sábado, 30 de mayo de 2015

LA ESTRUCTURA POLIÉDRICA DE LA OBRA DE SERGIO BARCE





CONFERENCIA DADA EN EL COLEGIO LUIS VIVES DE LARACHE
Y QUE PUEDEN CONSULTAR EN EL BLOG DEL AUTOR:

https://sergiobarce.wordpress.com/2015/05/30/la-estructura-poliedrica-de-paseando-por-el-zoco-chico-de-sergio-barce-por-el-profesor-ahmed-oubali/





O LEERLA AQUÍ:

La estructura poliédrica de 

Paseando por el Zoco Chico,  de Sergio Barce.

PREÁMBULO

La idea de estructura poliédrica no es fortuita. Ilustra lo que dice el mismo autor: “En este libro se recopilan los relatos que he ido escribiendo a lo largo de más de quince años y que tienen a la ciudad de Larache como nexo común. Algunos pertenecen a mi libro Últimas noticias de Larache, que se publicó en 2004, y, del resto de los cuentos, unos han visto la luz en revistas o libros colectivos, otros en mi blog personal a través de internet, y un puñado de ellos, inéditos, salen ahora por vez primera”.

Con esta extraordinaria obra autobiográfica Sergio (SBG) nos obsequia con unos entrañables relatos (treinta) cuya lectura amena va hilvanado las vivencias de un pasado que sin ella se habría perdido para siempre. Con palabras sencillas el escritor resucita una época que todos los larachenses añoramos. Nos invita a un viaje de la tolerancia y coexistencia rumbo a una mítica ciudad, Larache, en la que convivieron durante milenios tres culturas: la hebrea, la cristiana y la musulmana, en completa simbiosis, formando una sociedad homogénea pero profundamente pluricultural. En el libro y mientras va pasando el tiempo, el autor se lamenta viendo cómo las huellas de las dos primeras culturas se fueron borrando de la ciudad cada vez más hasta ser una triste piel de zapa o “peau de chagrín”. Sergio nos invita a brindar por tiempos de nostalgia, contemplación, evocación y recreación de una época paradisíaca, entregándonos una narración de un impoluto intimismo que reconstruye o reconstituye la ciudad y aquellas tres familias suyas en sus momentos más gloriosos, más tolerantes e inolvidables.


INTRODUCCIÓN

Paseando por el zoco chico tiene como foco el eje de una de las modalidades expresivas más interesantes y estudiadas en las teorías literarias del siglo XX. Me refiero a la autobiografía donde la vida del autor está escrita por él mismo. 
Voy a presentar esta ponencia en dos partes pero alternando de forma simultánea, una teórica, donde presento este género que es la autobiografía para entender mejor la obra de SBG y otra práctica, la reseña misma del libro.

I. UN POCO DE TEORÍA

Gran parte de las ideas teóricas aquí resumidas las sinteticé de la famosa tesis doctoral de Sergio Ramírez Franco titulada El negocio de la memoria. 
En el apartado Bibliografía se encuentran  las referencias de todas mis citas.

¿Qué se entiende por autobiografía?
La autobiografía y las memorias son dos manifestaciones de lo que se denomina dicción biográfica, la cual contiene también la biografía y el diario. Georges Gusdorf en su artículo “Conditions et limites de l´autobiographie” considera que el texto autobiográfico deriva de un tipo de mentalidad en la que el individuo posee una acusada conciencia de sí y de la unicidad y singularidad de su yo específico. A través del discurso autobiográfico, el individuo preserva del olvido y la muerte el capital valioso de su vida, que se propone como una unidad que ha perdurado en el tiempo. “La conciencia de sí,  dice Gusdorf, es la tierra natal de la verdad, pero esta verdad que  emergerá de la autobiografía no ha de ser valorada por su exactitud referencial sino porque aquélla saca a flote una verdadera expresión del ser profundo. Esto implica que la vida recapitulada no es la vida que se vivió sino la que se rememora en el momento de narrarla”.
Por su parte, Roy Pascal, en su Design and Truth in Autobiography (1960), cita  a Las confesiones de J.J. Rousseau como modelo fundacional de la autobiografía al fijar el paradigma de relato de eventos importantes y triviales a través de los cuales se va forjando una persona. El resultado final de esta rememoración ofrecerá, dice Pascal, una verdad no menos poderosa que la que proporcionaría un historiador objetivo, al narrar el autor  hechos pero también experiencias vividas. 
Pero es el aporte de Philippe Lejeune, expuesto en Le pacte autobiographique (1975), el que ha tenido mayor influencia.  Lejeune considera el texto autobiográfico como manifestación escrituraria del “yo” que se desarrolla en Occidente desde finales del siglo XVIII y reconoce que es susceptible de ser encarado y leído desde muy diversas perspectivas, ya sea como documento histórico, íntimo o psicológico. En todo caso, su propuesta de lectura apunta a considerarlo como literatura. Lejeune define la autobiografía de la siguiente manera: Récit rétrospectif en prose qu´une personne réelle fait de sa propre existence, lorsqu´elle met l´accent sur sa vie individuelle, en particulier sur l´histoire de sa personnalité. 
Desde un punto de vista semiótico esta definición implica cuatro categorías: 
1. Forma lingüística: se trata de narrativa en prosa; 2. Sujeto tratado: historia individual; 3. Situación del autor: el autor (persona real) y el narrador (persona ficticia) son idénticos; 4. Posición del narrador: narrador y protagonista son también idénticos y la narración posee una orientación retrospectiva.
De hecho el autor habla de un pacto autobiográfico que consiste en dar por establecida una relación “contractual” entre lector y autor del texto, donde aquél acepta que éste, siendo a la vez narrador y protagonista, le cuente la verdad. 
La aportación de Genette aclara mejor estas relaciones cuando habla a nivel de la voz narrativa entre narrador homodiegético (aquel narrador que participa en la diégesis) y relato autodiegético (el narrador que participa en la diégesis en calidad de protagonista o eje dramático).  Aclaración que muestra una semejanza o similaridad o similitud entre memorias y autobiografías. 


