N ∀ R C O ⅂ Ǝ P S I ∀
Por Ahmed Oubali
"Cada mañana y cada noche unos nacen para el dulce deleite;
otros, para la noche eterna." William Blake.
SINOPSIS
Un joven universitario invita a sus amigos a festejar su
cumpleaños y, entre porros y bailes, se ve inesperadamente involucrado en el
asesinato de una de las invitadas, tras lo cual decide huir precipitadamente.
Poco después, en un momento de lucidez, recuerda los hechos incriminatorios,
las personas y la escena del crimen y comprende que su escapatoria lo conducirá
a un abismo sin fondo.
...
1
Ifrán, una fría tarde de abril, al noreste de Tizguite.
Dos coches abandonaron la carretera comarcal que lleva a la Zaouía y enfilaron
una larga pista hasta llegar a una verja abierta a propósito con acceso a un
gran patio adoquinado en forma de un círculo abierto al huerto y al lago, un
efluente del río local. Aparcaron y el primero en apearse era Murad Butaleb, el
anfitrión, alto, delgado, ojos color canicas, cabello marrón cepillado hacia
atrás, un hoyuelo en la barbilla. Vestía un traje de invierno marrón con
gabardina gris, camisa blanca y una corbata verde. Se aclaró la voz y dijo con
entusiasmo:
—Bienvenidos a la
finca familiar, amigos míos, y gracias por acudir todos a mi cumpleaños.
Bajaron, además del
chófer y servidor de la familia Butaleb, tres chicos y cuatro chicas, todos
ellos bien arropados contra el inclemente clima.
El chófer, Balga Krikas,
era un individuo huesudo y sonriente, de unos cuarenta años, ojos de color
ámbar y adormilados, con un espeso bigote negro que cubría la mayor parte de su
boca. Llevaba tejanos y una chaqueta de cuero amarilla. Ayudó a bajar del
Tuareg negro todo terreno a un joven moreno, alto y musculoso, Habib Madras,
nariz puntiaguda y mandíbula débil, y a dos chicas, una flaca y pelirroja,
Saída Bendris, la nariz afilada, ojos enrojecidos y los brazos como cerillas.
Ocultaba con su maquillaje diminutas manchas en las mejillas. La otra chica,
Malika Lahsen, era, pese a su obesidad, una hermosa rubia sensual.
El conductor del
segundo coche, un Mercedes también negro y todo terreno, el más esbelto de los
chicos, era Elías Almuden, cabello corto por ambos lados, de rostro ancho y
nariz prominente. Llevaba gafas finas de intelectual, un pantalón clásico, un
abrigo de cuero largo, una camisa a cuadros y una corbata rosa. De su coche
bajaron también un joven, Khalid Mohamed, piel lechosa, ojos grandes y oscuros,
labios carnosos y una oreja con un ostensible piercing, y dos chicas, Asma
Benabud y Huría Jalil, bajita e introvertida, ojos grandes y verdes, con
hermosas pecas en la cara. Llevaban todos ropa moderna y cara.
La que más deslumbró
a todos era Asma. Alta, cabello negro largo, nariz aguileña y ojos azules.
Vestía a lo masculino: una chaqueta de pana marrón, tejanos muy ceñidos, una
camisa vaquera azul claro y un típico pañuelo palestino que le servía de
bufanda.
—¡Oh, qué lugar más
apacible y romántico! —exclamó la joven.
—Acompañadme, que os
muestre el sitio —propuso Murad, después de dar instrucciones al chófer para
los preparativos de la comilona.
Los invitados vieron
a la derecha de la entrada los locales de la maquinaria agrícola y al guarda en
la puerta de su habitación, boquiabierto, agitando la mano a guisa de saludo.
EL viejo era un individuo estropeado por el alcohol y el tabaco. Los pocos
dientes que le quedaban estaban mellados por el sarro. A la izquierda se
extendía el parking y varias habitaciones, el dormitorio del chófer, utilizado
cuando la actividad se hacía intensa, dos salones tradicionales, una cocina
grande y un baño al extremo.
Salieron seguidamente
del patio tomando el corredor rumbo al huerto, un espacio de pasto también,
donde admiraron el lago con su típica plataforma sumergida en madera y con
barandillas. Pasaron al establo donde observaron cómo pastaban apacibles las
veinte vacas holandesas y finalmente visitaron la pequeña instalación
frigorífica. El entorno constituía una vista espectacular. Los últimos copos de
nieve acababan de derretirse y la temperatura se hacía cada vez más cálida.
—¡Qué bonito!
¡Felicidades, Murad! —expresó Asma con voz enternecida.
Todo cercado de
setos, esta gran diversidad de árboles frutales, este lago de ensueño, la
cascada y este olor irresistible a jazmines que anuncia la primavera... Ahora
entiendo por qué se cree que estanos en Suiza.
—¡De cine, chicos! Te
invita a escribir poesía —entonó Elías,
eufórico, guiñando un ojo a todos, luego añadió en tono serio—, pero yo me
estoy muriendo de hambre.
—Como todos nosotros —corroboró Murad—. Ahora es hora de pasárnoslo bien.
El salón, en forma de
cuadrado, estaba bien ordenado y decorado. Dos lámparas de cobre, ya
encendidas, colgaban del techo. A un lado, las típicas mtarbas, tapizadas con
tela estampada de calidad, aunque un poco desvaídas, y adornadas con cojines de
varios colores, constituían el conjunto rinconera en forma de ele. Una mesa
redonda a juego de cristal en el medio junto a varias mesitas de té con teteras
y vasos en bandejas de plata, rodeadas de los típicos pufs marrones, todo sobre
un suelo alfombrado. Al lado opuesto y adosadas a la pared, destacaban dos
largas mesas para el bufé, cubiertas con mantel blanco. Había de todo. Los
comensales no pudieron reprimir su admiración y sorpresa. La típica tarta de
cumple en chocolate puro, varios zumos, limonadas y platos variados. Al fondo,
una estufa a gas junto a una estantería donde reposaba una enorme radio
portátil estéreo, listas a funcionar. Las paredes estaban decoradas por
impresionantes retratos de la tradicional caballería marroquí.
—Queridos amigos —declaró
Murad, cuando todos se hubieron instalado cómodamente alrededor de la mesa de
cristal—, hoy celebro mi cumple y también mi último año de Ingeniería y elegí
este lugar por una razón esencial: aquí quiero que os liberéis de todos los
tabúes y sobre todo del peso de la tradición. Vuestro cuerpo os pertenece y
haced de él lo que os pida. Vamos a brindar por esta libertad. Hay zumos de fruta
y limonada pero en esas teteras tenéis vodka y whisky Ballantines y algunos
cigarrillos adulterados que tiene Elías, ya sabéis a qué me refiero. Mi chófer
los obtuvo de estos vendedores invisibles que merodean cerca de la universidad.
Y ojo, no lo olvidéis nunca: la moral verdadera nos dicta disfrutar de todo
pero con tolerancia y sin exceso ni abuso.
Todos agradecieron
las consignas y se pusieron manos a la obra, sirviéndose cada uno según sus
gustos y preferencias. Se encendieron algunos cigarrillos que parecía normales
pero con una densa dosis de hachís oculta y poco después entonaron todos la
melodía del happy birthday acompañada
por los yuyos de alegría típicos de las mujeres.
Para la sorpresa de
todos, Asma solicitó la atención para anunciar que bailaría la danza del
vientre en honor a Murad. Se quitó de repente la chaqueta de pana, puso una
casete en la radio, se descalzó y desabotonó la camisa para mostrar el ombligo
y los sostenes color rosa. Empezó con unos movimientos suaves y fluidos,
involucrando diferentes partes del cuerpo. Alzó los brazos, extendiendo el
pañuelo palestino en lo alto y, al compás de la música miliunanochesca, ejecutó
los frenéticos movimientos de la milenaria danza oriental. Destacó primero la
pierna derecha, elevando la cadera. Retrocedió luego torciendo ahora la cadera
de lado e irguiendo la espalda, los brazos a los costados. Seguidamente, dio
varios giros sobre sí misma y, cambiando de ritmo, flexionó y estiró los
músculos del abdomen esta vez manteniendo la columna y las caderas quietas, los
brazos serpenteantes, imitando literalmente a la divina Naíma Akef. La
frenética y sensual ondulación del vientre y de los senos turgentes dejó
hipnotizados a los invitados que captaron el doble sentido simbólico de la
danza: una profunda tristeza existencial expresada con movimientos rotativos
lentos, la mirada melancólica y las manos sufriendo contorsiones y, en
contraposición, una irrefrenable alegría de vivir interpretada ahora con
movimientos electrizantes y eróticos de la pelvis y los glúteos, oscilando
compulsivamente entre el twerking y el perreo, las manos ora en la nuca, ora en
jarras, revoloteando sus ondulados cabellos, los pies golpeando la alfombra y finalmente
alzó los brazos para formar una U, a guisa de las alas de las aves al emprender
el vuelo de la libertad.
