrado en la zauía que lleva su nombre, para que nos devolviera la
fertilidad.
—¿En serio? —preguntó él incrédulo e irónico.
—Sí. No te rías. Ha habido muchos casos de
esterilidad resueltos.
—Perdona.
—Los pacientes deben tomar algunas pócimas de
mejunje benigno o algo por el estilo. Luego se recitan versículos coránicos.
Llegó el camarero y les sirvió el postre. Se
componía de té verde, dátiles, cuernos de gacela y pastas con miel, además de
la fruta local.
—¡Delicioso! —Exclamó Firdaus.
—Me alegro de que te haya gustado. Es una
exquisitez. Y hasta la música me ha gustado, aunque no entiendo ni jota lo que
dice.
—Es nuestra música “pop”, llamada “chaabi”. Las
voces femeninas son de Hayya Hamdauia y Cheba
Zina, y las masculinas, de Burgone, Lemchaheb y Jil Jilala.
—Pues tendré que aprender marroquí para
saborearla mejor.
Comieron las golosinas con voracidad y tomaron
el té a sorbitos.
Tras lavarse las manos en los lavabos, Rodrigo
pagó la cuenta y ambos abandonaron Tanant, en dirección a Uzúd.
El mismo paisaje empezó de nuevo a extenderse
ante sus ojos. La primavera era exuberante y el gorjeo de las perdices sonaba
como un cosquilleo.
A Firdaus le agradó el comportamiento ejemplar y
caballeroso del español. Su honestidad e integridad la sorprendieron. La última
vez que viajó por autostop en dirección contraria, el conductor, tras una
amabilidad momentánea, tornó a ser un obseso sexual. Empezó primero con
desnudarla con sus miradas lascivas y muy pronto deslizó la mano por su bajo
vientre. Por fortuna, llevaba vaqueros, por lo que su mano invasora solo logró
estrujarle el pubis. Desesperado, el pobre hombre paró el coche y le pidió,
suplicando, hacer cosas que su mujer, dijo, le negaba. Propuso mucho dinero.
Hubo casos peores. A una amiga suya, la encontraron abandonada en un
descampado, tras ser desflorada y sodomizada. La última víctima que los
gendarmes encontraron en el campo violada apenas tenía trece años. También era
verdad que a algunos estudiantes de ambos sexos les encanta montarse en los
coches de los mayores para satisfacerles sus caprichos desenfrenados, a cambio
de algunos bocadillos o dinero porque no llegaban a fin de mes con sus becas.
Por suerte, Rodrigo parecía ser un hombre
honrado y sin trapicheos. Pero, quién sabe. “Aún no ha terminado el
trayecto” —pensó. Esas miradas profundas
que le lanzaba por el rabillo del ojo, acariciándole la generosa sinuosidad de
su cuerpo, mostraban sin lugar a dudas que estaba deslumbrado por su belleza.
"Se ve que me desea frenéticamente
—pensó ella— y solo espera el momento oportuno para declararse y
llevarme al hotel. He de seguir comentándole cosas para despistarle, como hacía
Sherezade".
De repente sus miradas se cruzaron e
intercambiaron una sonrisa cómplice. Mas la conducción exigía concentración. Aun
así él seguía devorándola cariñosamente con la mirada. "Sus ojos son de
una belleza incomparable —pensó
él—. No necesita rímel de cepillo para
embellecerlos. En cuanto a su cuerpo...".
Llegaron a la curva del kilómetro 139 y el
hombre torció a la izquierda. Firdaus notó que le quedaba solo media hora para
dejar de existir.
Empezó para ella el mecanismo de relojería.
El recorrido era pedregoso e irreal. Por ambos
lados de la carretera empezaban a surgir numerosos aduares esporádicos,
extraños Tighmerts y gargantas arboladas.
La carretera, antes huidiza, perecía ahora
inclinarse hacia un lado, para ofrecer una sucesión extraordinaria de
panoramas.
— ¡Ya está! —Exclamó Firdaus, como en un sueño,
señalando una explanada llana que desembocaba sobre el Ued Uzúd.
Él aparcó el coche, sacó su vídeo y ambos
anduvieron un trecho para admirar el paraje. Era dantesco. A más de cien metros
de profundidad, las cascadas vertían sus aguas con un ruido atronador. El
trayecto delantero del precipicio estaba tapizado de verdes concreciones
calcáreas y de plantas trepadoras. El resalto del agua en las rocas provocaba
una densa niebla que formaba un arco iris permanente y resplandeciente.
El estruendo de la caída, el borbotón de la
lluvia en el fondo, la exuberancia de la vegetación, todo concurría a componer
un espectáculo sobrenatural y romántico.