II. SEMIÓTICA DE LA OBRA

1. LA FORMA DEL CONTENIDO

Veamos ahora cómo se articulan los ejes citados arriba  en la  obra misma.
Un libro que sintetiza, a la perfección, … para evolucionar con el recurso de la memoria, de donde van emergiendo y resucitando personajes, recuerdos, imágenes, experiencias, 
Al introducir la conciencia de su Narrador no es novela de una sola faceta, sino de muchas: sobre unos puntos de partida parcialmente autobiográficos, Proust consigue una narración iniciática, la pintura crítica de toda una sociedad, una novela psicológica, una obra simbólica, el análisis de inclinaciones sexuales hasta entonces prohibidas, una reflexión sobre la literatura y la creación artística.
Es una narración detallista de sensaciones. Tal como describe lo que rememora al saborear y oler el aroma del té y describir como….
Con la misma precisión tratará los sentimientos, a los que sitúa en diferentes puntos de vista y circunstancias, exponiendo en cada caso una nueva descripción, “…”. 
Analiza los átomos de los sentimientos y de las percepciones: 
La lectura de esta novela atrae al lector no tanto por la historia que cuenta, sino por cómo lo hace, ya que el autor es capaz de hacer entrar al lector en su obra, lo atrapa porque une el lenguaje al sentimiento, convirtiendo leer en un espejo que nos permite ver nuestros propios sentimientos que acaban formando parte de la novela. Cada detalle lo alarga en su descripción porque quiere hacer visible cómo lo envuelve el sentimiento.
.reflejar la realidad humana a través de una observación minuciosa, que no detallista, del comportamiento de las personas. Precisamente eso es lo que se achaca como dificultad o lacra a “A la busca del tiempo perdido”: su puntillismo, su atención sobre el detalle, su minuciosidad. 
Emplea el monólogo interior de manera refinada tal como lo hicieron James Joyce o Virginia Woolf, o G. Flaubert, pero sin caer en la pesada escritura que suponen las largas frases e interminables digresiones… 
no se limita a traer recuerdos al consciente para plasmarlos sobre el papel, sino que analiza, examina, compara, siempre de manera constante.
Como el mismo escritor dice, “lo que se trata de hacer salir, mediante la memoria, es nuestros sentimientos, nuestras pasiones, es decir las pasiones, los sentimientos de todos”.

2. EL CONTENIDO DE LA FORMA

Por Cronotopo se entiende literalmente, «tiempo-espacio». Es un término matemático que Bakhtin toma de Albert Einstein. Alude a la correlación esencial de relaciones espacio-temporales tales y como han sido asimiladas por la literatura. El teórico ruso lo asume como una metáfora. No se trata de una simple categoría literaria de la forma y del contenido sino de un procedimiento que permite aprehender de manera literaria el tiempo y el espacio. Dicho de otro modo: el cronotopo es el conjunto de coordenadas espacio-temporales e histórico-culturales que se imprimen en una estructuración narrativa.

He destacado diez ejes o estratos semióticos al estudiar Paseando por el zoco chico, pero por falta de tiempo sólo hablaré de los seis siguientes:

1. FUNCIÓN AUTORIAL Y LECTORAL
2. LA MEMORIA DEL RELATO O EL RELATO DE LA MEMORIA
3. REPRESENTACIÓN DEL PASADO: DE LA DIÉGESIS A la MÍMESIS
4. EL PROBLEMA DE LA VERDAD EN LA FICCIÓN:
        VERDAD FÁCTICA, FICTICIA Y SIMBÓLICA
5. RELATO DEL RETRATO O RETRATO DEL RELATO
6. EL CUERPO DEL RELATO Y EL RELATO DEL CUERPO

1.  FUNCIÓN AUTORIAL Y  LECTORAL

Consideremos el caso del autor que cuenta su vida. En “La mort de l’auteur” (1968), Roland Barthes pretende tres metas: desplazar el protagonismo del autor al lector subrayando para ello el papel decisivo de este último como constructor del significado del texto; enfocarse menos en el “sentido objetivo” que el texto podría poseer y más en la respuesta subjetiva del lector y, tercero, reintroducir la dimensión histórica de la lectura concreta, pues todo lector está circunstancializado, dice Barthes, quien rechaza la idea de que el texto sea portador de un significado fijo, preestablecido por un autor-dios y propugna comprenderlo como el espacio donde se entrecruzan una pluralidad de escrituras que remiten a los diversos códigos del entramado social. De ahí que para él, interpretar un texto consista no tanto en darle sentido(s) sino en abrirse a la apreciación de la práctica significante por la que el texto disemina su semiosis.
Así mismo, Paul de Man, en su “Autobiography as Defacement” (= daños superficiales) afirma que la vida de uno puesta en relato se verá desfigurada por las posibilidades y limitaciones de las formas de modelización que el lenguaje permite; es decir, narrar lo real o idealizarlo…En ambos casos, dice Man, hay una duplicación del «yo» que escribe en el «yo escrito», una duplicación que complica el lector. 
La aportación de Freud aclara mejor este controvertido tema de la duplicación: “en el sujeto, dice el fundador del psicoanálisis, coexisten un ego realista y un ego narcisista. El primero es innato y adapta las pulsiones instintivas a las exigencias del mundo externo; el ego narcisista, en cambio, consiste en una entidad enredada en una serie de elaboraciones pulsionales y fantasías”, donde el ego realista es el autor textual y el ego narcisista su proyección en la narración idealizada de la propia vida del autor. 