Sin pensárselo un
segundo, los demás se unieron a ella y el baile adquirió repentinamente
proporciones feéricas.
La estancia se llenó
súbitamente de otras melodías. La radio estéreo, con bafles funcionando a todo
gas, reproducía ahora música blues entremezclada con la de los Guenawa. Se
volvieron a llenar las teteras y otros cigarrillos se encendieron.
—Tienen que ser
dinamitas en la cama —observó Elías en tono felino, con una sonrisa que parecía
atravesarle el rostro, expeliendo el humo de su cigarrillo—. Capaz de hacernos
olvidar lo absurdo y asqueroso que es
este puto mundo.
Murad asintió con un
guiño de ojo, dándole un codazo y se limitó a fumar y beber un sorbo de su copa
antes de apurarla.
—Sé que Asma y
tú...
—¡Ya no! —le cortó
Murad con amargura—. Es agua pasada.
—Pero si es
hermosísima. Y con ese trasero tan divino. ¿Y por qué la dejaste?
—Me dejó ella. Más tarde la pillé con Huría.
—¡Vaya por Dios!
Bueno, yo voy a ver si logro hincarle el diente a nuestra rubia y sexy amiga
que está ahora haciendo piruetas de swing —espetó Elías, señalando hacia Malika
con la barbilla. Y se fue a su encuentro.
—Hola, mi
preciosa —dijo, guiñando un ojo—, ¿por
qué no bailamos el truco de la naranja, para variar un poco?
—Ni sé lo que es —respondió ella, frunciendo el ceño.
Y él se lo explicó,
después de solicitar la colaboración de los demás. Se apuntaron solo Asma y el
atleta y ambas parejas iniciaron el juego erótico. Sostuvieron una naranja
entre las frentes, luego, con las manos colocadas a la espalda, intentaron,
siguiendo el ritmo de la música, arrastrarla hasta el ombligo y luego de vuelta
hasta el cuello, procurando que no cayera al suelo.
Murad tuvo
súbitamente vértigo. Sabía que no era a causa de la droga, de la que nunca
abusa, sino de un brote repentino de narcolepsia, enfermedad que venía
padeciendo desde hacía ya un año. El aire adquiría ahora un olor acre y sutil
que le cosquilleaba las fosas nasales. Aunque la claridad era intensa, no
lograba distinguir con nitidez los rostros. El ritmo del tiempo parecía
estancar. Los minutos eran ahora mucho más largos. Tenía la sensación de que
habían transcurrido varias horas y, sin embargo, la corta canción de
"Sing, sing, sing", de Benny Goodman, seguía entonando la misma
melodía electrizante. Apareció Balga para ver si faltaba algo, se desperezó con
complacencia y volvió a la habitación del guarda para seguir viendo el partido
de fútbol. A parte de esto nada pasaba de extraordinario. Barrió la estancia
con la mirada. Vio a Saída sentada y triste, observando con odio y
resentimiento a Asma que seguía bailando con Habib, ambos empujando ahora la
naranja con sus pechos, rumbo a sus cuellos. Le pareció oír a Malika, pese al
ruido, decirle a Elías:
—No pongas esa cara,
hombre. Pero, si es tan urgente, podemos hacerlo en el establo.
—¡Dios mío, no! ¿Con
esos olores a estiércol? Además, no quiero toparme allí con ciertos amigos.
Mejor mañana. Pediré las llaves a un compañero de clase.
Los vio enlazados
ahora y besándose, por haber realizado con éxito el baile de la naranja. Al otro lado, vio también a Khalid observando,
furibundo, a Habib. Vio por último a Asma ponerse la chaqueta y salir. ¿Adónde
iba tan precipitadamente? Quizás a hacer pis o a respirar aire puro después de
tanto fumar. ¿Le había guiñado un ojo antes de marcharse o lo había él
imaginado? Los demás pronto saldrían también para vaciar la vejiga. Necesitaba
él también estirar las piernas.
Afuera, la noche lo
envolvía ahora todo en sombras. Notó que los jazmines expedían su perfume ahora
con más intensidad.
Del baño de la
esquina no provenía ninguna luz, por lo que supuso que Asma estaría en el
huerto. "¿Dónde estás, pajarito?", se oyó decir mientras salía del
patio. Tomó el corredor y avanzó hacia el lago. Tenía los pies entumecidos pero
logró deslizarse lentamente hacia su objetivo. Y allí estaba descansando, no
lejos de la plataforma, acostada de lado cuan larga era en el banco. Se acercó,
sonámbulo, y se inclinó para despertarla. Le manoseó la nuca y luego le apartó
la cabellera. La débil luz que provenía del establo le permitió entonces ver el
rostro ceniciento de la joven: tenía los ojos desorbitados y la lengua colgando
de la boca. Estaba muerta. Murad retrocedió, presa de horror, sumiéndose en la
estupefacción. Sintió un agudo dolor en el pecho, como si unas manos heladas le
oprimieran el corazón y notó que se le nublaba la vista y que su cerebro giraba
a mil por hora. ¿Qué había hecho? ¿Él no quería...? ¿Qué diablos...? No atinaba a comprender.
Oyó rumores y pasos
detrás de él y al volverse vio entonces a sus amigos acercarse, los rostros
llenos de espanto al descubrir a la muerta.
Sintió de nuevo que
la sangre se le helaba en las venas y, pese al frío que hacía, notó que el
sudor le perlaba la frente. Se secó con el revés de la mano, se incorporó y se
echó a correr, bamboleándose, como un pollo decapitado, dando vueltas, o un
borracho en la cubierta de un barco azotado por mil tormentas.
Antes de llegar al
parking, lanzó, despavorido, una última mirada por encima de su hombro, y los
oyó gritar en un coro de exclamaciones ahogadas y protestas llorosas.
—¡Murad! ¡Oh, Dios
mío! La ha estrangulado —aulló Saída, el rostro desfigurado.
—¡Está muerta! —lloriqueó
Huría, al borde de un síncope—. ¡No me lo puedo creer!
—¡Ha huido!
¡Atrapadle! ¡Rápido! —vociferó de nuevo Saída, hecha ahora un manojo de nervios—.
Que alguien vaya a la tienda de la esquina y llame a la policía.
Murad quiso creer que
estaba soñando y que pronto esa pesadilla se disiparía. Avanzó hacia el coche, luchando
contra la somnolencia e imaginando tener alas en los brazos, pero le pareció
que flotaba, bajando por un infinito precipicio, los pies envueltos en
hormigón. El pasillo que lo separaba de la salida parecía extenderse,
ensancharse, distorsionarse, mientras que los segundos transcurrían con una agónica
lentitud. Recordó que las llaves las tenía su chófer y, antes de acercarse al
cuarto del guarda para pedírselas, lo vio salir, alertado por las voces de
socorro.
—¡No te las voy a
dar! Sabes muy bien que el médico te prohíbe conducir. Además la nieve sigue
densa por la carretera. Te llevo yo a casa.
Pero Murad terminó
arrancándoselas y, fiándose de su instinto de conservación, salió de la finca
en un chirrido de neumáticos ensordecedor.
A continuación, Balga
mandó al guarda a llamar a la policía y se llevó a los invitados al salón de
fiestas.
—Escuchadme con suma
atención. Ayudaremos a la poli en todo pero que quede clara una cosa: no quiero
que descubran que estabais bebiendo alcohol y fumando droga. Son muchos años de
cárcel, multas y una desgracia para vuestras familias y para mí también por haberla
comprado. Que las chicas laven las teteras y los chicos hagan desaparecer
cualquier huella incriminatoria. Dejad visibles los zumos y la limonada.
Aireadlo todo. En la cocina hay dientes de ajo para disipar olores y café para
despejaros. Yo tiraré las botellas de alcohol al lago.
2
Poco después llegaron las autoridades, un inspector con
tres agentes uniformados, el ayudante
del Fiscal, un fotógrafo, el médico forense y una ambulancia. Balga Krikas los
llevó al lugar del crimen, después de haberles relatado la rocambolesca huida
de Murad, su amo, y asegurado que allí nada había sido tocado ni movido y que,
exceptuando a los estudiantes, nadie había entrado en la finca. El guarda y él
habían buscado en todos los rincones, incluidos los alrededores del lago. Nada.