—¡No puedo creerlo —tartamudeó él, arbolando su
teleobjetivo—, es órfico y divino! Mira aquellos picos encrespados por donde
revolotean los pájaros. Amiga mía, esto es lo mejor que uno puede ver en su
vida.
Mientras él seguía esgrimiendo su vídeo,
Firdaus volvió a pensar en los
fragmentos de las Rimas, “Olas gigantescas que os rompéis bramando..."
Momentos más tarde, Firdaus se despidió de
Rodrigo, estrechándole la mano.
El hombre se quedó solo pero fascinado por el
ambiente natural, los jardines floridos, la sensación de tranquilidad. “Un
lugar muy bonito para ver el anochecer sobre las cataratas” —pensó. Se notaba
que era un destino de una fuerte atracción turística y probablemente el lugar
preferido para los que celebran su luna de miel.
“Luna de miel. Pero Firdaus ya no está… —susurró
tristemente”.
Contempló con interés la vista panorámica de las
cataratas.
Vio un camino que llevaba hasta donde caían las
cascadas.
Pensó un momento bajar hasta el pie del agua.
Se acercó al costado norte de los rápidos.
Vio cómo muchos emprendían la difícil bajada.
“¡Por fin sola!” —suspiró con alivio.
Avanzó como en un sueño. Todo le parecía
onírico. La gente empezaba a alejarse, unos por ir a rezar, otros para
almorzar.
Faltaba un cuarto de hora para llegar al abismo.
Un retardado mental orinó contra un árbol y se alejó corriendo. Una mujer se
perdía en el horizonte, a lomos de su burro. Una niña desmelenada y con los
pechos enhiestos se agachó para orinar. Alaridos bulliciosos de perros
copulando. Cotilleos de mujeres. Se agolpaban en su mente las ideas velozmente.
Agudizó su visión. En cada lugar de su memoria
había momentos de amor incrustados y sonrisas lacrimógenas. Luego nada.
Firdaus se dirigió al precipicio, decidida.
Diez minutos.
Cinco.
Cuatro.
Dos.
Ya no había nadie para impedirle saltar al
vacío. Pronto se apoderó de ella el vahído. Sus pasos no parecían obedecerle, resistieron
un momento, como si estuvieran clavados en el suelo.
¡No es fácil matarse! Sintió un sopor en las
pantorrillas, pero logró avanzar como un autómata.
Un minuto.
La brisa le invadió ahora el cuerpo. ¿Qué se
siente a la hora de morir? Gran alivio por desaparecer de un mundo
insoportable. Preocupación por los pocos
seres queridos. Culpabilidad ante Dios por dar fin personalmente a su vida.
De pronto, recordó con espanto que no había
enviado por correo la carta fatídica: ¡había quedado en el coche de Rodrigo!
¡Pero qué importa ahora la carta!
Sus pies despegaron del suelo hacia el vacío del
acantilado.
Otro paso y su cuerpo fue, esta vez, absorbido
por el abismo, como atrapado en un bocado. La caída era libre y seráfica. Voló
en el aire, a la deriva. Su cuerpo adquirió velocidad, en desplome vertiginoso.
Sintió frío. Su rostro se puso gélido.
Lo último que su conciencia percibió era una
planta trepadora o alguna rama desgarrándole la cadera.
¿0 era una roca?
Curiosamente, no experimentó ni dolor ni
asfixia. Nada.
¿Era esto la muerte? ¿Pero dónde había ido el
agua? ¿Por qué no estaba empapado su cuerpo?
En el infierno no hay agua ni frescor…
¡Qué importaba ahora todo esto!
Tuvo una última alucinación al oír una voz
dictándole:
—Firdaus, despiértate ahora…
—¡Pero cómo voy a despertarme si los muertos no
se despiertan!
–No. —Le contestó una voz—. No permitiré que te mates.
Poco después, logró abrir los ojos y notó que
estaba en el suelo boca arriba y descubrió un rostro... Era Rodrigo, inclinado
sobre ella, acercándole un pañuelo perfumado para que recobrara la conciencia.
La multitud seguía aglomerándose alrededor.
—El sobre estaba abierto —empezó él a
explicarle—, leí por suerte tu carta y
te perseguí sin perder un minuto. Te cogí por el tobillo justo cuando te lanzabas al vacío.
—Creí que era una planta trepadora —exclamó,
aturdida e incrédula—. En cuanto a la
voz, era la tuya y no la del infierno. Según veo, te debo la vida.
—Te mereces una mejor. Es injusto que una mujer
como tú se suicide.
—Tenía cita con la muerte y veo que la tengo
ahora... Contigo, Rodrigo. No
entiendo… Explícame, por favor.
Pero él la besó tiernamente y luego, sin
importarle las miradas de asombro y espanto de la muchedumbre, la besó
apasionadamente en la boca.
FIN
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