2. LA MEMORIA DEL RELATO O EL  RELATO DE LA MEMORIA

El que escribe no es el que vive. Escribir no es vivir.
Desde Platón se viene considerando que la escritura trastorna la estructura interna de la memoria sustituyéndola por una de recolección externa a ella. Derrida habla por razón de la diseminación lingüística de estos hechos.
Walter Benjamin indica en su ensayo sobre Proust que lo decisivo en el proceso de la memoria estriba en la tarea misma de entretejer la memoria; no en lo que se recuerda. Esto ocurre porque la unidad del texto en que se evoca está dada por el acto puro de la recolección, por el flujo mismo del proceso memorioso, no por el autor o la trama misma. Benjamin sostiene que no es el evento vivido el que posee relevancia para el autor sino el proceso de recordar, pues el recuerdo es infinito. Así mismo, Benjamín relaciona la operación recolectora con la recuperación de lo que queda del sueño. En él, uno debe “excavar” una y otra vez para desenterrar piezas valiosas, pero la tarea tendrá éxito únicamente si la guía un plan de trabajo que preste especial atención no sólo a lo que se recolecta sino al proceso mismo de recolección, el cual posee una estructura rapsódica, expresada en su ir y venir sobre lo mismo.

Teniendo en cuenta lo expuesto citaré sólo uno o dos ejemplos de los muchos que he acotado. Y así será para otros apartados.

Recuerdo un pequeño taller de bicicletas (2013)  -Pág. 39  
Recuerdo que había un pequeño taller de bicicletas enfilando la calle Cervantes, camino del Cine Avenida, a pocos metros de la bocacalle del callejón del Ideal, el pasaje Gallego. El encargado se llamaba Yasin. Yo llevaba allí mi bici plegable cuando se le rompía la cadena o se le pinchaba una rueda. De las paredes del local colgaban llantas con radios brillantes y otras con los radios oxidados, gomas y cámaras desinfladas, sillines usados, manillares de bicicletas de carrera y manetas de freno. Había un poster de Eddy Merckx el Caníbal subiendo la montaña enfundado en el maillot amarillo del Tour de Francia del 70. Para encontrar el pinchazo de la rueda, Yasin echaba un rápido vistazo por la cámara y, cuando creía haber dado con el punto por donde presumiblemente se evaporaba el aire, sobre la yema de su dedo índice depositaba saliva, una saliva densa y blanca, que luego aplicaba sobre el posible pinchazo. Aguardaba entonces unos segundos para comprobar si la saliva regurgitaba; si se formaban pompas era que había acertado. Luego, sólo era cuestión de parchearlo. Recuerdo que, a veces, había que esperar un buen rato cuando Yasin se tomaba un té, larachensemente, o se ponía a hablar con un amigo que iba camino de la Plaza y se había detenido a saludarlo. Hasta que no acabara de beberse el vaso de té verde o de hablar con su amigo, no había nada que hacer. En esos casos, me sentaba en la acera de enfrente, bajo la larga pared blanca sobre la que caía pesadamente el sol de la tarde. Cuando por fin decidía repararla, le pagaba y safi baraka, a pedalear de nuevo dejando atrás el cine, bajando la cuesta del mercado a toda velocidad sin dejar de tocar el timbre para que los peatones se apartaran… Había también en el pequeño taller bicicletas de alquiler, y motocicletas de pequeña cilindrada. Olía a goma y a pegamento, y a gasolina y aceite.

Ramadán en Larache (2011)  -Pág. 67
El mes sagrado del Ramadán nos convertía en los dueños de las calles de Larache, eran sólo para nosotros. Una gigantesca pista de carreras. El  circuito se improvisaba sobre la marcha. Podíamos comenzar en la puerta de Uniban, pero otros días escogíamos la Estación de la Escañuela, donde las guaguas adormecían  sin pasajeros, para subir hasta la calle Barcelona y bajar por la avenida Mohamed V, o bien en la cuesta de la Torre del Judío, para descender, sin esfuerzo alguno,  hasta el puerto. Nadie se interponía en nuestras carreras de bicis, todas las calles abiertas en canal como si nos engulleran al pasar a toda prisa. Sentíamos el aire  en nuestros rostros, la agradable sensación de la brisa, más refrescante al ocaso, y el olor del mar. A veces, veíamos a algún hombre, con la cabeza oculta bajo la capucha de su chilaba, que corría a última hora para llegar cuanto antes a su casa y romper por fin el  ayuno. Pero eran pocos. La mayoría aguardaba la señal de la sirena ya en el interior de sus viviendas, dejándonos todo el pueblo para nosotros.
Cuando me acostaba, pensaba en el día siguiente. Teníamos todo un mes para poder pedalear por las calles de Larache, solos, como si fuésemos los emperadores de Lixus; pero lo más inminente era el día de mañana, esperar otro atardecer, cuando la sirena aullara de nuevo pausadamente para dar la salida a otra de nuestras carreras, en esta ocasión tal vez desde los jardines del Balcón, quizá desde la cuesta del Aguardiente, aunque yo siempre prefería empezar en la plaza de España, seguir la recta de la avenida Hassan II, girar a la derecha, pasando por el Palacio de la Duquesa de Guisa y la Estación, llegar a los Maristas y girar a la izquierda, salir a la  avenida, alcanzar Cuatro Caminos, dar la vuelta a la rotonda y lanzarnos entonces audazmente de nuevo de regreso por Mohamed V, pasando por la puerta de Lalla Menana  la Mesbahía y llegar a la meta, en el Casino. Y daba igual quién ganara. Lo único realmente importante era la sensación de que el mundo te pertenecía, de que, durante  los anocheceres del mes de Ramadán, Larache era mía.

3. REPRESENTACIÓN DEL PASADO: DE LA DIÉGESIS A LA MÍMESIS

En los tiempos de Platón y Aristóteles, el concepto de diégesis se opuso a mímesis. La principal diferencia es que la primera, a través de la figura de un narrador, desarrolla un mundo ficticio verosímil cuyas convenciones pueden diferir de las del mundo real, o incluso contradecirlas; mientras que en la segunda las convenciones del texto, pretenden apegarse a convenciones sociales de diversa índole. Dicho de otro modo, un texto "mimético" busca reproducir hechos naturales o sociales documentados, mientras que uno "diegético" busca crear y obedecer sus propias reglas.
El término mímesis acepta pues varios significados: copia, imitación, cosificación sensual. Al representar un objeto, lo que hacemos no es copiar o interpretación: lo consumamos, dice Nelson Goodman. 
Una representación es una operación paradójica por la que algo se hace nuevamente presente (re-presentar) a través de un sustituto fabricado expresamente para ello, o dislocado de sus funciones primigenias para que cumpla la función de denotar al primero, independientemente de que exista entre el elemento representado y el elemento representante semejanza alguna. Según Siegfried Schmidt, la elaboración del elemento representante dependerá, a su vez, de que satisfaga ciertas convenciones de representación:
En el texto autobiográfico acontece que quien relata su vida ha de pasar, en primer lugar, por la mediación del lenguaje. Como se sabe, éste es una convención creada colectivamente que le pre-existe y que asimila una pluralidad de códigos, conceptos y categorías que no se ofrecen al empleo del sujeto sino que consisten en el elemento mismo que lo constituye en tanto que tal, encauzando sus opciones cognitivas y preformativas. 