Se acordonó de inmediato el lugar del crimen, ahora surcado en todas
direcciones por las luces de varias linternas, para la iluminación del cadáver
y la detección de las pruebas. El inspector Zakaría Abdenbí, bajo la mirada del
magistrado, inició la inspección ocular con toda meticulosidad, buscando
evidencias e indicios incriminatorios para el informe preliminar. Era un hombre
grandote y simpático, con un rostro largo y rojizo, bigote delgado color gamuza
y labios apretados. Tenía en la mano la ficha completa de identificación de la
víctima. El criminalista, en contraste, era un individuo flaco, pelo gris, con
gruesas gafas, sin barba y sus pequeños ojos, de movimientos rápidos,
recordaban los de un temible sabueso. Se acercó, después de que hubo terminado
el fotógrafo su labor, para determinar la posición y el estado general del
cadáver. Observó el rostro y las marcas en el cuello, la boca, las manos, la
vestimenta, la posición de los miembros inferiores y finalmente palpó con
detenimiento la parte superior de la nuca. Del lóbulo izquierdo colgaba un
espléndido pendiente de oro amazigh con gema de ágata en granate. El lóbulo
derecho no llevaba el pendiente.
—Todo muestra que la víctima murió por
asfixia. La posición del cuerpo es decúbito lateral —declaró en voz grave, anotando
en una libreta lo que decía—, no hay Rigor Mortis porque el cuerpo está aún
tibio y lívido, por lo que la hora post mortem es inferior a dos horas. No hay
señales de agresión sexual pero sí signos de defensa.
—Es un claro caso de
homicidio por estrangulamiento —corroboró el inspector, entrecerrando los ojos.
El magistrado
encendió un cigarrillo con la colilla del anterior antes de declarar con
aridez:
—El próximo año se
inaugurará en Casablanca nuestro laboratorio de policía científica. Pero en el
caso de esta noche los hechos hablan por sí solos y no necesitamos a ningún
Sherlock Holmes o Hércules Poirot. Aparentemente es un crimen pasional, pero
podría tratarse de un asesinato en primer grado: el sospechoso cita a la víctima para copular pero,
viendo que se resiste, la estrangula en un arrebato de locura, antes de huir. Así actúan los psicópatas. Mi jefe es un hueso duro
de roer y hará trizas a la defensa, si la hubiera, para demostrar la
culpabilidad del prófugo. Así que, sin perder más tiempo, procedamos al
levantamiento del cadáver, a la entrevista de los testigos y al arresto del fugitivo,
antes de que estrangule a otra chica. Evitaremos así que este asunto corra como
fuego entre leña seca.
—He dado ya la alarma
y su domicilio está bajo discreta vigilancia domiciliaria —aseguró el inspector—,
y en cuanto termine aquí iré a casa de su tío a interrogarlo también.
—Buen trabajo —concluyó el magistrado, felicitando al
policía y al médico, antes de despedirse.
Uno de los agentes se
acercó poco después y dijo apesadumbrado, mirando al inspector:
—No hemos encontrado
el pañuelo con diseño palestino que, según los invitados, llevaba la víctima
anudado al cuello. Tampoco encontramos
el pendiente de oro que faltaba.
—Seguid buscando —contestó
el policía con aire condescendiente, luego, haciendo acopio de autoridad, pidió
al tercer agente que le acompañara para interrogar a los testigos, acomodados
en el salón contiguo al de la fiesta. El aludido, Lamrabet Muhamed, tenía cara
de pez, la cabeza alargada, barba de chivo, con un enorme lunar negruzco en la
frente, símbolo de fervor religioso, y unos ojos astutos, con nistagmo ocular,
que denotaban ignorancia, cinismo y animadversión.
Al inspector le bastó
una ojeada para catalogar a los estudiantes. Estaban atemorizados y tristes y
al borde de un ataque de nervios. Pulcramente vestidos y con una carrera
prometedora, con mucho dinero en el bolsillo, pero ahora con este cadáver entre
brazos. Las chicas gemían, balbuciendo la misma letanía: "no hemos hecho
nada", "no hemos hecho nada", "Nosotros somos sus mejores
compañeros."
—¡Hola a todos!
—saludó el policía con amabilidad, presentándose junto con su ayudante—. El
señor Lamrabet, aquí presente, os hará las preguntas habituales que se hacen en
estos casos. No es un interrogatorio sino una corta entrevista para conseguir
información. Vuestro testimonio es primordial. Más adelante, y si procede, se
os interrogará sobre vuestras relaciones con la víctima. Aquí tenéis mi tarjeta
—concluyó, entregándola al estudiante
más cercano que era Elías—, llamadme sin vacilar si recordáis algo importante.
Y acto seguido fue a
llamar al señor Butaleb para avisarle de su visita.
Al marcharse el
inspector, Lamrabet irguió su cara de pez, que parecía ahora un globo amarillo
deshinchado, ladeando la cabeza y dándose importancia. Se notaba que detestaba
a los ricos y odiaba a los intelectuales. Sus dientes cariados de cocodrilo, su
cabello hirsuto e irregular y su grotesca barba manchada por el Kif, le daban
ahora el aspecto patibulario y siniestro de un antipático torturador reprimido.
Cacheó con sus férreas manos de cangrejo a los seis estudiantes, uno por uno,
buscando el pañuelo palestino, el pendiente de oro y cualquier indicio
incriminatorio.
Los miró como un gato que mira a una pobre familia
de ratones indefensos y declaró:
—El interrogatorio se
hará por separado en esa esquina —señaló hacia una mesa y dos sillas opuestas, luego, haciendo caso omiso de la
recomendación del inspector, dictaminó en tono desagradable, antes de ir a
sentarse—: sé que vais a protegeros mutuamente intentando ocultar cosas que os
puedan perjudicar. Si lo hacéis, cometeréis el delito de falso testimonio que
está castigado con pena de hasta dos años de cárcel.
Hubo un murmullo de
protestas que se apagó casi en seguida, sustituido por un silencio sepulcral.
Los seis individuos parecían ahora tener más años pero era el pánico y no los
años lo que los había avejentado. Estaban tan pálidos e inmóviles como cadáveres.
El primero en
sentarse frente al policía era Elías. Entregó su documento de identidad al
agente quien anotó los datos personales en una libreta antes de devolvérselo.
La primera pregunta dejó al joven anonadado porque no tenía nada que ver con el
asesinato:
—¿Qué os ocurre que
oléis todos a ajo? —inquirió Lamrabet con
hostilidad en la voz, pestañeando varias veces, antes de sacar un cigarrillo,
encenderlo e inhalar el humo con voracidad.
Para evitar soltar
una interminable carcajada, Elías procedió a limpiar los cristales de las gafas
con el extremo de su corbata y luego miró a su inquisidor fingiendo mostrar un
rostro imperturbable:
—Las chicas
prepararon tortillas españolas y ya sabe usted cómo huelen a ajo y cebolla. De
allí nuestro aliento impregnado de ajo.
—Y hasta aún llevas manchas de salsa de tomate en la
mejilla.
Elías sacó un clínex y se limpió las marcas de
carmín de su amiga Malika, reprimiendo una estrepitosa carcajada.
—Lo siento
—dijo con el rostro impasible como una máscara.
—No sé lo que es una
tortilla española pero ahora sí sé que nunca las probaré. Dime, ¿cuándo viste
por última vez viva a la víctima?, ¿qué relación te unía a ella? y ¿dónde
estabas a las ocho en punto?
Elías refirió con
detalles todo lo ocurrido en la velada, salvo el hecho de que Murad saliese
detrás de Asma:
—Nuestra relación era
estudiantil. Bailamos durante toda la fiesta. Algunos salieron para dirigirse
al aseo, como lo hizo Asma, poco antes de la tragedia. Yo no salí del salón.
—Última pregunta —aseveró
el agente con fiereza en la mirada—, pero concéntrate antes de responder:
¿llevaba el pañuelo palestino al cuello?
—Afirmativo. Si no,
estaría en el salón.
Huría llegó a la mesa
semejante a una oveja que llevan al matadero. Se sentó y sacó un pañuelo de su
bolso para enjugarse la frente y los ojos, empapados de sudor. Temía que
saliesen a relucir secretos íntimos. El agente rompió el silencio, después de
encender otro cigarrillo:
—Veo que la muerte de
su amiga la afectó terriblemente —observó con un ademán falsamente
tranquilizador, después de hacer las preguntas preliminares.
Los labios de la joven se torcieron en un
rictus de dolor y sus manos empezaron a temblar. Sus mejillas se encendieron y
una lágrima corrió por ellas.
—Éramos solo amigas
de la facultad —negó con voz ahogada,
mordiéndose las uñas.
—¿Pero quién dijo
nada de que tuvierais una relación? —enfatizó el hombre, sorprendido—. Dígame,
¿tenía ella enemigos que quisieran hacerle daño?
—¡Oh, no, que yo
sepa! Pero sí muchas envidiosas. Porque ella lo tenía todo, belleza, dinero,
glamour, éxitos...