Teniendo en cuenta lo expuesto veamos este ejemplo.

El primer regreso (2003)  -Pág. 33   
Pasé junto al Castillo de San Antonio, abandonado a su triste suerte, sobreviviendo de rodillas, sosteniendo el peso de su ruina sobre unos muros calcinados  y arenosos. Me asomé al Balcón para emborracharme con el verde esmeralda del océano, para sentir con más intensidad la caricia de su aliento, para escuchar el fragor  suicida de las olas rompiendo en Ain Chakka. Aunque llegar hasta allí no era del todo casual. En realidad, existía otro motivo más poderoso: estaba ansioso por volver  a la casa en la que viví gran parte de mi niñez. Tenía el Consulado español a mi espalda, y giré la cabeza a la izquierda, con el temor a no encontrarla. Pero el edifico continuaba en pie, algo más triste y, también, algo más viejo.
Su fachada de dos pisos, justo frente al Balcón, en la calle Mulay Ismail, estaba malherida, como el resto de los viejos edificios de la ciudad. Tenía varias cicatrices y parecía desangrarse. Me acerqué con la incertidumbre de saber si sus moradores me permitirían entrar en ella. Lo ansiaba y lo temía. Creía recordarla hasta en sus últimos detalles y venía dispuesto a comprobarlo.
Seguí un buen rato allí, muy quieto, en medio de la soledad de sus paredes abatidas, con los pies aplastando trozos inertes de ladrillos y de cemento seco. El aire, denso y ardiente, estaba emborronado con el polvo que aún seguía flotando sin acabar de posarse. Maldije la hora en que decidí buscar mi antigua casa. Di un paso, torpe, muy corto, y me detuve. En ese instante, a mi derecha, vi a mi abuelo Manuel, el padre de mi padre, que salía de su habitación ajustándose primero la boina y, luego, sus gafas redondas de monturas de pasta marrón.
—Me voy al Central a echarme un cafelito.
De pronto comprendí que mis pies aplastaban parte de mi pasado, que los recuerdos de aquella casa yacían en el suelo, agonizantes. Pensé que, quizás, después de todo, llegar ese preciso día era un quiebro inteligente del destino. Estaba siendo testigo de los últimos estertores de ese ayer que moría ante mis ojos.
Di otro paso, y luego otro, caminando sobre esos trozos de recuerdos quebradizos, sobre pedazos llenos de esperanza, de sueños, de risas, de melancólicos latidos. 
Pisaba con cuidado, como si pudiera aplastar por descuido un beso de mi madre, una caricia de mi padre hecha en la espalda de su mujer, un abrazo escondido al abuelo Manuel. Todo eso quedaba recluido entre los ladrillos rotos, bajo los montones del arenoso cemento. Intuí que, no obstante, las voces, las palabras, los susurros, seguirían oyéndose en el eco imborrable de la memoria.
Sin las paredes de las habitaciones, el rectángulo escuálido de esa casa se me antojaba irreal, podía ser cualquier edificio de cualquier parte del mundo o bien un cuadro de naturaleza muerta. Di vueltas en redondo, aturdido, confuso. La mujer marroquí parecía haberse olvidado por completo de mi presencia y se esforzaba ahora por llenar un saco con los escombros.
Tropecé con un ladrillo, con un resto polvoriento de un pasado ya lejano, pero seguí avanzando atraído por la llamada ineludible de esa ventana. Estaba emocionado. Mi casa, toda ella, me esperaba en aquel reducido espacio, un espacio vacío con un paisaje a lo lejos. Pisaba, ya sin contemplaciones y sin complejos, todas y cada una de las vivencias de mis padres, de mi abuelo, las de mi infancia inolvidable, que habían quedado rezagadas allí mismo. Apenas me separaban de la ventana del salón dos o tres metros, pero en ese exiguo trayecto, tan intenso, tan increíble, comprendí que mi vida no podía entenderse sin el recuerdo permanente de aquellos días, que  guardaba en mi interior más profundo sencillos e imborrables detalles: el olor de la almadraba, la algarabía que estallaba en la romería de la Patrona Lalla Menana, el  fragor de las olas rompiendo contra las rocas del Balcón del Atlántico, la leyenda del Teatro España, la sensación del fango en mis pies cuando me adentraba en las aguas del Lucus, la Gaba, con el tumulto lejano de los jabalíes en estampida, la aventura que suponía cruzar en barca la desembocadura del río, percibir el olor a pescado y a especias que bajaba de las escalinatas del Mercado Central, la imagen del guerrab que se apostaba a la entrada de la calle Real ofreciendo su agua a los más sedientos, ese té con flor de azahar que tomábamos bajo la sombra del Castillo de las Cigüeñas, en el Jardín de las Hespérides. También comprendí que seguían vivos  aquellos crepúsculos azafranados que contemplábamos embobados desde el Castillo de San Antonio, el eco del almuecín llamando a la oración o anunciando el inicio del ramadán, el bullicio de los estrechos pasajes de la Burraquía por los que correteaba con mis amigos, la música que escapaba por encima de los muros del Casino, las pantallas mágicas del Ideal, del Avenida y del Coliseo que me transportaron al viejo Oeste o a la legendaria Arabia. Me veía de nuevo subir la antigua calle Chinguiti, entrar en los jardines señoriales del Palacio de la Duquesa de Guisa, detenerme en el cafetín de la Estación de la Valenciana para tomar un café bajo las aspas gigantes y rancias de sus ventiladores agotados, saludar a Sor María que me vigilaba desde la ventana del Colegio Nuestra Señora de los Angeles, volver a mi clase de los Maristas, pasar por el Colegio Luís Vives, llegar al Club Hípico y adentrarme por la arboleda del Vivero para tumbarme en medio de su silencio, sólo roto por el gorjeo de las tórtolas. 
Todo eso lo reviví en aquellos escasos minutos, unos minutos suspendidos en el vacío. Cuando logré llegar a la ventana, me detuve de nuevo, y me puse a tirar con insistencia del borde del vestido de mi madre hasta que ella me asió con fuerza de la cintura, me incorporó a la silla que tenía a su lado y, apretándome contra su  pecho, nos quedamos en silencio mirando aquel horizonte verde esmeralda que se mecía allá abajo del acantilado, cadencioso, hipnótico.