—¿Alguna persona en
particular? —inquirió el policía con desdén, sin abrir la boca.
La joven se
sobresaltó, luego permaneció dubitativa un momento, afligida por una idea fija.
Sus pómulos se tiñeron de púrpura. Finalmente negó con la cabeza, sin mirar a
su inquisidor. Hablar de la animosidad y los celos que sentían Malika y Saída por
Asma supondría quebraderos de cabeza con la justicia y los amigos.
Habib se levantó,
pálido y luchando por mantener su aplomo. Lamrabet ladeó su cabeza de pez y le
dedicó una mirada zorruna antes de soltar una risita descompuesta:
—Después de ese
obsceno baile con la víctima, te vieron salir y dirigirte al establo con
alguien: ¿era Asma Benabud? —preguntó el agente, humeando de rabia.
Los labios del atleta
temblaron un momento y dijo con voz estrangulada:
—¡Oh, yo... salí
solo! —protestó con vehemencia, sintiendo un dolor abdominal, como si padeciera
dispepsia—. Me dirigí a los aseos y no al establo. ¡Lo juro!
Se sonó la nariz
ruidosamente con un clínex, buscando mantener la calma. El agente lo miró con
suspicacia, sin mover ni un músculo de la cara. Sabía que el aludido mentía.
Garabateó cosas en la libreta y su boca hizo una mueca, como si hubiera mordido
la lengua:
—Está bien. Mañana
firmarás tu declaración y espero que no cuentes disparates. Que pase el siguiente.
Khalid parecía la personificación de la
desesperación cuando se sentó frente a su verdugo quien observó, fascinado y a
la vez asqueado, su diminuto pendiente de oro que colgaba del lóbulo derecho,
enmarcando un bello rostro con mejillas ahora sonrosadas. Miró a hurtadillas
las uñas de sus largas y finas manos decoradas en rosa, contrastando con su
cutis lechoso. El joven rezongó, presa de histerismo ante esas miradas asesinas
y a la vez concupiscentes del agente e intentó contestar con voz apagada las
consabidas preguntas. Los minutos se le hacían siglos mientras que las sienes
le latían con fuerza, empapadas de sudor. Lamrabet se metió otro cigarrillo en la boca, lo
encendió y murmuró para sus adentros: "Su pasión es tan mórbida que no
vacilaría en asesinar a cualquier acérrima rival sentimental", luego, tras
notar en la libreta esta verosímil hipótesis, inclinó su cabeza de ardilla,
para escrutar con aspereza al joven, y dijo en voz alta para que le oyeran los
demás:
—A los enfermos como
tú y todos tus amigos los deben quemar en una hoguera, aunque de todos modos
estáis condenados a ella cuando os muráis.
Khalid se levantó y
se marchó, los ojos humedecidos.
Malika se dejó caer
en la silla, somnolienta, la compostura descuidada. Pero este detalle pasó
desapercibido para el policía quien observó en cambio el rostro sensual de la
joven, bajando la mirada hacia sus pantaloncitos estrechos para detenerla en la
entrepierna. Contempló luego fascinado el polo de invierno hinchado por unos
senos provocativos y bondadosos. Inhaló del cigarrillo y exhaló el humo antes
de preguntar. La joven se sintió ulcerada por ese comportamiento de gamberros y
demoró en contestar las preguntas, sobre todo las relacionadas con la vida
íntima de cada estudiante. Viendo su negativa a contestar, Lamrabet sonrió de
oreja a oreja y dijo, inclinándose hacia ella y palpando la pistola que colgaba
de su cintura:
—Escucha, vieja zorra
—gruñó sin alzar la voz, pero su tono
restalló como un latigazo—, si no cooperas ¿sabes dónde pienso meterte la pistola?
La pulla dio en el
blanco y la joven se puso en pie, como expulsada por un resorte:
—¡Esto es
inadmisible! ¡Payaso insolente de mierda! —soltó con desafío, indignada—. Mi
padre tiene contactos...
—¡Me importa un huevo
que los tenga! —estalló él, rabioso y con un gesto de querer escupir,
lanzándole una mirada que pretendía pulverizarla—. Yo hago mi deber y tú no
quieres cooperar. A las chicas como tú se las debe encerrar y destinar a las
tareas domésticas, al rezo y a parir. Y hay que azotarlas sin piedad si no son sumisas.
Sabemos que el ir a estudiar a la universidad os sirve solo de pretexto para putear.
—Son los bárbaros inquisidores
medievales de tu calaña los que deben ser quemados vivos o encerrados en asilos
—gritó la joven con repulsa y salió
corriendo, como si escapara de un nauseabundo
leproso.
Saída tomó asiento y demoró
unos instantes en contestar. Necesitaba mostrarse convincente. Finalmente hizo
crujir los nudillos y declaró solemnemente:
—¡Lo vimos hacerlo!
Estaba inclinado sobre ella. Murad es el asesino. Lo vimos...
Para la sorpresa de
todos, Lamrabet estalló en una risita frenética y atragantada que parecía una
cuchillada rasgando una tela de seda:
—¡Por fin un testigo ocular!
—exclamó triunfante, luego, concluyendo el interrogatorio, añadió con fastidio—:
aunque todo el caso sigue oliendo a chamusquina.
La finca recuperó su
plácida atmósfera. La luna, apenas visible, seguía centelleando débilmente a lo
lejos en el horizonte. Una ligera e inesperada llovizna, distorsionada por una
ráfaga de viento helado, empezó a purificar el entorno.
3
—Siento llegar a una hora tan intempestiva y sin una
orden de registro y allanamiento —dijo
el inspector Abdenbí al señor Abdeltif Butaleb que le abría la puerta del
chalet.
—En absoluto —replicó el aludido, complaciente—. Si apenas
son las diez y media y solemos acostarnos sobre la una de la madrugada. Por
otra parte, es nuestro deber cooperar con las autoridades. Pase, por favor,
vayamos al salón.
Era un típico señor
rural de la vieja escuela, con su tez morena y figura altiva, cuerpo ancho y
cuadrado y grandes y gruesas manos. Rondaba los sesenta años y se estaba quedando calvo. Vestía una
gandura gris para la ocasión.
Antes de acomodarse
en uno de los suntuosos sofás de cuero marrón, el inspector vio a una mujer
bajar por las anchas escaleras del primer piso, ataviada con una chilaba malva.
Era una mujer de apenas cuarenta años, de sólida contextura, apariencia dulce y
reposada, morena, pelo castaño corto, ojos pardos de mirada honesta. Parecía
muy preocupada por lo que sucedía. Butaleb la presentó como su esposa, Nuria
Benmusa, pintora con fama nacional. El policía se percató al instante de que
era una mujer de gran cultura.
—¿Qué temática recrea?
—Retratos al óleo de
caballería marroquí a la carga, tipo Fantasía tradicional, inspirándome en
Delacroix. En el salón de la finca tengo colgados algunos y aquí también.
—Ah, por supuesto,
sí, son admirables. La felicito.
—Gracias, inspector.
Siempre es agradable ver que hay
policías sensibles al arte.
El salón estaba muy
bien cuidado y en la barnizada mesa descansaban dos bandejas, una con tres
tazas dispuestas junto a una tetera, todas en porcelana china, y la otra
contenía una variada y exquisita repostería nacional. Una sutil música andalusí
suavizaba la atmósfera.
—Hemos interrogado a
todos los estudiantes y faltaba el señor Murad —explicó Abdenbí, los ojos
clavados en las golosinas, el olfato cautivado por el aroma del té a la menta.
—Sírvase, por favor —invitó Nuria, poniendo a su alcance los pasteles
y la taza de té. Luego añadió en tono grave y contrito—: Murad llegó aquí hace
una hora en un estado mental lamentable y nos relató lo ocurrido. Le
aconsejamos que se duchara y se cambiara y esperara la llegada de la policía
para justificar su fuga y dar su versión de los hechos. Pero escapó poco
después de que usted nos llamara. Creemos que le aterroriza la idea de estar encerrado
entre rejas. Por eso salió corriendo de
la finca.
—No tiene por qué
paniquearse —tranquilizó el inspector—. Que
conste que nadie ha sido inculpado y que de momento estamos solo recopilando
información preliminar para la vista judicial. Perdonen la indiscreción si les
pregunto sobre el señor Murad, su salud, algún cambio reciente en su
comportamiento, sus relaciones, etc.
—Relaciones de
camaradería en la universidad —puntualizó Nuria—. Apreciado por todos, sobre
todo por sus profes, como bien lo muestran las notas sobresalientes que saca.
—En efecto —corroboró el esposo—. En cuanto a su salud,
creemos que ha mejorado bastante con su enfermedad que se llama sololepsia.
—Narcolepsia —corrigió Nuria con voz melancólica, cogiendo
la taza de té.
—Perdone mi
ignorancia pero ¿qué es? —inquirió el inspector con voz ronca.
—Nosotros lo sabemos
porque su padre, que en paz descanse, la padecía también. Se trata de sufrir ataques
repentinos de somnolencia en cualquier lugar y a cualquier hora.
—Conviene hacer un
resumen al señor Abdenbí de nuestra familia, querida —aclaró Butaleb, mirando a
su esposa, luego, volviéndose al policía, explicó—: Murad es mi sobrino y su
padre era mi hermano. Consultó a varios especialistas. Hubo mejoras y pocas
recaídas. El médico le había prohibido conducir pero él hizo caso omiso de la
recomendación.
Por quedarse el esposo
sin habla a causa de la pena que lo embargaba, Nuria siguió con la explicación,
reprimiendo un sollozo:
—Un día su chófer
estuvo de baja y él tuvo que conducir para visitar a sus suegros, convencido de
que bajo la batuta de su mujer y con velocidad lenta no ocurriría nada. Por desgracia murieron los
dos.
—¡Accidente por
somnolencia! —exclamó el inspector—. Sí,
recuerdo perfectamente el caso. Fue el año pasado, ¿no es así?
—Exacto —confirmó el marido con voz quebrada.
—Las estadísticas —declaró
el policía— muestran que este tipo de accidentes son tan letales como los
causados por la ebriedad. Los datos a nivel internacional revelan que entre el
25 y 45% del total de accidentes de tránsito es causado por el factor sueño y
la fatiga.
—Después de esa
tragedia —prosiguió Nuria en tono apesadumbrado—, Murad prefirió estar con
nosotros a quedarse en casa paterna solo y sin comodidades.
—¿Pero no vive en casa de sus padres? —preguntó
el policía, pensando en la vigilancia domiciliaria que había ordenado.
—No. La tiene cerrada
hasta que decida sentar cabeza y casarse. Claro, nunca podremos sustituir a sus
padres, pero Murad está muy feliz con nosotros. Ese trágico accidente,
inspector, le causó mucho daño psíquico y estamos ayudándole en todo y con
abnegación, ya que no tenemos hijos.
El inspector mostró
su admiración por esta ejemplar magnanimidad y, cambiando de tema, preguntó:
—¿Era la víctima una
amiga íntima de Murad?
Marido y esposa
intercambiaron una mirada de complicidad que no escapó al policía.
—¡No! Eran amigos sin
más. Díganos, inspector: ¿hubo violación?
—No. No la desnudaron.
Suponemos que el asesino la estranguló con su propio pañuelo que llevaba al
cuello y que, para no dejar huellas, se lo
llevó consigo.
—Dicen que cambió de
ropa después de ducharse. ¿Puedo echar un vistazo a sus prendas y a su
apartamento? —inquirió el policía y, viendo el espanto invadir sus rostros,
añadió—: nada oficial, pura rutina, señores.
—Queremos cooperar,
inspector, tiene nuestro total acuerdo —enfatizó el esposo—. Además estamos
seguros que Murad es inocente.
—Su ropa sucia está
en el cuarto de baño, frente a su dormitorio —añadió Nuria—. Mañana viene la
criada para limpiar, hacer la colada y llevar a la tintorería la ropa de lavar
en seco. Suba las escaleras y en el primer rellano a la izquierda lo
encontrará.
El policía
inspeccionó el lugar indicado y en poco tiempo encontró el misterioso pañuelo
palestino en uno de los bolsillos de la gabardina de Murad. Lo cogió por una
extremidad y lo metió en un plástico para el equipo forense, no para buscar
huellas dactilares en un tejido, porque los medios no lo permitían, sino para
extraer posibles desprendimientos de la piel de la víctima para confirmar o no
que fue estrangulada con el mismo.
Al ver a Abdenbí bajando
las escaleras esgrimiendo un pañuelo envuelto en plástico, los ojos de Butaleb
se abrieron como platos y Nuria reprimió un grito de pánico y se esforzó en no
desmayarse.
—¡No puede ser! —tartamudeó, al borde de la estupefacción.
—Aun así creemos que
Murad es incapaz de hacer daño a una mosca —aseveró Butaleb.
—Ahora más que nunca
necesito interrogarle para aclarar esto —dijo
el inspector—. No es de mi incumbencia ni me lo permite mi función aconsejarles
pero por simpatía les recomiendo...
—Por favor,
aconséjenos, inspector —suplicó Nuria, interrumpiéndolo—. La aparición de este
pañuelo nos ha trastornado por completo.
—En caso de que su sobrino
estuviera inculpado, tienen que…
—¿Qué debemos hacer,
señor Abdenbí?
—Pagar una fianza
para evitar la prisión preventiva y contratar a un buen abogado que, con la
ayuda de un psiquiatra, solicite la capacidad disminuida que se aplica a los
sujetos irresponsables de sus actos, como los sonámbulos o los que padecen
precisamente narcolepsia. En general la fiscalía acepta el diagnóstico médico y
el tribunal declara inocente al enfermo, con recomendación de seguimiento
terapéutico.
—Le agradecemos eternamente
estos valiosos consejos. Por fortuna tenemos a ambos hombres. Y pagaremos lo
que sea con tal de ver libre a Murad, sea inocente o irresponsable.
—El pañuelo
constituye una prueba incriminatoria demoledora si lo confirma la investigación
y, en caso contrario, yo tengo una corazonada y no descarto ninguna hipótesis.
—¿Qué corazonada,
inspector?
—Si Murad no mató a
esa pobre chica, ¿entonces cuál de los estudiantes lo hizo y con qué móvil?
Y salió, dejando
anonadado al matrimonio.
4
Poco después de las
diez de la noche Murad tomó un taxi e indicó al conductor que lo dejara en el
depósito municipal de coches. Enfilaron la avenida Mohamed V, luego la calle
Zemur. No quería que el taxista supiera que se dirigía a Tidiquín, donde vivía
su amigo Abdelhak a quien pediría la dirección de Nadia Rahalí por ser ella una
colega de trabajo en el hospital estatal. Murad se apeó y esperó a que
desapareciera el taxi para dirigirse al norte del barrio popular. Su decisión
de huir le mantenía en pie. Quería a toda costa evitar estar recluido en una
cárcel o en un asilo, no por cobardía, sino por miedo a sufrir todo tipo de
agresiones, físicas y sexuales, por parte de los propios reclusos, además de
arriesgarse a contraer enfermedades incurables o, peor, morir de inanición.
Cambió varias veces de dirección. Refrenó su marcha rápida para recobrar el
aliento y no llamar la atención, aunque las calles estaban desiertas y frías.
Uno puede despistar a cualquiera pero, tratándose de la policía, eso era harina
de otro costal, por eso ahora vestía un abrigo de piel corto con capucha. Los
efectos del hachís se habían disipado porque ahora estaba consciente de la
noción del tiempo. Pero el espectro de la narcolepsia seguía torturándole. Por
eso necesitaba ver a Nadia. Se conocieron el verano pasado, en Aín Diab,
Casablanca. Resultó ser que estudiaban en la misma ciudad, habiendo ella
obtenido ya su título superior en enfermería psiquiátrica. Y cuan grande fue su
sorpresa la semana pasada al recibir una carta donde ella le anunciaba su nuevo
puesto en el hospital estatal, unidad de salud mental. Fue a felicitarla e
invitarla a su cumpleaños, invitación que ella declinó por tener turno de noche los viernes. Siguió avanzando,
proyectando su sombra por las paredes de las callejuelas. Oyó de repente un
paso a su espalda, luego otro. Pasos furtivos como los de la policía. El pánico
lo invadió como una oleada de productos tóxicos, paralizándole el cerebro,
mientras que su corazón se le hinchaba como un globo de chicle a punto de
explotar. Por un fugaz momento tuvo la impresión de que unas garras de acero le
atenazaban la nuca. Pensó en darse a la fuga. Se volvió para entregarse pero
vio, con gran alivio, que se trataba de algunos gatos amedrentados y
hambrientos, buscando desesperadamente alguna presa fácil. Cuando llegó
finalmente al sector de unos edificios decrépitos, se acercó a una puerta y
presionó un timbre. Poco después apareció un hombre joven que, al ver a su
amigo, abrió grande la boca, mostrando unos dientes manchados por la
nicotina:
—¿Tú por aquí y a
estas horas? ¡Imposible! —exclamó en tono amistoso.
—Disculpa, Abdel,
pero necesito un favor. No hace falta que entre.
—¡Pero qué tontería!
Pasa, por Dios, para eso están los amigos.
Murad sabía que su
amigo era de estos que no dan un palo al agua pero que nunca dejarían en la
estacada a un amigo.