4. VERDAD FÁCTICA, FICTICIA Y SIMBÓLICA

Cuando leemos textos de ficción, afirma Sergio Ramírez Franco, solemos partir de la premisa de que el significado de las oraciones es verdadero. Lo hacemos porque elaboramos un hablante ficticio o imaginario, un sujeto lingüístico que asume sobre sí el rol de la enunciación narrativa y la construcción de un mundo posible. Nuestra lectura específica, apoyándose en la previa comprensión que tenemos del mundo real efectivo, reconfigura ese mundo alterno. Nelson Goodman, por su parte, que toda construcción de un mundo requiere partir siempre de mundos que ya existen, de tal modo que hacer un mundo consiste, en rigor, en rehacer otros. 
La propuesta de Tomás Albaladejo Mayordomo respecto a los universos de los que son portadoras las narraciones literarias nos ayuda a comprender mejor la naturaleza del texto autobiográfico. Plantea Albaladejo que existen 3 modelos de mundos: los modelos de mundo de lo verdadero, los modelos de mundo de lo ficcional verosímil, los modelos de mundo de lo ficcional no verosímil.
Los modelos de mundo de lo verdadero están formados por instrucciones que pertenecen al mundo real efectivo, por lo que los referentes que a partir de ellos se obtienen son reales. Los modelos de mundo de lo ficcional verosímil, por su parte, contienen instrucciones que no pertenecen al mundo real efectivo, pero están construidos de acuerdo con éste; por último, los modelos de mundo de lo ficcional no verosímil los componen instrucciones que no corresponden al mundo real efectivo ni están establecidas de acuerdo con dicho mundo.

Teniendo en cuenta lo expuesto veamos estos ejemplos:

La luz de Larache (2013)  -Pág. 23   
Cómo captar estos cien colores en una sola imagen congelada… Huyen quizá ante la amenaza de verse constreñidos en un daguerrotipo.
Pero hay otras tonalidades más profundas. Y es que los colores de Larache, mis colores de Larache, tienen nombres y rostros. El glauco de los ojos de mi abuelo, que me  mira mientras me enseña a pescar y me conduce metido en el sidecar de su moto por las callejuelas, una aventura entonces. El negro del cabello rizado de mi padre, al  que me sujeto con mis pequeños dedos cuando me transporta sobre su espalda por la orilla de la playa, en la otra banda, allí en la desembocadura del Lucus. Más difícil es describir el color de la sonrisa de mi madre, endiamantada decía un hebreo, llevándome de paseo por la plaza de España y por la calle Chinguiti, para de regreso comprarme en un bacalito garrapiñadas y un paquete de caramelos. La piel oscura y brillante de Mina cocinando el cuscús o preparando aquellas galletas de almendras y dátiles que yo observaba elaborar pacientemente con la barbilla clavada en el borde de la mesa. De qué tonalidad son los amigos: Luisito, Lotfi, Gabriela… Qué tipo de cámara sería capaz de captar ese arco iris invisible que ahoga los grises tristes y amargos…
Fotografiar Larache. Javier Lobo, otro amigo de aquella infancia imborrable, tuvo más paciencia y, ya adulto, regresó, y en la avenida Mulay Ismail pulsó el disparador de su cámara y capturó en la sonrisa de una niña (tal vez se llame Salwa o quizá Fatima) ese algo que nos hizo soñar entonces, ese algo que sólo él supo ver en ese  segundo en concreto y que luego, al revelar la foto, tituló con una palabra desnuda pero rotunda: felicidad.
Y Larache seguía allí, toda su luz blanca y azul, húmeda y salada, tras la instantánea de esa niña que tal vez se llame Salwa o quizá Fatima…

El primer regreso (2003)  -Pág. 33   
La primera vez que regresé a mi pueblo habían transcurrido más de quince años desde que lo abandoné junto a mi familia. Sí, incomprensiblemente habían  pasado demasiados años sin volver, sin saber más que lo que alguien nos contaba y que, a su vez, había escuchado de un tercero. Demasiados años, y, sin embargo, todo parecía seguir en su sitio. Las calles apenas habían cambiado. En las paredes de los edificios descubrí los mismos desconchones y las mismas grietas de entonces. Era como si nunca hubiese salido de Larache.
La antigua plaza de España, rebautizada en su día como plaza de la Liberación, continuaba siendo el destino obligado de quien entra en la ciudad, con su aire de matrona que protege en su regazo a quien busca el refugio de sus brazos acogedores. Los soportales, construidos bajo el perfecto compás de un ritmo de huecos y arquerías, seguían resguardando a los cafetines y a las tiendas del sol plomizo del verano. Únicamente la fuente y sus jardines habían cambiado por completo. Los lucidos azulejos celestes y alberos, tan andaluces y tan marroquíes, habían dado paso a una fuente anodina, casi staliniana, ajena al entorno de fachadas blancas y azules. Incluso los peces de colores, que los niños solían admirar con fantasía, se habían muerto en la estanqueidad de un paisaje deforme. Algo paradójico, teniendo en cuenta que el primitivo nombre de Larache, al-Arà´is, significa jardín de flores. Andaba por las aceras con la seguridad de quien camina por su barrio, junto a los vecinos de siempre. Ninguna cara me era familiar pero ninguna me era ajena. Ocurría lo mismo con la brisa, que subía con suavidad desde los acantilados; podía reconocerla al sentirla en mi rostro, al olerla. En todo momento, sentía el martilleo de mi corazón, retumbando con impaciencia, y avanzaba con el inesperado entusiasmo de mi niñez, de golpe recobrada, que inconscientemente me había dirigido al Balcón del Atlántico.