La habitación era
cuadrada, dividida en dos partes, un lado que servía de dormitorio y otro, de
salón-comedor amueblado con dos viejos sofás color gris desteñido. Olía a
comida y hedía todo a sudores y moho. De la cama se alzó una hermosa
adolescente, apartando las mantas, para decir algo, pero la mirada fulminante
de su amante la disuadió y volvió a cubrir su desnudez por completo.
Viendo lo embarazoso
que estaba Murad, el hombre anotó la dirección de Nadia y se la entregó.
—Vive cerca del
hospital, entrando por la calle Zemur. Acaba de terminar su turno nocturno. A
mí me toca mañana sábado. Bueno, Murad, ha sido un placer ayudarte.
El hombre agradeció
el gesto y se marchó precipitadamente.
Veinte minutos más
tarde, y después de una caminata de vuelta parecida a una pesadilla, estaba
delante del portal donde vivía su amiga. Presionó el timbre del segundo piso y
poco después bajó ella a abrirle.
—¡Murad! ¿Qué viento
te trae por aquí a estas horas? —dijo, dándole un beso en la mejilla, luego
añadió, preocupada—: espero que nada grave.
—Me temo que sí,
Nadia. Si no molesto te lo voy a explicar.
—Ven. Subamos.
—Déjame mirarte
primero. Pero si estás más guapa que la última vez que nos vimos.
Nadia era, en efecto,
perfectamente proporcionada de cuerpo. Silueta fina y tez suave, cara sin
arrugas ni maquillaje. Su frente era recta como la de una diosa griega, el
cabello oscuro y liso, cortado a la altura de los hombros y peinado con
mechones suaves. Sus ojos eran grandes y de un gris vivaz, la nariz respingona,
los labios finos y de un rojo coral. Llevaba aún la ropa de salir, unos tejanos
ceñidos, un jersey de cuello alto de lana color rosa y un abrigo corto de
invierno.
—Gracias por el
piropo —dijo cuando llegaron al salón—. Me pillas llegando a casa. En cambio yo
te veo muy pálido. Bueno, mientras me cambio y preparo algo de comer, instálate
cómodamente en una de estas mtarbas. Luego me contarás.
Murad miró alrededor.
Era un pequeño apartamento pero pulcramente amueblado, compuesto de un salón
tradicional y un dormitorio, y al fondo, una cocina con balcón y un cuarto de
baño. Todo limpio y bien ordenado como la propia inquilina.
Nadia salió del baño
luciendo un elegante albornoz azul marino, el cabello recogido a la nuca,
dejando al desnudo un cuello alto, hermoso y sensual.
—Bueno, siento no
haber podido asistir a tu cumple —indicó
al volver de la cocina y poner una bandeja de comida en la mesa. Era una cena
frugal compuesta de un enrollado de pollo al horno, una tortilla de espinacas y
un cuenco de fruta.
Colocaron las
servilletas de tela en sus respectivos regazos y, manteniendo los codos junto
al cuerpo, empezaron a hundir los tenedores en la tortilla y a masticar
despacio y con la boca cerrada. Atacaron luego el pollo. Él tenía mucha hambre.
Cuando terminaron de comer, colocaron los cubiertos uno al lado del otro en
posición de descanso y él se limpió los labios para beber agua, felicitó a la
anfitriona por la suculenta cena, luego dijo bruscamente, sin aliento, como si
estuviera pidiendo socorro:
—¡Creo que he matado
a una muchacha! ¡Y no puedo soportarlo más!
—¿Estás seguro de
ello? —tartamudeó la mujer, aturdida por la inesperada confesión. Le miró al
rostro y, cogiéndole las manos con cariño, añadió—: cuéntame.
Y él le narró todo lo
ocurrido en la finca.
—Los hechos te
inculpan inexorablemente —aclaró ella con voz apagada cuando él hubo terminado
su relato—. El que te vieran junto al cadáver. Tu brusca huida. Sin embargo
creo que hay dos elementos en tu favor. Crees que Asma te guiñó un ojo para que
la sigas. ¿Y si lo hubiera hecho en dirección a otra persona? Por otra parte se
necesitaba una fuerza gigantesca para llevar a cabo la estrangulación y tú no
la tenías, dado tu estado de somnolencia, y en este caso ella se habría zafado
fácilmente. Tu único error fue haber huido pero no es grave, mañana te entregas
y dices que fuiste por tus pastillas.
—Esto me da mala
espina. No soportaré estar bajo custodia o encerrado entre rejas, antes me
suicido.
—Ten agallas, hombre.
Tu tío puede pagarte una Fianza para que estés libre durante el proceso penal.
Pero antes quisiera saber dos cosas.
—Sé que eres una
fanática de Agatha Christie y que escribes relatos cortos, pero no sabía que tuvieras
talento para jugar también al detective.
—Bueno, mi talento de
urdir historias policíacas nunca ha sufrido mengua, pero lo de jugar a la
detective, que solo se da en las novelas, creo que es mejor dejarlo a la
policía.
—¿Qué cosas querrías
saber?
—Si Asma salió al
baño o fue a reunirse con alguien.
—Alguien la había
citado junto al lago. De esto estoy seguro. Y es lo que corrobora el guiño de
ojo. ¿Y cuál es la segunda pregunta?
—¿Qué fármacos tomas
para tu tratamiento?
—Dexedrina.
—¡Vaya! Es una
anfetamina que toman también los estudiantes cuando preparan exámenes. ¿No te
recetaron modafinilo o armodafinilo?
—Nunca he oído
mencionarlos.
—Algunos psiquiatras
suelen cometer negligencias en sus diagnósticos. Muchos confunden la
narcolepsia con el embotamiento mental. ¿A quién consultaste?
—A uno en Rabat, hace
un año. No recuerdo su nombre. Era psicólogo y no psiquiatra.
—Entiendo —concedió
ella, terminando de comer la fruta—. Déjame ahora explorar el fondo de tus ojos
—ordenó, sacando de un estuche un oftalmoscopio—, dirige la mirada en todas las
direcciones, luego mira a un punto fijo. Así es. Muy bien. Es para saber si los
nervios craneales que inervan los músculos oculares funcionan bien y no
presentan indicios de hipotonía muscular. Ahora ponte en pie para el examen
físico.
Nadia realizó a
continuación los habituales procedimientos que se llevan a cabo en una valoración de enfermería, como la inspección
corporal, la palpación, la auscultación de los sonidos y la percusión mediante
suaves golpes en áreas específicas del cuerpo.
—¿Y bien, Nadia, cuál
es tu diagnóstico? —preguntó el joven, ansioso, cuando ella hubo terminado la auscultación, añadiendo
luego en tono de broma—: ¿estaré pronto de patitas en un manicomio?
—No presentas ningún
problema físico ni psíquico. Incluso me atrevo a descartar provisionalmente los
dos tipos de narcolepsia, el tipo uno, con cataplexia o debilidad muscular y el
tipo dos, sin cataplexia. La exploración ocular denota, por otra parte, que no
padeces alucinaciones ni tomas los sueños como si fueran realidad.
—¿Y qué hay de la
transmisión de esta enfermedad de padres a hijos?
—El riesgo es nulo:
solo representa el 1 %. Así que en tu caso, y porque no padeces narcolepsia,
los efectos secundarios de la Dexedrina son responsables de todo lo que te
aqueja. El uso exagerado de este fármaco puede causar efectos graves al corazón
e incluso la muerte. Tienes que dejar de tomarlo. De todos modos llamaré mañana
a mi antiguo profesor de psiquiatría que vive ahora en Mequínez y concertaremos
una cita con él para zanjar este tema.
—¡Qué alivio, Nadia!
Tenemos que anunciarlo a mi tío.
—Vaya, pero si es
casi la una de la madrugada —exclamó ella, mirando el reloj—. Ahora hay que
descansar un poco.
—¿Qué planes tenemos
para mañana?
—Yo trabajo de ocho a
tres, comeré algo, llamaré al psiquiatra y luego iré a ver a tu tío para
tranquilizarlo y organizar un encuentro para preparar tu defensa.
—Es mejor que llames
a nuestro chófer. Él te llevará a casa. Te anotaré su teléfono. Luego me
indicarás dónde iré a veros. ¿Y yo qué hago, mientras tanto?
—Dormirás en el salón
hasta mediodía para recuperar fuerzas. Te traigo uno de mis pijamas y una
manta. Dúchate y prepárate un desayuno pantagruélico. Hay cosas en el frigo.
Espera mi llamada que atenderás en el café de abajo sobre las 19 horas.
—Pero Nadia, esto es
demasiado para ti. Te agradezco que arrimes el hombro pero no quiero que te
involucres más en este asunto que puede salpicar tu persona y tus relaciones y
hasta te arriesgas a incurrir en el delito de encubrimiento.