5. RELATO DEL RETRATO O RETRATO DEL RELATO

Existen dos claras analogías entre escribir un texto autobiográfico y posar para la fotografía de uno mismo: 1. en ambos casos estamos ante una forma de autopresentación; 2. ambas prácticas intentan recuperar tiempos perdidos.
Esto lo realiza la figura de pensamiento denominaba Ekphrasis, o arte de representar verbalmente manifestaciones visuales. W.J.T. Mitchell relativiza la diferencia entre el medio verbal y el visual: se refiere a una imagen mental, o, incluso, una imagen pictórica. 

Teniendo en cuenta lo expuesto veamos estos ejemplos:

Esa foto de la otra banda (2012)  -Pág. 123
Veo esta fotografía de la otra banda y vuelven como la marea. Es cierto lo que digo, y es probable que a ti te ocurra lo mismo. ¿Es que no lo oyes? ¿Es que no lo hueles? Lo sientes igual que yo, ¿no es así?
No sé en qué año se tomó la imagen, pero bien pude andar por ahí, por entre la gente que se ve en ella. No sé en qué año se quedó esa imagen congelada para siempre, pero todo regresa subrepticiamente y se apodera de mis sentidos.
Miro la fotografía: la otra banda, el largo espigón, las casetas de la playa. La escudriño un rato y me doy cuenta de que sé exactamente cómo huele el aire, de que sé exactamente qué sentiría en la planta de mis pies si ahora estuviese pisando esa arena, de que sé exactamente qué notaría si subiera por las piedras tratando de alcanzar el espigón, también de que sé cuál es la dureza exacta del propio espigón si me pusiera a pasear en dirección al faro. ¿No es curioso? Te ocurre exactamente lo mismo. Claro, me lo imagino. Lo sé.
Hagámoslo. Metámonos en esa foto de la playa de Larache, atravesemos el daguerrotipo e imaginemos que viajamos a ese año en concreto, aunque dé igual el año en realidad. Imaginemos que podemos hacerlo…

Retrato espectral de Larache 
Últimas noticias de Larache (2003)   -Pág. 91

Gracias a mis reiterados viajes a Larache, siempre de regreso, me estoy convirtiendo en testigo de la metamorfosis del pueblo, de su desvaída evolución. El esqueleto sigue ahí, pero su cuerpo ha ido cambiando y envejeciendo. Es como si le dieran pequeños mordiscos, pero desgarradores.
La ciudad ha pasado a tener unos ciento cincuenta mil habitantes, la gran mayoría venidos de los aduares en busca de una vida mejor. Demasiada gente para ser absorbida en poco tiempo, demasiada gente como para esperar que las nuevas construcciones respeten algún orden racional. Los nativos del lugar son ahora minoría. Quizá sea esta la razón fundamental de que la ciudad esté perdiendo su esencia, su alma, el motivo por el que está dejando de ser tan orgullosa.
El viejo Hostal Flora, en el que nos refugiamos cuando el terremoto famoso, ha sido engullido por los nuevos barrios periféricos, de manera que ahora los antiguos cuarteles de Autorradio y de Cría Caballar parecen estar situados más cerca del centro que de la Ghaba. La Ghaba, el bosque de los indómitos jabalíes y de las aves imperiales, no es más que un escuálido esqueleto cuyos huesos lo forman las bifurcaciones de la nueva autovía de peaje.
La plaza de la Liberación, que bajo los años del Protectorado fue la plaza de España, perdió un día sus peces de colores. También derribaron su fuente, en la que podían verse escenas del Quijote reproducidas en sus azulejos, y que recordaba a la plaza de España de Sevilla. Algún admirador de la arquitectura urbana más espartana plantó en su lugar algo más antipático, gris y geométrico. Redujeron los jardines a su mínima expresión haciendo desaparecer la mayor parte de su verde irresistible y los llenaron de cemento, que nunca es agradable ni acogedor. Ahuyentaron así, con malas artes y peores modales, a los niños y a los paseantes. Ninguna pareja de enamorados se sienta al borde de su fuente para ver los peces naranjas. No hay poesía.
Como digo, ese edificio es una colmena como las que vemos en cualquier barriada de los suburbios de nuestras ciudades europeas, salpicado de ventanucos y de balcones cubiertos de ropa tendida a secar y de platos de antenas para captar los canales vía satélite. Hay óxido en la fachada, que se desliza por las paredes como tristes lágrimas.
La bellísima alcaicería, aún en pie después de casi tres siglos, siegue siendo el Zoco Chico al que acuden los comerciantes de la ciudad y los de los aduares cercanos.  Sin embargo, confieso que la precariedad de sus mercancías tizna el lugar de un color ocre, de un maltrecho rumor de sinsabores y desilusiones. Los jóvenes discuten cuál es la mejor manera de llegar a Europa, creyendo que es la única salida posible a su futuro incierto. En la Puerta de la Alcazaba se agolpan carros de madera cubiertos de verduras, burros cargados de crin y de esparto, mujeres del campo y algún ciego hablando al vacío. Me sumerjo en ese mar de voces, entre discusiones y regateos. Descubro que en la hermosa e histórica Puerta, bajo su arco de herradura y en el friso de ladrillo a espina de pez, crece el musgo, una prueba de la desidia y del descuido. Una vieja, cubriéndose la cara con un velo, extiende una cansada mano en busca de una limosna.
Si se baja por la calle Dos de Marzo, en busca del puerto, se asiste a un espectáculo realmente sobrecogedor. Los edificios, la vieja ciudad, la Medina, que debiera estar protegida como patrimonio de la ciudad, se cae a pedazos. La humedad se ha adueñado de las paredes, de los techos, en algunas callejuelas las paredes se sujetan unas a otras con troncos de madera, y parece un milagro que, quienes habitan en sus entrañas, no hayan sufrido ya algún accidente. Me temo que este estado de abandono acabará por ser pasto de los especuladores, tan hambrientos últimamente ante la masiva llegada a la ciudad de gente del campo.
La iglesia de San José, levantada en 1901, agoniza junto al adarve Al-Harti, dos construcciones que parecen condenadas a una muerte segura. Sólo alguna Zagüia parece recibir un mínimo de atención, y se conserva en mejor estado. De hecho, hasta llegar a Atarazanas y a la plaza del Pescado, donde sigue la antigua lonja, ese olor a atún y a redes y a algas, que la brisa empuja por las callejuelas, es lo único que sigue mostrándose realmente vivo y fresco. Hay un espectro de pasado floreciente que se adivina en la mirada melancólica de los viejos marineros que se sientan a la sombra del techado de un pequeño cafetín del puerto. Pero no se atisba en sus miradas ningún futuro.
Las barcas siguen la vieja tradición de ayudar a la gente a pasar de la ciudad a la playa salvando la ancha desembocadura del Lucus. Y la descripción es larguísima…