—Sabes, Murad —dijo
ella con una expresión contrita—, cuando te abrí y vi en qué estado estabas,
pensé súbitamente en un poema de William Blake que dice:
"Cada mañana y cada noche unos nacen para el dulce deleite;
otros, para la noche eterna."
—O sea ¿quieres decir
que yo he nacido para la noche eterna?
—Yo me reconozco perfectamente
en estos versos, Murad. Yo también soy huérfana, yo también pensé un día
suicidarme y he vivido también una larga lista de fracasos, incluida una
ruptura sentimental. Así que, como ves, somos dos almas perdidas que viajan en
un tren con destino desconocido.
—¡Cuánto lo siento,
Nadia! Desconocía este lado oscuro de tu vida.
—No te preocupes. La
resiliencia nos da fuerzas para capear todos los temporales. Ya verás, todo
saldrá de perlas. Y ahora dame un beso de buenas noches.
5
Nadia dejó atrás el
Lago de los Patos y se acercó al Restaurante Forest que hace esquina con el
parque del León de Piedra. La tarde era fría, aunque brillaba el sol. En los
tejados de las casas había muchos nidos de cigüeñas, señal de que la primavera
se acercaba. "Clima alpino suizo", pensó la joven. Una flota de
vehículos turísticos circulaba por la plaza central, en busca de aparcamiento.
Nadia compró la prensa escrita en francés, entró al restaurante, abriéndose
camino sin prisas, y se sentó en la parte con vistas a la calle, después de
pedir una pizza vegetariana y un zumo de naranja.
Tenía ya resueltas
las dos llamadas telefónicas. El psiquiatra los recibiría gustoso el martes
próximo a las 15 horas. En cuanto a Balga, tomarían café en el Hotel Les Tilleuls
sobre las seis de la tarde. Hojeó los periódicos. Nada sobre el asesinato de
Asma Benabúd. Buscó en la rúbrica de los sucesos. Tampoco. Solo se hablaba de
la famosa pareja de falsos curanderos, una mujer y un hombre de mediana edad y
de tez oriental, en paradero desconocido. El artículo rezaba:
La policía sigue
investigando las actividades fraudulentas de dos curanderos impostores: Para sonsacar dinero a sus
víctimas, mujeres en su mayoría, se hacen pasar por jeques reconocidos en el
tratamiento coránico contra algunas enfermedades incurables, como brujería,
envidia o males de ojo. Varias víctimas declararon haber sufrido tocamientos,
acosos y hasta violencias físicas y psíquicas como terapia e incluso algunas
fueron fotografiadas como método de extorsión posterior.
El camarero llegó con
el pedido. La pizza tenía el grosor jugoso adecuado y contenía los ingredientes
requeridos: aceite de oliva, champiñones, berenjena, cebolla, tomates cherry,
pimiento verde, rojo y amarillo, orégano y queso rallado. Estaba exquisita,
aunque no tan exquisita como la que ella solía preparar. Pidió un té a la menta
y volvió a ojear los periódicos. Miró su reloj de pulsera. Quedaba poco tiempo
para la cita. Pagó y salió a dar algunas vueltas mientras tanto. Cuando llegó
por fin al hotel no necesitó preguntar al recepcionista porque Balga estaba
precisamente junto al mostrador, preguntando por ella. Se saludaron y fueron a
sentarse a una mesa, después de pedir dos cafés.
—Bien, ¿cómo le va en
nuestra ciudad? —inquirió el hombre, queriendo distender el ambiente.
—Me ha gustado mucho,
la verdad. Todos los rincones son maravillosos. Uno se siente en Suiza.
—Es la opinión de
todos. Dígame, ¿por qué no acudió a la fiesta?
—Tenía turno de
noche. Pero ya he visto la finca de lejos. Está cerca de la Zaouía, con esas
impresionantes cascadas y esos típicos cedros. Fue antes un asentamiento
hebreo, ¿no?
—Así es. De hecho
muchos judíos vienen a visitarla, aprovechando otras actividades culturales
como el Festival Internacional Tourtite, el Festival de los Cantos de los
Cedros, además de las Ferias de la Manzana y de las plantas Medicinales.
—Lo sé. Y no
olvidemos el Festival "Miss Nieve" de Mischiffen que se acaba de
celebrar.
—Por supuesto —asintió
él, luego agregó en tono grave, cambiando de tema—: volviendo a nuestro asunto,
esta mañana encontré al señor Butaleb y su esposa muy deprimidos porque anoche
la policía descubrió el pañuelo, el arma del crimen, en uno de los bolsillos de
la gabardina de Murad. Esto explica por qué huyó de la finca.
—No. Cuando se
percató de que lo veían inclinado sobre el cadáver, decidió huir por temor a
sufrir las vejaciones de la detención preventiva. ¿Lo vio usted también?
—No. Yo estaba con el
guarda viendo un partido de fútbol, esperando que termine la fiesta para llevar
a Murad a casa. Alertado por unos gritos, salí a ver qué ocurría y lo vi correr
hacia mí, reclamando las llaves del coche. Tuvo que arrancármelas porque yo no
quería dárselas por lo de su somnolencia.
—Traigo dos buenas
noticias —declaró Nadia, satisfecha—: Murad no padece ninguna enfermedad y
tengo una prueba abrumadora que demuestra su inocencia.
—Pero ¿y el pañuelo? —preguntó
el chófer, el ceño fruncido.
—El asesino se las
arregló para ponérselo en el bolsillo.
—¡Dios mío! Esto lo
cambia todo. Cuando usted se lo diga a su familia... Ellos creen también que el
asesino es uno de los invitados. ¿Nos vamos ya?
—¿Está vigilada la
casa?
—Sí. Hay dos policías
sin uniforme.
—Entonces ¿no es mejor
que los Butaleb vengan a vernos?
—Entiendo. Voy a
llamar a ver si están en casa. Ojalá con su ayuda se exculpe a Murad, pero
¿cómo puede estar tan segura?
—El psicólogo que vio
a Murad se equivocó en el diagnóstico. Esto suele ocurrir a menudo. Murad solo
sufre de estrés y de los efectos de la droga. En cuanto a la prueba de su
inocencia, el juez la aceptará sin rechistar: su estado de drogado solo le
hubiera permitido dar un golpe inofensivo a la víctima, abofetearla y hasta
apuñalarla pero no estrangularla porque para ello se hubiese necesitado una
fuerza hercúlea y una crueldad demoníaca.
Anonadado y con la
expresión de un niño que recibe una golosina, Balga se dirigió acto seguido a
una de las cabinas telefónicas del hotel y marcó un número. Volvió luego a
reunirse con Nadia, ahora malhumorado.
—Hablé con su esposa.
Él ha ido al Hammam turco y ella estará aquí dentro de poco.
—Mejor que mejor.
Murad se explaya más con su tía que con
su tío. Me lo dijo él mismo.
Poco después llegó Nuria en su coche, ataviada con una
chilaba, la cabeza cubierta.
—Nos vigilan
continuamente. Pero si hay un lugar donde la poli no podrá encontrarnos —exclamó
triunfante— ese ha de ser la escena del
crimen. El policía de servicio se marchó precisamente esta tarde a la una. Encantada de conocerte, Nadia. Ya me contarás
por el camino, aunque lo esencial ya me lo ha comunicado el señor Balga.
—Mucho gusto, Nuria.
—¡Dios te ha mandado,
Nadia! ¡Tenemos también al abogado! Podemos ahora decir que a la ocasión la
pintan calva, como reza un refrán español.
—Ah, porque hablas
español también, Nuria.
—Sí. Por supuesto.
Nivel avanzado.
—Pues somos dos —enfatizó Nadia, hablando ahora en castellano—.
El refrán quiere decir que en la vida las oportunidades son rápidas y raras y
si no las aprovechamos, estamos abocados al fracaso. Voy a llamar ahora a Murad
para decirle que se reúna con nosotras.
El chófer, que ahora
conducía el coche, tenía el rostro desfigurado por la idiotez y le costaba
mucho creer que viajaba en compañía de dos mujeres en carne y hueso.
6
En la finca los
recibió el guarda, mostrando cara de un perro hambriento.
—Toma, aquí te traigo
una bolsa con la cena y la comida de mañana —le dijo Nuria con compasión,
luego, alejándose, añadió mirando a Nadia—: el pobre anda despistado desde que
nos atropellaron al perro hace tres días. De noche cae borracho como una cuba.
Nuestros empleados trabajan de lunes a viernes y suele comer con ellos. Ven, te
vamos a enseñar la escena del crimen.
Acto seguido,
salieron del patio y se dirigieron al lago. Después de recorrer el siniestro
lugar llevaron a Nadia al establo para mostrarle las vacas holandesas. Pese al
olor habitual, todo estaba limpio, bien iluminado y provisto de una saludable
higiene microbiana como el agua corriente, la capa de paja por el suelo, el
canal por donde van los desechos líquidos, los abrevaderos de metal y, al otro
lado, el local donde preparan los piensos y una plataforma para el ordeño.