6. EL CUERPO DEL RELATO Y EL RELATO DEL CUERPO

Pensar el cuerpo desde la perspectiva de su representación dentro de un discurso como lo es el de la autobiografía supondría, sin duda, dotar de cohesión a una entidad que no considero plenamente estable, así como tampoco me parecía estable la unicidad del autor. El cuerpo del autobiógrafo es, entonces, el sitio donde una pluralidad de líneas de desarrollo se encuentran y cohesionan. En primer lugar porque, como indica Roland Barthes, el cuerpo es plural: Quel corps? Nous en avons plusieurs. J’ai un corps digestif, j’ai un corps nauséeux, un troisième migraineux, et ainsi de suite: sensuel, musculaire (la main de l’écrivain), humoral, et surtout: émotif: qui est ému, bougé, ou tassé ou exalté, ou apeuré, sans qu’il y paraisse rien.
Bakhtin teoriza sobre el cuerpo carnavalesco. El carnaval propugna el contacto libre y familiar entre los individuos, lo que se conecta con la categoría de “excentricidad”. El carnaval, además, conlleva la idea de “profanación”, una de cuyas manifestaciones más características consiste en la coronación burlesca. La ambivalencia carnavalesca posee un carácter funcional, no substantivo, y fomenta la apertura hacia la vivencia corporal gozosa mediante el exceso en la comida, la bebida y el placer sexual. 

Teniendo en cuenta lo expuesto veamos estos ejemplos:

Mina, la negra (2002)   -Pág. 59
(…)  y, cuando Mina recobró el brillo broncíneo de sus mejillas y el aire radiante de su rostro númida, decidió ir al Zoco Chico, como cada día. Su reacción alegró a mi madre, que le retocó el cabello que le asomaba del jaique. Le rogué que me dejase acompañarla y las dos mujeres, tras mirarse con cierta sorna, accedieron.
Era día de mercado. Se acercaba la fiesta del Aid el Kebir, y acudiría gente de Ksar-el-Kbir, de Souk el Arba du Rab, de Tlata de Raixana y de otros aduares cercanos para asegurarse un buen cordero. Así fue. El gentío abrumador se desparramaba desde la Puerta de la Alcazaba como un racimo ensortijado lleno de sombreros de paja, turbantes blancos, azules y grises, chilabas pardas, caftanes verdes, celestes, amarillos y rosas, sombreros de ala corta, jaiques y velos. Desde siempre, me habían llamado la atención los ojos negros que se asoman tras los rostros velados, impresionantes, sombríos, endiablados con el subrayado de khol. Eran especialmente perturbadores. Y allí los había a decenas. Pese a mi corta edad, encontraba ya en ellos un halo de misterio, de aventura insomne, de secreto inconfesable. Las jóvenes eran osadas, las mayores no disimulaban ni la experiencia ni la vida ya recorrida.
Mina me había asido de la mano con firmeza y me arrastraba tras sus pasos decididos. Se movía con soltura por entre esa muchedumbre  escandalosa. Se había cubierto la boca y la nariz con un velo transparente violeta y, tras él, se adivinaban sus gruesos labios. Tenía una piel tersa, oscura, heredada de sus antepasados que vinieron de más allá de Chinguetti y aun de más allá de Tombuctú. El contraste de su epidermis metálica con los aros dorados que tintineaban en sus orejas y con las ajorcas que resbalaban en sus brazos, le daban un aire de esclava de otra época, de hechicera africana. Sus ojos eran vivaces, sabios, pero prudentes.
De pronto, oímos música. Alguien tocaba unos tamboriles y unas chirimías. El sonido era estridente. Se trataba de un grupo de saltimbanquis que se habían hecho un hueco bajo uno de los vanos de la alcaicería. Un hombre joven, con el torso desnudo, se había posado una tarántula sobre el pecho y la hacía caminar lentamente sobre su piel erizada y sudorosa. La tarántula, con sus patas nervudas, había avanzado unos centímetros para luego regresar al punto de partida. Luego, el mismo hombre, animado por los aplausos de sus atónitos espectadores, comenzó una danza frenética girando la cabeza como un molino de viento, volteando un cordel que pendía de un gorro azul cobalto que llevaba puesto. La música intensificaba el ritmo, algo caótico y desenfrenado, con el repicar de los tamboriles y el silbido agudo de las chirimías. Siguió así unos minutos, largos y sofocantes, hasta que, agotado, en un estado casi cataléptico, el hombre se detuvo de golpe y, con él, la música.  Entonces, la gente prorrumpió de nuevo en aplausos y vítores, arrojando monedas al suelo.
El olor del cuero, el olor del tinte, el olor de la fruta y el olor del salitre. Había en el Zoco Chico una mixtura de voces que se enredaban con tales aromas, diferentes en su origen y en su intensidad. El olor de los mulos, el olor de los borriquillos, el olor de los camellos y el olor de sus excrementos aplastados contra el suelo. Todo era como un mosaico de pestilencias dulcificadas, amortiguadas, camufladas bajo otras fragancias más agradables. El olor del pachuli, el olor del sándalo, el olor del agua de rosas y el olor del agua de azahar. De pronto, una suave caricia de frescura, un soplido gélido que te hacía aspirar todo el aire que  podías, hasta hinchar los pulmones. El olor del sudor, el olor de las especias, el olor de los perfumes y el olor de los dulces de dátiles y de almendras. Te alimentabas de puro olfateo, te mareabas y te reanimabas en una fracción de segundo con la reacción instintiva de los sentidos ante el jolgorio de tales encontronazos. 
 No me había equivocado. Al atardecer, Mina se puso manos a la obra y preparó una fuente de chuparquía y otra de pastas de almendra. El olor de la miel, el olor a almendras tostadas y el olor a crepúsculo. Juan Carlos Palarea, Luisito Velasco, Juan Yankovich, Lotfi Barrada y Emilio Gallego subieron a mi casa para merendar y, mientras acabábamos con ambas fuentes, un manto de seda gualda fue cayendo lentamente sobre las fachadas y las calles de Larache, tiñéndose sus muros con la calidez del sol adormecido.