Nadia se volvió para
felicitar a Nuria, pero una mano férrea le tapó la nariz y la boca con un trapo
empapado en cloroformo. Minutos después se desplomó, inconsciente, en los
brazos de Balga, quien la alzó seguidamente, la colocó sentada en un banco de
madera, luego la amordazó y le ató las manos a la espalda con cinta adhesiva.
—No sé de dónde
surgió esta hija de puta —carraspeó el hombre con
un rictus de repulsa—, pero iba a ser nuestra ruina total, husmeando en
nuestros planes.
—Una suerte increíble
el haberse entretenido contigo y no con la policía, cariño —dijo Nuria con un profundo suspiro de alivio,
dándole un beso en la boca.
—Estaba a punto de
desenmascararnos —espetó él, mordisqueándose el labio y echando llamas de ira.
—¿Qué te contó en el
hotel? ¿A qué conclusiones ha llegado?
—Ahora sabe que estamos detrás de
todo esto. Cree que el psicólogo que vio a Murad es un incompetente (¡no sabe
que lo sobornamos!) y que la narcolepsia era una pura estratagema para
perjudicar al joven, al que considera inocente. Cree, por último, que el verdadero
asesino puso el pañuelo en el bolsillo de Murad para incriminarlo. Hasta
llevaba un periódico en la mano donde hablan de nosotros.
—¿Qué periódico,
cariño? No entiendo.
—El que contiene un
artículo sobre los asesinos curanderos.
—¡Dios mío! Esta tía
es el diablo en persona. Atando cabos, hubiera podido descubrir que se trataba
de nosotros.
—No te preocupes.
Tenemos la situación en mano. El guarda está fuera de combate, por estar
borracho. Los matamos a los dos y los echamos al lago que los engullirá para la
eternidad. Su desaparición además se olvidará en poco tiempo porque no hay
ninguna conexión entre ellos.
—Procura no derramar
sangre para no dejar huellas.
—Les ataré pierdas al
cuello y sus cuerpos viajarán al abismo en caída libre y vertical.
—Eres un genio, amor
mío. Nos quedará luego el tan anhelado "accidente" de mi "amado
marido" que, por cierto, está ahora durmiendo bajo somnífero, siguiendo
tus instrucciones.
—Su muerte es pan
comido, querida. Calculada con un infalible temporizador. Enviudarás pronto y
toda la fortuna de los Butaleb será nuestra. Vigila ahora a esta zorra cuando vuelva
en sí, mientras yo voy a buscar las piedras y a "recibir" a nuestra
siguiente y última víctima.
Al marcharse el
hombre, y viendo que la joven se agitaba como si quisiera decir algo, Nuria le
quitó la mordaza, movida por la curiosidad.
—Quieres decir algo
antes de morir, ¿eh, zorra? Yo también quiero saber cómo llegaste a desenmascararnos.
¡Habla! Dilo en español, que suena más dramático.
—Comprendí que alguien
había utilizado el truco de la narcolepsia para maquillar en accidente el
asesinato de los padres de Murad y luego inculpar a este del asesinato de Asma.
Pero estaba lejos de adivinar que fuisteis vosotros. Era para quedaros con la
finca, ¿verdad?
—Así es. Un simple
corte de frenos y sus padres viajaron al otro mundo. Lo mismo le ocurrirá al
idiota de mi marido que no me sirve de nada.
Hubo un brusco
silencio que pronto fue atropellado con chorros de palabras como los disparos
de un arma automática:
—¡El muy impotente y
estéril! —añadió ella con voz quejumbrosa—. Y el colmo de las desgracias quiere a
Murad como si fuera su propio hijo, ocuparse de su futuro, mientras que yo, sin
dinero ni nada. Por suerte tengo a Balga, él sí que es un hombre y de los que
tienen grandes cojones.
—Ahora sé cómo
ocurrió todo —expuso Nadia con voz apagada—: Tu amante entra al salón, fingiendo
ver si faltaba algo, y cita a Asma junto al lago, pretextando algo importante.
Esta le guiña un ojo a guisa de asentimiento, gesto que no escapa a Murad
aunque no entendió su significado en ese momento. La mata y cuando Murad va a arrancarle
las llaves del coche, aprovecha la sacudida y le mete el pañuelo en el
bolsillo.
—Muy ingeniosa, desde
luego —la interrumpió Nuria con desazón—.
Me sorprendes con tus lúcidas y correctas deducciones. Pero es una
lástima que te las lleves a tu propia tumba.
Poco después llegaba
Murad en un taxi y Balga fue a su encuentro.
—Es lo mejor que has hecho,
Murad. Aquí estarás a salvo.
—¿Y Nadia?
—Con Nuria
enseñándole el establo. Ven. Se alegrará mucho de verte.
Avanzaron hacia el
lago. El hombre aminoró el paso, se situó detrás de Murad y le asestó un fuerte
golpe en la nuca. Desprevenido, el joven lanzó un grito agónico, lleno de dolor
y cayó de bruces en el mismo banco donde el criminal había asesinado a Asma.
Una familia de pájaros, que picoteaban ajenas al mundo del crimen, emprendió
súbitamente el vuelo, huyendo de la maldad humana. Balga fue a por Nadia y, al
ver que se esforzaba y agitaba para liberarse, la golpeó, dejándola
semiinconsciente, luego la transportó en una carretilla.
Todo estaba ahora
listo para el acto final. Las dos enormes piedras amarradas con cuerdas
reposaban en la plataforma, junto a los dos cuerpos inconscientes.
A continuación Balga
ató la cuerda al cuello de Murad, y Nuria, al de Nadia. Luego empujaron los
cuerpos al gua, sin esforzarse. Hubo algunos chasquidos, luego burbujas y después
reinó un silencio total. Procedieron entonces a borrar huellas, pistas e
indicios que pudieran indicar hasta el mínimo rastro de lo que había ocurrido.
De todos modos la lluvia no tardaría en hacerles el trabajo de forma natural.
El cielo se oscureció y una densa niebla invadió los contornos de los
alrededores.
Se oyeron al otro lado unos ruidos, roces, algo como pasos rápidos
y furtivos. Probablemente algún animal extraviado. Entonces estalló de repente
un relámpago y la descarga eléctrica provocó un fuerte rayo de luz que iluminó
a cinco individuos, Nuria y Balga, despavoridos, frente a dos policías armados,
el inspector Abdenbí y su ayudante, acompañados por Elías. Los malhechores
intentaron escabullirse pero en un segundo ambos estaban en el suelo, con las
rodillas de los agentes entre sus omóplatos. Unas manos expertas tiraron de sus
brazos hacia atrás y los esposaron. Sin perder tiempo, mientras que Elías y el
agente se zambullían en la helada agua del lago para salvar dos vidas, Abdenbí
cacheó a sus presos. Del bolsillo superior de la chaqueta del malhechor sacó un
pendiente amazigh con gema de ágata en granate.
—¡Vaya! ¡Por fin el
pendiente faltante! No necesitamos más pruebas: estáis acusados de tres
asesinatos en primer grado y dos tentativas de homicidio con premeditación y
alevosía, lo que significa que os espera, si no la pena de muerte, sí la
reclusión perpetua.
...
Al día siguiente por
la tarde, en una clínica privada, el señor Butaleb, Elías y Malika observaban
cómo dormían plácidamente Nadia y Murad, en sus respectivas camas, con vendajes
e inhaladores nasales, pero sanos y salvos.
—Me llamó Murad a las
19:15 instándome a que vaya a verle a la finca —expuso Elías con voz ronca
y acartonada por el resfriado de anoche—. Al llegar, encontré al guarda
inconsciente, la botella de whisky vacía en la mano, y cuando vi lo que se
tramaba en el establo corrí a la tienda y llamé al inspector.
—Habéis salvado dos
vidas, hijo, y nuestra gratitud es eterna —manifestó Butaleb, dándole palmadas
en la espalda.
—¡Qué valientes
habéis sido, sacándonos de ese tenebroso y helado abismo! —balbuceó Murad,
abriendo despacio los ojos y tendiendo una mano a sus amigos quienes se la
apretaron con afecto, luego, girando la cabeza, añadió—: pero sin nuestra
heroína, no estaríamos aquí para contarlo.
—No hemos dudado ni
un instante de tu inocencia, Murad —aclaró Malika con una lágrima bajándole por
la mejilla.
—Bueno, chicos,
dejémonos de sentimentalismos —comentó con ternura el señor Butaleb— y pensemos en celebrarlo juntos tan pronto
como os den de alta.
FIN