Mamy Blue (2013)  -Pág. 147
Recuerdo las piernas espectaculares de aquellas chicas. Las había realmente preciosas. Pero esas jóvenes, las de la generación de Marisa Fernández Carrillo, Marilé Yepes o María Ortega Ayllón, eran algo mayores que yo (en la niñez, la diferencia de edad parece abismal), y, por tanto, inaccesibles. Yo solo era un niño comparado con ellas, que ya comenzaban a tontear. Me conformaba entonces con levantarles las faldas a las niñas de mi edad, en el patio del colegio Santa Isabel.
Las niñas de mi niñez: Silvana Fesser, Matilde López Quesada, Amina, Fatima el Bouthoury, Conchi Lama, Yamila Yacobi, Pepona, Gabriela Grech… Me peleé con mi amigo José Gabriel por culpa de Silvana, por un beso en la mejilla que le dio a él y no a mí. Y eso que yo era Illya Kuryakin, que incluso algunos me apodaban Django. Pero José Gabriel era más alto e, incluso, más rubio. Me venció en ese duelo.
Pero he de confesar que Mamy Blue sonaba de otra manera con Fatimita. Fatimita era una chica que trabajó una temporada en nuestra siguiente casa, a la que nos mudamos en la avenida Mohamed V, en el edificio de Uniban. Ayudaba a mi madre con los quehaceres del hogar. Ya éramos tres hermanos: dos niñas y yo (y faltaban por llegar otras dos niñas más). Así que había faena en la casa.
Fatimita era delgada, fibrosa, de piel canela, muy guapa y muy alegre. Podría ser cuatro años mayor que yo, es decir, ella tendría entonces unos quince. Me acuerdo que me agazapaba en el pasillo, vigilándola mientras ella alisaba las sábanas de las camas, y cuando estaba más inclinada, sin posibilidad de que pudiera reaccionar, entraba en la habitación a la carrera y me echaba encima suya, por sorpresa, derribándola sobre el colchón, y entonces le hacía cosquillas. Confieso, sí, confieso que aprovechaba para hacer rápidas exploraciones por su cuerpo, que no era como el mío. Y yo quería descubrir lo que imaginaba, o lo que había visto en alguna película francesa. Ella no paraba de reírse, y cuando lo decidía se zafaba de mí sin mucho esfuerzo, hasta con elegancia. Cuando la tenía bajo mi cuerpo me gustaba verla carcajeándose; exudaba una alegría que no he vuelto a ver, como si ningún problema pudiera acecharla en toda su vida. También me gustaban sus dientes, blancos y alineados, con una rara perfección natural, que parecían brillar al asomar entre sus preciosos labios.
Fatimita siempre llevaba su pelo recogido bajo un pañuelo, que, a veces, en el forcejeo, yo le quitaba. Ella, como siempre, se reía. Volvía a ponérselo, y safi. Creo que ella se divertía con ese mocoso que era yo entonces, barruntándose sin duda mis verdaderas intenciones, que debían ser las mismas que las de todos los niños de mi edad. Las mujeres siempre han madurado antes, ya lo sabemos.
Aún me llega el eco de sus carcajadas, descontrolada cuando las cosquillas la vencían, y también el fulgor irrepetible de su sonrisa fresca y cándida.


CONCLUSIÓN

Lo más representativo de esta obra es que no se trata de una novela en la que se describen acontecimientos en forma estrictamente cronológica sino que los hechos se narran como destellos de recuerdos que van viniendo a la memoria del narrador, a través de lo que los teóricos llaman “memoria involuntaria” donde olores, sabores o imágenes presentes sacan a relucir recuerdos olvidados del pasado.
Varios de estos episodios de memoria involuntaria se producen a lo largo del libro, que son precisamente los que le permiten desarrollar la narración.
Es lo que aparece en los pocos pasajes emblemáticos que cité.
Todos estos elementos: la conjunción de los temas que aborda, la forma en que lo hace y el estilo característico de frases simples y a la vez hermosas, hacen de esta autobiografía una obra realmente original y creativa, que no sólo prolonga o añade su grano de arena a la literatura marroquí en español sino también a la literatura universal. 
Para mí la literatura es ficción, pero al leer y releer esta obra, tuve la impresión de revivir mi propio pasado, me vi progresando en cada frase descrita por el autor, en cada calle descrita, en cada detalle evocado, en cada emoción expresada, en cada decepción…Sin duda Sergio Barce es un gran conocedor del corazón humano, de las ilusiones y sueños más insondables, que en definitiva constituyen el teatro mismo de nuestra vida.


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Por Ahmed Oubali



















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